viernes, 12 de septiembre de 2025

 







29 de octubre 

(Poner nombre a los muertos)



Agosto del 2025. Pillo un taxi para ir a la estación del AVE. Es un trayecto corto. Hablo con el taxista. No sé cómo me dice que es de Paiporta. El tema es inevitable. Aunque me resisto a hablar, noto que él sí que quiere hablar. Le pregunto a quemarropa. Los primeros días cualquier pregunta era peligrosa, hasta la pregunta más inocente era peligrosa: un “¿Y cómo estáis?” en un encuentro casual con un amigo o un conocido en una calle, no era solo un “¿Y cómo estáis?”, era algo que no tenía nada que ver con la cortesía o la buena educación, era el miedo, era la angustia de una posible respuesta, lo que no se quería saber pero lo que había que preguntar: ¿Ha muerto alguien de tu familia? ¿Ha muerto alguien que tú conocías, un amigo, un vecino…? Por eso, respuestas como “He perdido el coche”, “he perdido la panadería”, se recibían con alivio, con un alivio que no se manifestaba, por respeto, pero que, luego, cuando ya estabas solo otra vez, te permitía soltar el aire (ese aire que habías retenido dentro), desactivar el botón del pánico (cuya alarma sonaba estruendosamente en tu cabeza) y darle una orden precisa a tus piernas: seguir caminando, no pasa nada. Un coche se puede perder, un trabajo (aunque sea el trabajo de tu familia, la panadería de tus padres y de los padres de tus padres) se puede perder… Pero lo otro…, lo otro es… Solo imagínalo un momento. Imagina cómo fue. Imagina que podía haber sido tu mujer, tus hijos, tus padres, tus amigos, o cualquiera de esos compañeros de trabajo de los que no sabes casi nada, pero un día dejas de ver y no sabes qué le ha pasado. No sabes si está en la lista. Los primeros días, uno evitaba los encuentros. No quería preguntar. No quería saber. Y ahora estoy en un taxi, y han pasado (dicen) muchos días, y no sé cómo le hago la pregunta y el taxista me responde: “todavía tengo cicatrices en la pierna. Estuve toda la noche abrazado a mi hermano, en la calle, con el agua hasta el cuello, no nos podíamos mover y los contenedores nos golpeaban. Tenía heridas por todos lados. Cuando llegamos a casa nuestra madre estaba muerta”. Y lo dice así, de un tirón, mientras conduce, mientras ya estamos llegando a la estación. “Perdí el taxi, éste es nuevo. El otro no sé donde está. Me dijeron que lo habían encontrado, a los cuatro días, pero yo no fui a buscarlo, con lo de mi madre…”. No sé cómo puede decir algo tan horrible con esa tranquilidad, porque eso es lo que aparenta: tranquilidad. 

(...)


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https://www.jotdown.es/2025/09/poner-nombre-a-los-muertos/





















miércoles, 3 de septiembre de 2025

 










PUNTAS Y MONFORTE: VIDAS ESCOLARES



Fuimos a Puntas hace ya más de diez años. Fuimos mis hermanos y mis padres. Puntas es como mi madre llama siempre a Puntas de Calnegre, en la costa murciana. Aquel fue su primer destino como maestra. Llegó allí siendo soltera (aunque ya tenía novio: mi padre) y estuvo viviendo en el edificio de la escuela durante un año. Después consiguió una plaza en un pueblo del interior de la provincia de Valencia, se casó, siguió trabajando de maestra toda su vida, tuvo hijos (tres) y nunca más volvió a Puntas. Nunca hasta que, ya jubilada, mi hermano la llevó de vuelta. Nosotros íbamos con ella y nos preguntábamos cómo sería el reencuentro con sus recuerdos, y cómo sería, para nosotros, la primera visión de ese lugar del que habíamos oído tantas historias. 

Lo primero que hicimos al llegar, claro está, fue buscar la vieja escuela. Y no la encontramos. No estaba. Mi madre tenía una idea muy clara de dónde debía estar, a la salida del pueblo, junto a la playa, pero no había ni rastro de ella. Preguntamos y una señora nos lo aclaró: no existía. El pueblo no estaba muy cambiado. El peligro de las poblaciones de playa es que el turismo masivo las transforme completamente, pero por suerte aquella parte de la costa se conservaba relativamente bien, es decir, sin grandes rascacielos, sin enormes urbanizaciones. De hecho, las playas estaban protegidas, y salvo varios chiringuitos no había más construcciones. Es casi un milagro y son playas increíbles, aunque nosotros seguíamos buscando la vieja escuela. O lo que quedaba de ella… 

Que era… Sí, estaba ahí, la estábamos pisando… Era una pista de baloncesto. Esa pista de Baloncesto que estaba a la salida del pueblo, justo frente al mar. ¿Y porqué la escuela había acabado siendo una pista de baloncesto? La explicación que nos dieron le otorgó la razón a mi madre, que siempre había tenido miedo del mar…



Pero empecemos por el principio. Nosotros, ya lo he dicho, llegamos en coche. Por una nueva autopista que pasa muy cerca. Es un viaje sencillo y relativamente rápido desde Valencia. Mi madre tardó dos días en llegar. Primero en tren hasta Lorca, pasando por Alicante y Murcia. Luego un autobús por una carretera mala hasta Águilas. Después otra carretera mucho peor (mi madre se acuerda de las curvas y los barrancos, dice que pasó mucho miedo) que la dejó en Ramonete, cerca de allí, pero no lo suficiente como para ir andando. Y desde Ramonete hasta Puntas tuvieron que ir en un taxi. Esa fue una de las primeras dificultades que encontró, pero no fue la única. Por suerte tuvo la ayuda de la Guardia Civil que en su jeep le traía el correo y el dinero que, de otra forma, mi madre hubiera tenido que ir a recoger a Lorca o a Mazarrón. De hecho, mi madre me contó que durante varias semanas estuvo durmiendo en el Cuartel de la Benemérita. Esta relación entre los agentes del orden y la maestra no es solo una anécdota. En aquel entonces, mi padre lo repite mucho, el maestro o la maestra eran, junto con el alcalde, el médico, el cura, el farmacéutico, el veterinario y el Comandante de la Guardia Civil, los delegados del poder central, los que “mandaban” en el pueblo (entendiéndose por “mandar” tener autoridad moral, además de otros tipos de autoridad), eran las llamadas por el Régimen las “fuerzas vivas”. 

Aunque mi madre nos hablaba mucho del lugar, en realidad hablaba poco de su trabajo como maestra, o de las personas que allí conoció. Le llamaban la atención algunas costumbres locales, por supuesto, y los tomates, eso tomates que se plantaban en la misma arena de la playa y que eran muy sabrosos. Pero mi madre, de lo que más nos hablaba, era del mar. Ese mar que tan furioso se podía volver, ese mar cuyas olas arremetían con fuerza contra la orilla, a pocos metros de la escuela. Aunque el peligro no solo venía del mar, muy cerca de la escuela desembocaba una rambla. Esta rambla, como todas las ramblas, normalmente no llevaba agua, pero aquel año, me contaba mi madre, hubo hasta siete riadas, y de las siete riadas una fue particularmente terrible. Mi madre decía que el agua casi llegó a entrar en la escuela, que ella y su madre (en aquel momento mi madre, soltera aún, vivía con su madre, viuda desde hacía muchos años), colocaron las mesas y las sillas junto a la puerta, que por suerte aguantó. Aunque, proseguía mi madre, la respuesta de los lugareños fue sorprendente: les dijeron que no hicieran eso, que si el agua entraba por una puerta podría salir por la otra (el edificio de la escuela, como todas las casas del pueblo, tenía dos puertas, una enfrente de la otra). 

Puede parecer una maldición…  el agua rodeaba el pueblo pero el pueblo no podía beber ese agua. El agua de las tormentas bajara violentamente, mezclada con piedras, tierra, y matorrales, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. El agua del mar, los días de temporal, también arremetía con furia contra las playas, pero ellos no tenían agua potable. Había pozos, pero el agua que se sacaba de ellos era agua salada, de manera que el agua la tenían que traer en un camión cisterna, y luego la vendían en la tienda. Tampoco tenían luz eléctrica, aunque a mi madre la luz le preocupaba poco, salvo cuando el mar rugía por la noche y no podía dormir y a cada rato se asomaba a ver las olas. Esas noches eran malas, porque en la oscuridad los ruidos se volvían más amenazantes.

Tiempo después, cuando ella ya no estaba allí, un temporal destrozó el edificio (ignoro si vivía algún maestro o maestra) y los vecinos, muy prácticos, aplanaron los escombros y construyeron encima una pista de baloncesto. La pista que se puede ver hoy en día. 










El mar era la vida de los habitantes de aquella aldea en los años sesenta. El turismo no había llegado. Mi padre, que fue a visitar a mi madre con una Vespa (¡desde Valencia!) hizo una foto en la que se ve un grupo de bueyes arrastrando una barca de pesca hasta la orilla (una foto en blanco y negro, muy bonita, con la que ganó un concurso de fotografía). En algunas partes del mundo todavía se puede ver algo así, pero no en España. Ahora si hay pesca, es una pesca moderna, con barcos modernos y métodos modernos. La pesca tradicional no es más que un deporte o un pasatiempo.  A mi madre le llamó la atención la costumbre que tenían los chicos del pueblo (y de otros pueblos de la zona) de “secuestrar” a sus novias. Por supuesto, este “secuestro” era pactado. El chico iba por la noche y se llevaba a la novia (en realidad se escapaban juntos), pasaban la noche juntos y a la mañana siguiente se presentaban en casa de los padres de ella y les decían que se tenían que casar (o algo así: los detalles exactos del ritual los desconozco). Los padres, sabiamente, aceptaban el hecho (ya consumado) y normalmente a los pocos días ya habían pasado por el altar. A mí madre esta manera tan directa de empezar una vida familiar le parecía, como decirlo, un poco “ruda”, pero en realidad estos chicos eran pesadores, hombres que tenían que salir al mar todos los días, y no estaban como para perder el tiempo en largos noviazgos (o eso pienso yo…). 











Después de visitar Puntas, quedaba otro asunto pendiente… Monforte de Moyuela, en Teruel, que había sido el primer destino de mi padre como maestro. Por supuesto, si mi madre nos había hablado mucho de Puntas, mi padre hacía lo mismo con Monforte, de manera que como hijos sabíamos muchas historias de ese pueblo pero, al igual que con Puntas, jamás lo habíamos visitado. Después de varios intentos fallidos, este verano por fin pudimos hacer una excursión familiar…



Una mañana de julio cogimos dos coches (en este caso no venía mi hermano Paco pero si uno de los nietos de mi padre, además de mi mujer)  y nos metimos por esas carreteras comarcales de Teruel, que van entre montañas y páramos, y que si eran malas cuando mi padre, en los años sesenta, las recorría en autobús (después de bajarse del tren en la pequeña estación de Ferreruela de Huerva), seguían siendo, tantos años después, casi casi igual de malas. A una velocidad media de 40 kilómetros hora, después de muchas curvas, llegamos por fin a Monforte. Allí nos esperaban sin saberlo (ni saberlo nosotros) antiguos alumnos de mi padre, hoy ancianos todos, pero algunos con muy buena memoria todavía. Como solo hay un bar en el pueblo, fue muy fácil: llegar y preguntar, y al momento ya estábamos hablando con personas que aún recordaban a mi padre, y eso que se fue de allí al poco de la muerte de Kennedy (mi padre lo vio en la única tele del pueblo, la del antiguo bar, junto con todos sus alumnos y con, supongo, mucha más gente). También recuerda mi padre cuando instalaron los primeros teléfonos (tenían que ser cinco como mínimo, si no eran cinco no les merecía la pena el trabajo a los de la telefónica: se reunieron todos los vecinos y al final consiguieron los cinco teléfonos). 


En la actualidad la carretera continua hasta Muniesa, pero por entonces se terminaba allí. Mi padre, si quería ir a otros pueblos de la zona, tenía que ir por caminos con su bicicleta o incluso andando por simples sendas. Pero lo que más recuerda mi padre es el frío, el espantoso frío que hacía en aquel lugar. Y la nieve, las enormes nevadas que tenía que sufrir (él venía de una zona cálida de Valencia, donde la nieve era muy rara). “Sabañones”, esa palabra yo solo se la había oído a mi padre: mi padre tenía sabañones, del frío que pasaba. Los alumnos eran gente recia, hijos de pastores y campesinos, que estaban acostumbrados al frío, pero para mi padre llegar a ese pueblo perdido para trabajar por primera vez como maestro, y quedarse encerrado en la pensión donde vivía (curiosamente no en el edificio de la escuela) durante días porque había tanta nieve que no se podía salir, debió ser una experiencia muy dura, aunque él no recuerda la dureza sino que sus recuerdos son más agradables, casi diría que incluso “felices”. O por lo menos la parte mala no nos la contaba a nosotros…


Este verano, al comprobar como hablaba con sus antiguos alumnos (y como ellos le hablaban a él) pudimos comprobar que existió un fuerte vinculo entre ellos. “Entonces el maestro era otra cosa, no como ahora”, nos dijo una señora, que no había sido alumna suya (las chicas iban a otra clase, con una maestra) pero cuyo hermano sí que había sido alumno de mi padre, y que le recordaba vagamente como el maestro que “siempre estaba escribiendo cartas a su novia” (mi madre, una carta al día, todos los días…). 


Mi padre estaba contento, se entusiasmaba cada vez más. A medida que paseábamos por el pueblo iba recordando cosas y de tanto en tanto se paraba a hablar con algún vecino. Sabíamos, porque lo habíamos visto en un programa de televisión, que la escuela había vuelto a abrir después de estar muchos años cerrada. Eso era una muy buena noticia: en estos pueblos casi nunca hay suficientes niños. En la actualidad el edificio de la vieja escuela está en proceso de restauración. Lo vimos desde la calle. Y me llamó la atención que no parecía un edificio escolar, sino más bien una casa como todas las del pueblo. Fue una pena no poder verla por dentro, pero que estuviera en obras era muy buena señal. Por lo demás el pueblo tampoco había cambiado mucho (según mi padre), y la experiencia me dice que no hay que fiarse de lo que ve uno en verano, cuando los pueblos están llenos de gente, sino que para conocer bien el lugar hay que volver en invierno, cuando los veraneantes (antiguos vecinos en su mayoría) se han vuelto a Barcelona o a Zaragoza. También es cierto, como nos decían, que “ahora no hacía tanto frío y que ahora se vivía mejor”. Estas afirmaciones en realidad son muy preocupantes. Que no haga tanto frío no es una buena noticia, y que se “viva mejor” es cierto, pero nos lo decían pensionistas cuyos hijos se habían tenido que ir a trabajar y a vivir fuera del pueblo. Una señora nos dijo que tenía suerte porque su hija se había podido quedar a vivir en el pueblo, pero el trabajo lo tenía a cincuenta kilómetros, y esos son muchos kilómetros para hacer cada día dos veces por esas carreteras tan malas… Aunque ahora nieve menos.








(Por cierto, en varios pueblos de la zona, no solo en este, los carteles y señales están al revés, no sé porqué motivo... Pero, al menos aquí, por lo que pudimos comprobar, a nadie parecía preocuparle mucho...)






(Edificio de la antigua escuela. Un piso para los chicos, otro piso para las chicas)






miércoles, 20 de agosto de 2025

 




EL FIN DE UNA AMISTAD



Apareció un mendigo en mi calle. El mendigo anterior había desaparecido y el puesto se había quedado vacante. El di un euro y me sonrió amablemente. Al día siguiente pasó lo mismo, pero aún no me reconocía. Eso cambió a partir del tercer día, que fue el día que empezó verdaderamente nuestra relación. Nada más asomarme por la esquina ya me estaba esperando, sonriendo y levantando la mano. Todo fue bien durante un tiempo, pero un día resultó que no llevaba dinero. Él me miró enfadado y me ordenó que al día siguiente le diera dos euros. Desde entonces me aseguré de llevar dos euros sueltos en la cartera. Vinieron días tranquilos pero otro día, de repente, me miró con desprecio. Me asusté. Él vio el terror y el desconcierto en mis ojos y me dijo, antes incluso que yo me atreviera a preguntar: “mire usted, es que la vida está muy cara, creo que lo mejor serían tres euros…”. No me pareció una propuesta demasiado ambiciosa y acepté gustoso, con tal de volver a verle sonreír. 

Durante un tiempo todo fue normal. Yo le daba el dinero y él me daba los buenos días, o alguna que otra palabra amable. Se notaba que estaba contento conmigo. Hasta que un día, no sé cómo, resultó que no llevaba suficiente dinero en la cartera. Me miró con honda decepción. Era increíble: había vuelto a dejarlo tirado. Tenía todo el derecho del mundo a enfadarse… Desde aquel desastre me aseguré tenazmente de llevar cinco euros en monedas, que siempre las prefería a los billetes, porque como me confesó un día “le gustaba que el dinero pesara en su bolsillo”.

Los días se sucedían tranquilamente hasta que una tarde, en una conversación casual con un amigo, descubrí que mi amigo solo pagaba dos euros a su mendigo. “¿Y eso desde cuándo?”. Le pregunté, extrañado. “Desde siempre”. Su respuesta me dejó patidifuso. “¿Cómo? ¿No te lo ha subido nunca?”. No me lo podía creer… Mi amigo se ofreció a presentarme a su mendigo. “Si te convence puedes dejar al tuyo y compartimos el mío”. Me pareció una oferta tentadora, aunque inmediatamente rehusé. No, yo no podía hacer eso a mi mendigo, con el que ya tenía una relación tan larga. Yo no era de esa clase de desalmados que van por ahí cambiando de mendigo como si tal cosa. No… No podía ser…

Pese a todo acepté ir a ver a su mendigo. “Solo por curiosidad” me dije. Los dos primeros minutos todo fue bien. Una charla agradable. Aceptó mis dos euros sonriendo, pero luego pasó algo terrible. Algo que lo cambió todo: me pidió un cigarro. Naturalmente me ofendí todo lo que una persona decente se puede ofender. “¡Un cigarro”, “¡pero cómo se atreve!”. Mi amigo también estaba indignado. No se esperaba eso de su mendigo. ¡Vaya desfachatez!

“Deberías dejarlo inmediatamente. Te puedes venir a mi calle. Allí puedes estar seguro de que no te pasará esto”, le dije. Se lo pensó un momento, pero declinó mi ofrecimiento. “No puedo abandonarlo, se lo tomaría muy mal”. Sí, le entendía bien. Nos despedimos amablemente y ahí acabó nuestra amistad.



miércoles, 30 de julio de 2025

 

Bodegones ferroviarios

En vía muerta | Crítica. Diario de sevilla.

Vila Francés ejerce de memorialista de trenes perdidos y estaciones abandonadas



Javier González-Cotta

La ficha

En vía muerta. Alfonso Vila Francés. Maledictio. Madrid, 2022. 128 páginas. 20 euros


Al libro España en regional, glosado aquí en su día, le siguió otro, Caminos de hierro, especie de continuidad del primero y que la parálisis por la pandemia postergó hasta ver la luz con idéntico afán: viajar y glosar lo que Alfonso Vila llama como "el mosaico roto del ferrocarril español". Se habla en ellos de los trenes que ya no circulan, de los ferrocarriles desmantelados o directamente olvidados por la adversidad y la incompetencia. Ahora, en este En vía muerta, el autor ha fotografiado la naturaleza muerta del paisaje de España a través de las estaciones de tren abandonadas. Lo que se ha dado en llamar como España vacía (mejor que la ideológica España vaciada), tiene aquí su más nostálgico muestrario de lugares postrimeros, donde el abandono, la incuria y la nostalgia forman un bodegón natural al que es difícil no sucumbir.

Alfonso Vila Francés lleva cinco años viajando en tren –otras veces en coche y también a pie– con el fin de dar testimonio de tanta vía férrea sin uso. Dice con razón que “las estaciones abandonadas son el territorio del olvido y que el territorio del olvido es el territorio de la naturaleza". De ahí lo dicho, el bodegón, la naturaleza muerta del paisaje español a través de los trenes desmantelados y las estaciones que hoy perviven en forma de casonas afantasmadas, de dioramas carcomidos o pintarrajeados y que han quedado a la vista, en mitad de un monte, sobre una paramera, en las afueras de tal o cual pedanía, o junto a un curioso sotobosque.

El trabajo de Vila Francés nos hace viajar por la fantasmagoría de los lugares por donde sólo circula ya, todo lo más, el hálito final del tiempo. Estaciones silentes y caedizas, como las de Herrera de la Mancha (Ciudad Real), Castellnou de Seana (Lérida), Fitero (Navarra), Villares de Yeltes (Salamanca), La Puebla de Albortón (Zaragoza), Monteagudo de las Vicarias (Soria)... La eufonía del olvido agoniza con belleza en los nombres de los pueblos que perdieron su tren.

No todo aquí es trance de melancolía. El autor también critica la desamortización ferroviaria que ha sufrido España y su falta de cohesión en la red secundaria de trenes. El anhelado AVE no ha hecho si no agravar el daño, sobre todo en algunos trayectos que, más allá de un deber moral de mantenimiento, pudieron ser rentables para, entre otras salidas, dar vida al turismo de segunda velocidad.



sábado, 10 de mayo de 2025

 



EVIDENTEMENTE…



Volví de vacaciones y me habían dejado un nuevo uniforme en la taquilla. Es el mismo disfraz de payaso de toda la vida, solo que más nuevo y reluciente que el otro, que la verdad sea dicha, ya estaba para tirar. A mí me gustaría algo más moderno, más adaptado a los nuevos tiempos, ya no en el traje propiamente dicho sino en los complementos. En lugar de una regla y un cartabón, por ejemplo, un pequeño ordenador portátil. Pero lo cierto es que a los alumnos les gusta el uniforme tradicional, con todos los complementos tradicionales. Se parten de risa cuando voy a usar la calculadora y se me caen las pilas, y les da igual que repita la actuación una y otra vez. Todas las veces se ríen igual de bien. La verdad, no quiero pecar de vanidoso, pero lo cierto es que son muchos años entrando a las clases y tengo un buen repertorio de chistes y de gags preparados, así que normalmente no tengo problemas y mi actuación siempre es un éxito. 


Menos hoy… Sí, es muy extraño, pero tengo que decirlo: Hoy ha sucedido algo horrible: Un alumno no se ha reído ni una sola vez. Mientras los demás se morían de la risa y literalmente se tiraban al suelo gritando cuando hacía como que les explicaba qué era un sufijo y qué era un prefijo, este alumno, el maleducado, ni se reía ni hacía nada, solo me miraba fijamente. ¿Te lo puedes creer? Estaba tan desesperado que hasta he intentado hacer el número de los sintagmas nominales y las oraciones, que eso siempre es un éxito rotundo, y no, ni eso: peor aún, el impresentable este ha sacado una hoja y se ha puesto a… qué vergüenza, me da apuro hasta contarlo… se ha puesto a copiar lo que yo decía. En serio. ¡¡A tomar apuntes!! Hacía más de diez años que no tenía una experiencia tan desagradable en una clase. Como es lógico he tomado medidas. Nunca suspendo a nadie pero a este insensato he tenido que ponerle un cero. Cero patatero. Evidentemente… 


Oye, ahora que lo pienso, el viejo skech del profesor que ponía cero patateros estaba muy bien. Lo que pasa es que los alumnos de hoy en día nunca han visto esto, y les sonará increíble. Una pena…






viernes, 2 de mayo de 2025

 



¡Qué asco de trabajo!





No sé de qué se quejan, se indignó la muerte. He llamado a los del sorteo de hoy y todos se han enfadado. Antes también se enfadaban. ¡Y se quejaban! ¡Cómo se quejaban! Me decían que era cruel, que eso se avisa, que no podía venir y llevármelos así, por las buenas, sin que tuvieran tiempo para despedirse o para lo que fuera. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Siempre me pedían tiempo!

Al final, de tan pesado y llorones que se ponían decidí darles ese gusto. Y lo hice porque yo quise, que conste, que a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer. 

Ahora me molesto en llamarlos por teléfono para decirles que les quedan 24 horas y se me enfadan igual. Y eso que yo nunca he llamado por teléfono. A mí lo que me gusta es aparecer cuando menos se lo esperan y darles un susto de muerte, un susto de muerte nunca mejor dicho, vaya, que una también tiene su sentido de humor…

La cosa es que al final intento ser amable y qué consigo: Nada. Se me enfadan igual. Les doy 24 horas y no hacen otra cosa que lamentarse y lamentarse. Estoy harta, de verdad. ¡Qué asco de trabajo!







sábado, 15 de marzo de 2025

 


QUIJOTE Y SANCHO



Estaba mirando la jaula, junto a la puerta cuando llegó mi señor.

–¿Qué haces aquí fuera? –Me preguntó.

–Estoy esperando al veterinario.

–¿Al veterinario?

Le expliqué que tenía que venir el veterinario para sedar a los leones. Son animales salvajes. No se puede entrar en la jaula hasta que les disparan un dardo al culo y los duermen.

–¿Qué leones? –Preguntó mi señor.

–Estos que tengo delante, en esta jaula a la que tengo que entrar muy a pesar mío.

Mi señor se rio. Una risa fuerte y arrogante.

–Pero Sancho –Dijo al fin–, no son leones ni esto es una jaula. Son alumnos y esto es una clase. 

–No, mi señor –Me atreví a responder, con tono apocado–. Vuestra merced es experto educativo y ha leído muchos libros, pero sabe poco de la vida y yo le aseguro que mis ojos no me engañan. A lo que nos enfrentamos no es otra cosa que a leones feroces.

Mi señor me miró con desdén y sentenció:

–Vaya, Sancho, no sabía que tenía un escudero tan cobarde. Pero no temas que voy a dar un paso para demostrarte que son inocentes chiquillos y no hay peligro alguno.

Horrorizado, antes de que pudiera reaccionar, contemplé como, efectivamente, mi señor entraba en la jaula. Fue un simple saltito, pero fue la última vez que su cuerpo obedeció a su cabeza.




sábado, 1 de marzo de 2025

 



UN CRIMEN IMPUNE





No sé bien cómo pasó. Mejor dicho: sé perfectamente cómo pasó, lo que no entiendo es cómo pudo pasar. Cómo pudo tener tan mala suerte. Yo no tenía nada contra ese hombre. Era arrogante y vanidoso, y a ratos me caía mal, pero jamás había deseado su muerte. Por lo demás era psicólogo, y ya se sabe que todos los psicólogos son vanidosos y arrogantes, y encima yo era su cliente, o mejor dicho, sí, supongo que cliente no es la palabra adecuada, yo era su paciente. Y por tanto tenía que ser arrogante y vanidoso y tenía que decir y hacer cosas que me molestaran, pues en eso consistía parte de su trabajo, en sacudirme, en despertarme, en removerme por dentro, darme una paliza emocional y demostrarme que él podía cobrar lo que cobraba porque era arrogante y vanidoso y que si yo fuera tan arrogante y vanidoso como él, también podría tener un buen trabajo, un trabajo como el suyo, que me permitiera mirar a los demás de arriba a abajo, juzgando impunemente, diciendo qué está mal y qué está bien y cuál es el camino a seguir. Sí. Era un buen psicólogo, eso es cierto, y yo estaba contento, contento de haber caído en manos de un buen psicólogo, pero era caro, muy caro, y yo estaba en el paro y no me podía permitir ningún psicólogo, por muy bueno que fuera y por muy triste que fuera mi vida. Así que le había dicho que esa era mi última sesión con él y él no se lo había tomado muy bien. Pero era muy buen profesional. Un buen profesional que no decía nunca lo que pensaba, ni lo expresaba, ni se permitía que nada le delatara. Y que, además, pensaba que su trabajo era bueno, muy bueno, que se consideraba a sí mismo un buen psicólogo, arrogante y vanidoso, pero muy buen psicólogo, de manera que no le faltaban clientes, o pacientes, llamémoslo cómo se quiera, y por eso no le iba a importar demasiado que yo dejara mi terapia por la mitad, qué digo por la mitad, por el principio, porque él había programado un terapia larga, muy larga, y es que yo tenía muchas cosas que arreglar.

Faltaban unos veinte minutos. Estábamos haciendo uno de esos ejercicios para los que yo tenía que estar medio desnudo, para medirme la respiración y las respuestas corporales y todo eso, hay que decir que no era un psicólogo de esos típicos, de mesa frente a ti, no, éste se sentaba en una silla sin mesa, a unos dos metros de ti, y luego te hacía medio desnudarte y te hacía ejercicios como…, en fin, no sé cómo decirlo, una especie de yoga o relajación, o casi como el diván de un psicoanalista, pero sin diván, tumbado en una colchoneta en el suelo. Bueno, en realidad yo no pensaba ir a un psicólogo de esos, sino a uno más tradicional, a uno de los de toda la vida, pero me habían hablado muy bien de él, y sí, lo cierto es que me gustó, más por lo que dijo que por lo que hacía, pero lo cierto es que me gustó y estaba muy contento, a pesar que en seguida noté que era un vanidoso y un arrogante, pero se lo pasé por alto, porque tenía muy buen ojo clínico, porque me gustaba mucho lo que decía.

La cuestión es que se empeñó en hacer un ejercicio para liberar tensión. O ansiedad. O simple mala leche. Yo le insinué que no era buena idea, que yo tenía mucha mala leche acumulada y que tenía miedo de hacerle daño sin querer. “No te preocupes”, me respondió él, tajante. En fin, era su trabajo, sabía lo que se hacía. Lo hacía con muchos otros pacientes-clientes, supongo, y supongo que nunca le había pasado nada. Yo seguía con mis dudas, pero estaba ahí para obedecer, no para tener dudas. Empecé a dar codazos hacia atrás. Él se protegía con un cojín. Tenía que dar el codazo cuando él me diera la orden. Golpeaba el cojín despacio, sin fuerza. “No te cortés, dale con ganas”, me ordenó. Yo tenía mis dudas. Le dije que tenía miedo de golpearle sin querer. “No te cortes”, repitió, “Y chilla, insulta, di lo que quieras, no te preocupes por los vecinos, di lo que te salga, sin pensarlo, y golpea fuerte, pero cuándo yo te diga, si viene la policía te doy una sesión gratis”. Eso último era una frase que repetía mucho. “Puedes gritar si hace falta, tengo los vecinos comprados. Si montas tanto escándalo que viene la policía a ver que pasa te doy una sesión gratis”. Bueno, no sé si decía esto exactamente, pero si no era eso era muy parecido. 

Yo empecé a golpear más fuerte. Y a gritar. “Mierda, joder…”, cosas así, lo que me salía. Él me animaba a dar más fuerte, a gritar más. “Muy buen, muy bien”, decía. Y yo pensé: “Pues bueno, si esto es lo que quieres….”. Y golpeé con todas mis fuerzas. A su señal di un codazo terrible. A él le pareció estupendo. Me preparé para dar otro. Entonces sonó el timbre. Él dijo “para” pero yo ya no podía parar, mi brazo ya había iniciado el movimiento, mi codo ya estaba muy cerca de su cara. Y le di. Sin querer, sin darse cuenta, él había bajado un poco el cojín. Supongo que pensó que yo iba a detenerme. Supongo que pensó en ir a abrir la puerta. Normalmente no llamaba nadie. Ni interrumpía la sesión por un timbre de la puerta. Pero estaba esperando a los del aire acondicionado, que se había estropeado, y hacía un calor terrible, así que era urgente reparar el aire acondicionado. Bien, digo esto porque supongo que fue eso lo que pensó, que los que llamaban eran los del aire acondicionado, que estaban al caer. Lo cierto es que yo le golpeé, lo tiré hacia atrás, tropezó con la colchoneta y cayó de espaldas, y entonces se golpeó contra una mesa, la mesa del rincón que tenía un pequeño Buda y varias velas con incienso, no sé, cosas así, era un psicólogo muy moderno, ya lo digo, la verdad que me quedé un poco desconcertado cuando vi las velas y el Buda y noté el olor a incienso, pero luego habló y dijo cosas muy sensatas y yo me quedé. Lo que nunca pensé es que acabaría matándolo accidentalmente. Ni lo pensé ni me lo podía creer. Se quedó muy quieto, mirándome sin verme, con los ojos abiertos y muertos y yo tardé en darme cuenta de lo que había pasado, porque primero no quise darme la vuelta, porque pensé que él golpe le habría dolido, y cuando me di la vuelta, preocupado porque él no decía nada, y preocupado por el golpe que notaba en mi codo, que me dolía, y el ruido de la mesa que había escuchado, el otro golpe, que había sido el que le había matado, no yo, fue él al tropezar con colchoneta y darse con el canto en el cuello, supongo, no estoy seguro, pero en todo caso fue un simple y estúpido accidente, cuando escuché el ruido y vi que él no decía nada, que no se quejaba, que no me insultaba ni me maldecía, pensé: “no mires, no te des la vuelta, lárgate a toda prisa, echa a correr y no pares”. 

Lo hubiera hecho con mucho gusto, largarme a toda prisa, sin ver si él estaba bien o qué le había pasado. Pero estaba medio en pelotas. No podía vestirme sin darme la vuelta. Y me di la vuelta y lo vi muerto, mirándome sin verme, medio sentado en el suelo, con la cabeza… ¿Cómo tenía la cabeza? No sabía cómo explicar. Tenía una cabeza pequeña, pero entonces aún me pareció más pequeña, me pareció que toda la cabeza eran unos ojos, pero es que sus ojos me parecían más grandes de lo normal, y la cabeza le colgaba de una manera muy… , no sé como decirlo, de una manera muy rara. 

No quise mirarlo más. En realidad tenía mucha prisa. No sé quien había llamado al timbre. No sé si eran los del aire o era otro cliente adelantado. Aún faltaban unos veinte minutos para que terminara mi sesión. Los clientes (o pacientes, da igual cómo los llame) llegaban puntuales y entraban directamente a la sala donde hacían las sesiones. No había sala de espera. Pensé que si fuera, en el rellano, me encontraba con alguien, tendría que salir corriendo sin poder explicar nada. Yo sabía que era un accidente. Pero no quería tener que explicarle eso a nadie. Ni a nadie ni a la policía. Lo mejor era vestirme y marcharme a toda prisa. Pero eso era imposible.

Lo tiré por la ventana del deslunado porque eso fue lo único que se me ocurrió. Pensé que, dado que eran las tres y media de la tarde de un muy caluroso día de agosto,  no habría muchos vecinos en la finca. O estarían durmiendo la siesta… Por suerte era un hombre pequeño y flaco, no pesaba tanto como para no poder arrastrarlo. La mesa no tenía ni sangre. Por lo menos yo no vi. Lo llevé a la ventana arrastrándolo, miré al patio del primer piso, lo levanté y saqué la cabeza, luego el cuerpo, eso me costó más, pero soy fuerte, poco musculoso pero fuerte, lo tiré y lo vi caer. Luego volví corriendo a la habitación, me vestí, cogí su agenda y su móvil, que él había dejado en la silla donde se sentaba, y me marché. 

Antes de salir miré por la mirilla. Me pareció que no había nadie. Todo lo que hice fue absolutamente estúpido, pero en ese momento sólo pensaba en salir de allí y en no dejar ninguna huella de mi paso. Si me llevé el móvil y la agenda fue por eso, sobre todo el móvil, porque allí estaba el mensaje que me había enviado esa misma mañana para confirmarme la cita de la tarde. No pensé en leer lo que había escrito de mí, ni de los demás pacientes, ni averiguar quiénes eran, no, eso lo pensé luego.

En el patio, a punto de salir, me di de morros con Andrés. Él era el compañero de trabajo, bueno, el ex compañero de trabajo, aún no me acostumbro a esas cosas, que me había recomendado este psicólogo. A Andrés lo trataba desde que se divorció de su mujer, hacía más de dos años. Y estaba muy contento. Tan contento que después de dos años seguía recibiendo dos sesiones al mes. Por lo demás Andrés estaba perfectamente recuperado de su divorcio. De mis antiguos compañeros de trabajo era prácticamente el único que tenía contacto conmigo. Vivía en mi barrio. A veces quedábamos para tomar un café en un bar.

Me quedé tan desconcertado que no supe que decir. Por suerte a él no le sorprendió verme. Me preguntó si venía del psicólogo. Le dije que sí, porque era evidente que no podía venir de otro sitio. Pero rápidamente reaccioné y añadí: “Pero no le he visto, no sé qué pasa, he llamado todo el rato pero no me ha abierto, no debe de estar”. Andrés tenía intención de llamar, pese a todo, no acababa de entender lo que le había dicho. Si se hubiera parado a analizar mis palabras, hubiera comprendido que yo llevaba una hora llamando a esa puerta, y no sólo desde el timbre de la calle, sino desde su misma puerta del cuarto piso, y hubiera comprendido que yo tenía la absoluta certeza de que, si mis palabras eran ciertas, que no lo eran, claro está, el psicólogo no estaba en su consulta. Antes de que la cosa se pusiera peor, porque me cabrea bastante que la gente no escuché, dejé a Andrés llamando al timbre de la calle y yo salí a toda prisa. Supongo que balbuceé alguna excusa, algo tipo “Tengo mucha prisa” o algo así. Él levantó la mano en señal de despedida y yo hice lo mismo. Crucé la calle y doblé la primera esquina que encontré. Entonces pensé en librarme de la agenda y el móvil. Vi un contenedor y tiré la agenda. El móvil no. Me pareció que tenía que tirarlo a un sitio mejor. O destruirlo.  

Al momento pensé en recuperar la agenda. No sé realmente por qué lo hice. O por qué quise quedármela. Aquello era una tontería. De repente comprendí que era inútil tratar de borrar las huellas de mi visita porque Andrés ya me había visto. Pero de todas maneras quedarme esa agenda era muy temerario. Pero tenía curiosidad. Desde siempre he sido muy curioso.  Sentí un enorme deseo de leer lo que el psicólogo había escrito de mí. ¿Me llevaría alguna sorpresa? Intenté coger la agenda. Metí la mano y estiré. Pero no llegaba hasta ella. Con evidente fastidio, pensé en dejarla allí, después de todo era lo más sensato. Entonces pensé que mejor taparla. Y me giré para ver si alguien había dejado alguna caja o alguna bolsa fuera del contenedor, para tirarla por encima. Entonces vi a una rumana joven, una de esas rumanas gitanas que van husmeando por la basura. Estaba muy cerca de mí, y me miraba con descaro. Supongo que se preguntaba qué carajo estaba haciendo. “Se me ha caído la agenda, la puedes coger”. Esas gitanas llevan un palo largo de metal, una especie de gancho. Yo las he visto muchas veces, y siempre que puedo las evito, por ejemplo, si voy a tirar la basura y veo que están en mi contendedor, continúo andando hasta el contendedor siguiente, pero lo cierto es que en ese momento me pareció casi un milagro, o más que un milagro una señal del destino, tropezarme con esa gitana. Ella miró el contenedor pero no se movió. “Me hace falta esa agenda y no llego. Te doy diez euros…”. Eso era mucho. Y además era un tontería. La gitana estaba muy buena, tenía una camiseta ajustada, con muy buenas tetas, no llevaba sujetador, eso era evidente, y me pregunté si debajo de esa falda larga, esas típicas faldas que llevan las gitanas, llevaría bragas. Era joven. Y digo que era rumana porque muchas son de allí. Pero lo cierto es que no lo puedo asegurar. No dijo ni una palabra. Lo mismo era de aquí, y lo mismo ni siquiera era gitana. Pero tenía la piel morena. Aunque los ojos no eran oscuros sino azules. Y el pelo tampoco era negro sino castaño claro. Parecía bastante joven. Unos veinte años. Por ahí. Tenía la cara agradable. Guapa. Sí. Me pareció guapa. Se la veía risueña. Muchas veces me pasa eso, los veo riendo, a ellos y a ellas, caminan alegremente, dando grandes zancadas, con energía, y se gastan bromas y ríen sin parar, y me preguntó cómo cojones tienen ganas de reírse. Su vida no parece mala. Pero sé que es mala. Que es peor que la mía. Pero se ríen. En otro momento no me hubiera fijado tanto en ella. Ni la hubiera mirado como la miré, me refiero que la miré a la cara, sin desviar la vista, sin esa especie de vergüenza que me entra cada vez que, por lo que sea, tengo que mirar a un mendigo o a gente así. Ella notó que yo la miraba demasiado pero no se inmutó. No se puso nerviosa, quiero decir, que es cómo me pondría yo. Más bien al contrario, me lanzó una mirada muy penetrante, una mirada que me analizó de arriba abajo. Luego sonrió. Supongo que yo le parecí un idiota inofensivo. Me pregunté cómo sería su vida. O mejor dicho: qué haría cada día de su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba.

Debía tener novio o marido y debía tener algún niño, o lo tendría muy pronto, pero pese a todo tenía la mirada alegre, y yo era un ser terriblemente patético y miserable a su lado, y más ahora, y no sólo porque había matado accidentalmente a mi psicólogo, sino porque no sabía qué hacer con mi vida, y en ese momento estaba tratando de recuperar una agenda que me podía llevar a la cárcel, o por lo menos me podía meter en muchos problemas, y ella no sabía eso, pero algo debía notar. Y lo notó. Notó que era tan idiota que me iba a dejar robar, porque eso fue lo que pasó, que la gitana rumana, o supuesta gitana rumana, porque la verdad es que, ahora que lo pienso, lo di por sentado desde el principio sin tener pruebas contundentes de ello, estiró su palo, pescó la agenda, metió la mano en mi cartera abierta, que yo mismo había abierto para mostrarle que podía pagarle diez euros por un minúsculo favor y que realmente tenía ese dinero, que no era un farol, y antes de que yo pudiera reaccionar sus dedos ágiles sacaron no uno sino varios billetes. Hizo todo eso sin dejar de sonreír con descaro, casi diría que con picardía, y desapareció de mi vista a toda velocidad. Cuando miré en mi cartera comprobé que había perdido 30 euros. Pero tenía la agenda del psicólogo en mis manos. Aún la tengo. Sé que es una tontería pero aún la tengo. Y el teléfono también. No lo he roto. Lo he tenido en mis manos muchas veces. Está vacío. Quiero decir que saqué toda la información que tenía dentro. Pero me resisto a destruirlo. 

Por lo demás han pasado cinco meses. Tuve suerte. El patio interior donde cayó el psicólogo era un piso embargado. Como nadie vivía y como los vecinos no tienen la fe costumbre de mirar hacia abajo, para espiar los patios de los primeros, pasaron bastantes horas antes de que encontraran el cuerpo. Andrés me tuvo informado. Parece que creen que fue un suicidio. Es evidente que si la policía o cualquiera se molestara en investigar lo más mínimo, se darían cuenta de que de suicidio aquello no tenía nada. Pero por lo visto a nadie le ha parecido que hubiera nada que investigar. No sé nada de él. Si tenía familia. Nada. Andrés ha encontrado otro psicólogo. Yo pienso que, a estas alturas, con el divorcio tan superado, no necesita para nada un psicólogo. Yo tampoco he vuelto a ir a ningún psicólogo. Parece mentira, pero me encuentro ahora mejor que antes. Al principio lo pasé muy mal. Pensé que había hecho una tontería, que tenía que haber llamado al teléfono de emergencias, o la policía, no sé, todo eso, pero luego digo: “¿para qué?”. Él ya estaba muerto. El pobre había tenido muy mala suerte. Yo no había deseado hacerle daño. A otras personas sí. Lo confieso. Pero a él no. Fue un simple accidente. Y yo no quería problemas. Nunca he querido problemas. 

Sí… Lo digo en serio. ¿Y entonces…. por qué quiero usar su teléfono, su agenda? ¿Acaso no sé que eso me puede meter en un lío enorme? Sí, claro que lo sé… ¡Pero es tan tentador! Tengo el nombre de otros pacientes, sé lo que les pasa, conozco algunos de sus secretos… Y tengo sus teléfonos…. Se me ocurren muchas cosas. Todas son peligrosas, estúpidas… Y probablemente no haré nada. Pero me gusta acostarme pensando en lo que voy a hacer, en lo que puedo hacer… Eso me distrae. Me da algo que hacer con mi vida. No sé si me explico.





martes, 7 de enero de 2025

 



EL MAESTRO



El último día antes del fin del mundo el maestro decidió que no iba a dar clase.

Anunció:

"Niños, ya que mañana acaba el mundo, hoy os dejo jugar en el patio".

Los alumnos se pusieron muy contentos y salieron corriendo al patio. Jugaron y jugaron y luego jugaron más. Al final se cansaron de jugar, pero para entonces ya era hora de volver a casa.

Al llegar les contaron a sus padres, emocionados, que habían estado todo el día jugando en el patio. Los padres les preguntaron porqué y sus hijos no supieron que responder. "Qué pregunta más tonta", pensaron todos a la vez, cada uno en su casa, "lo importante es que hemos estado todo el tiempo jugando en el patio, el motivo es lo de menos". Como los padres no preguntaron más, pronto se olvidó el tema y cada cual siguió a lo suyo.


El maestro volvió a su casa y siguió con su rutina. En la tele ya habían dado la notica y un periodista preguntaba en la calle a los transeúntes qué iban a hacer para celebrar el último día de sus vidas. El maestro apagó la tele después de comer y se sentó en el sofá. Estaba medio dormido cuando el sonido de un mensaje lo alteró. Era la inspectora, que estaba muy enfadada. Le había llegado una información que le parecía muy preocupante:

"¿Es verdad que hoy no has dado tus clases?", le preguntaba.

El maestro comprendió que era mejor no mentir:

"Sí, pero es que mañana es el fin del mundo", se defendió.

Era un argumento muy débil, que no convenció a la inspectora.

"Eso no importa. Tú deber es dar las clases".

El maestro mostró su arrepentimiento, bastante molesto porque sabía que la inspectora tenía razón.

"Bueno, por esta vez no lo tendré en cuenta, pero que no se repita o te tendré que abrir un expediente", concluyó la inspectora.

El maestro le dio las gracias y se levantó. El sofá era cómodo pero lo mejor para una buena siesta era la cama.