El mar era la vida de los habitantes de aquella aldea en los años sesenta. El turismo no había llegado. Mi padre, que fue a visitar a mi madre con una Vespa (¡desde Valencia!) hizo una foto en la que se ve un grupo de bueyes arrastrando una barca de pesca hasta la orilla (una foto en blanco y negro, muy bonita, con la que ganó un concurso de fotografía). En algunas partes del mundo todavía se puede ver algo así, pero no en España. Ahora si hay pesca, es una pesca moderna, con barcos modernos y métodos modernos. La pesca tradicional no es más que un deporte o un pasatiempo. A mi madre le llamó la atención la costumbre que tenían los chicos del pueblo (y de otros pueblos de la zona) de “secuestrar” a sus novias. Por supuesto, este “secuestro” era pactado. El chico iba por la noche y se llevaba a la novia (en realidad se escapaban juntos), pasaban la noche juntos y a la mañana siguiente se presentaban en casa de los padres de ella y les decían que se tenían que casar (o algo así: los detalles exactos del ritual los desconozco). Los padres, sabiamente, aceptaban el hecho (ya consumado) y normalmente a los pocos días ya habían pasado por el altar. A mí madre esta manera tan directa de empezar una vida familiar le parecía, como decirlo, un poco “ruda”, pero en realidad estos chicos eran pesadores, hombres que tenían que salir al mar todos los días, y no estaban como para perder el tiempo en largos noviazgos (o eso pienso yo…).
Después de visitar Puntas, quedaba otro asunto pendiente… Monforte de Moyuela, en Teruel, que había sido el primer destino de mi padre como maestro. Por supuesto, si mi madre nos había hablado mucho de Puntas, mi padre hacía lo mismo con Monforte, de manera que como hijos sabíamos muchas historias de ese pueblo pero, al igual que con Puntas, jamás lo habíamos visitado. Después de varios intentos fallidos, este verano por fin pudimos hacer una excursión familiar…
Una mañana de julio cogimos dos coches (en este caso no venía mi hermano Paco pero si uno de los nietos de mi padre, además de mi mujer) y nos metimos por esas carreteras comarcales de Teruel, que van entre montañas y páramos, y que si eran malas cuando mi padre, en los años sesenta, las recorría en autobús (después de bajarse del tren en la pequeña estación de Ferreruela de Huerva), seguían siendo, tantos años después, casi casi igual de malas. A una velocidad media de 40 kilómetros hora, después de muchas curvas, llegamos por fin a Monforte. Allí nos esperaban sin saberlo (ni saberlo nosotros) antiguos alumnos de mi padre, hoy ancianos todos, pero algunos con muy buena memoria todavía. Como solo hay un bar en el pueblo, fue muy fácil: llegar y preguntar, y al momento ya estábamos hablando con personas que aún recordaban a mi padre, y eso que se fue de allí al poco de la muerte de Kennedy (mi padre lo vio en la única tele del pueblo, la del antiguo bar, junto con todos sus alumnos y con, supongo, mucha más gente). También recuerda mi padre cuando instalaron los primeros teléfonos (tenían que ser cinco como mínimo, si no eran cinco no les merecía la pena el trabajo a los de la telefónica: se reunieron todos los vecinos y al final consiguieron los cinco teléfonos).
En la actualidad la carretera continua hasta Muniesa, pero por entonces se terminaba allí. Mi padre, si quería ir a otros pueblos de la zona, tenía que ir por caminos con su bicicleta o incluso andando por simples sendas. Pero lo que más recuerda mi padre es el frío, el espantoso frío que hacía en aquel lugar. Y la nieve, las enormes nevadas que tenía que sufrir (él venía de una zona cálida de Valencia, donde la nieve era muy rara). “Sabañones”, esa palabra yo solo se la había oído a mi padre: mi padre tenía sabañones, del frío que pasaba. Los alumnos eran gente recia, hijos de pastores y campesinos, que estaban acostumbrados al frío, pero para mi padre llegar a ese pueblo perdido para trabajar por primera vez como maestro, y quedarse encerrado en la pensión donde vivía (curiosamente no en el edificio de la escuela) durante días porque había tanta nieve que no se podía salir, debió ser una experiencia muy dura, aunque él no recuerda la dureza sino que sus recuerdos son más agradables, casi diría que incluso “felices”. O por lo menos la parte mala no nos la contaba a nosotros…
Este verano, al comprobar como hablaba con sus antiguos alumnos (y como ellos le hablaban a él) pudimos comprobar que existió un fuerte vinculo entre ellos. “Entonces el maestro era otra cosa, no como ahora”, nos dijo una señora, que no había sido alumna suya (las chicas iban a otra clase, con una maestra) pero cuyo hermano sí que había sido alumno de mi padre, y que le recordaba vagamente como el maestro que “siempre estaba escribiendo cartas a su novia” (mi madre, una carta al día, todos los días…).
Mi padre estaba contento, se entusiasmaba cada vez más. A medida que paseábamos por el pueblo iba recordando cosas y de tanto en tanto se paraba a hablar con algún vecino. Sabíamos, porque lo habíamos visto en un programa de televisión, que la escuela había vuelto a abrir después de estar muchos años cerrada. Eso era una muy buena noticia: en estos pueblos casi nunca hay suficientes niños. En la actualidad el edificio de la vieja escuela está en proceso de restauración. Lo vimos desde la calle. Y me llamó la atención que no parecía un edificio escolar, sino más bien una casa como todas las del pueblo. Fue una pena no poder verla por dentro, pero que estuviera en obras era muy buena señal. Por lo demás el pueblo tampoco había cambiado mucho (según mi padre), y la experiencia me dice que no hay que fiarse de lo que ve uno en verano, cuando los pueblos están llenos de gente, sino que para conocer bien el lugar hay que volver en invierno, cuando los veraneantes (antiguos vecinos en su mayoría) se han vuelto a Barcelona o a Zaragoza. También es cierto, como nos decían, que “ahora no hacía tanto frío y que ahora se vivía mejor”. Estas afirmaciones en realidad son muy preocupantes. Que no haga tanto frío no es una buena noticia, y que se “viva mejor” es cierto, pero nos lo decían pensionistas cuyos hijos se habían tenido que ir a trabajar y a vivir fuera del pueblo. Una señora nos dijo que tenía suerte porque su hija se había podido quedar a vivir en el pueblo, pero el trabajo lo tenía a cincuenta kilómetros, y esos son muchos kilómetros para hacer cada día dos veces por esas carreteras tan malas… Aunque ahora nieve menos.
(Edificio de la antigua escuela. Un piso para los chicos, otro piso para las chicas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario