miércoles, 3 de septiembre de 2025

 










PUNTAS Y MONFORTE: VIDAS ESCOLARES



Fuimos a Puntas hace ya más de diez años. Fuimos mis hermanos y mis padres. Puntas es como mi madre llama siempre a Puntas de Calnegre, en la costa murciana. Aquel fue su primer destino como maestra. Llegó allí siendo soltera (aunque ya tenía novio: mi padre) y estuvo viviendo en el edificio de la escuela durante un año. Después consiguió una plaza en un pueblo del interior de la provincia de Valencia, se casó, siguió trabajando de maestra toda su vida, tuvo hijos (tres) y nunca más volvió a Puntas. Nunca hasta que, ya jubilada, mi hermano la llevó de vuelta. Nosotros íbamos con ella y nos preguntábamos cómo sería el reencuentro con sus recuerdos, y cómo sería, para nosotros, la primera visión de ese lugar del que habíamos oído tantas historias. 

Lo primero que hicimos al llegar, claro está, fue buscar la vieja escuela. Y no la encontramos. No estaba. Mi madre tenía una idea muy clara de dónde debía estar, a la salida del pueblo, junto a la playa, pero no había ni rastro de ella. Preguntamos y una señora nos lo aclaró: no existía. El pueblo no estaba muy cambiado. El peligro de las poblaciones de playa es que el turismo masivo las transforme completamente, pero por suerte aquella parte de la costa se conservaba relativamente bien, es decir, sin grandes rascacielos, sin enormes urbanizaciones. De hecho, las playas estaban protegidas, y salvo varios chiringuitos no había más construcciones. Es casi un milagro y son playas increíbles, aunque nosotros seguíamos buscando la vieja escuela. O lo que quedaba de ella… 

Que era… Sí, estaba ahí, la estábamos pisando… Era una pista de baloncesto. Esa pista de Baloncesto que estaba a la salida del pueblo, justo frente al mar. ¿Y porqué la escuela había acabado siendo una pista de baloncesto? La explicación que nos dieron le otorgó la razón a mi madre, que siempre había tenido miedo del mar…



Pero empecemos por el principio. Nosotros, ya lo he dicho, llegamos en coche. Por una nueva autopista que pasa muy cerca. Es un viaje sencillo y relativamente rápido desde Valencia. Mi madre tardó dos días en llegar. Primero en tren hasta Lorca, pasando por Alicante y Murcia. Luego un autobús por una carretera mala hasta Águilas. Después otra carretera mucho peor (mi madre se acuerda de las curvas y los barrancos, dice que pasó mucho miedo) que la dejó en Ramonete, cerca de allí, pero no lo suficiente como para ir andando. Y desde Ramonete hasta Puntas tuvieron que ir en un taxi. Esa fue una de las primeras dificultades que encontró, pero no fue la única. Por suerte tuvo la ayuda de la Guardia Civil que en su jeep le traía el correo y el dinero que, de otra forma, mi madre hubiera tenido que ir a recoger a Lorca o a Mazarrón. De hecho, mi madre me contó que durante varias semanas estuvo durmiendo en el Cuartel de la Benemérita. Esta relación entre los agentes del orden y la maestra no es solo una anécdota. En aquel entonces, mi padre lo repite mucho, el maestro o la maestra eran, junto con el alcalde, el médico, el cura, el farmacéutico, el veterinario y el Comandante de la Guardia Civil, los delegados del poder central, los que “mandaban” en el pueblo (entendiéndose por “mandar” tener autoridad moral, además de otros tipos de autoridad), eran las llamadas por el Régimen las “fuerzas vivas”. 

Aunque mi madre nos hablaba mucho del lugar, en realidad hablaba poco de su trabajo como maestra, o de las personas que allí conoció. Le llamaban la atención algunas costumbres locales, por supuesto, y los tomates, eso tomates que se plantaban en la misma arena de la playa y que eran muy sabrosos. Pero mi madre, de lo que más nos hablaba, era del mar. Ese mar que tan furioso se podía volver, ese mar cuyas olas arremetían con fuerza contra la orilla, a pocos metros de la escuela. Aunque el peligro no solo venía del mar, muy cerca de la escuela desembocaba una rambla. Esta rambla, como todas las ramblas, normalmente no llevaba agua, pero aquel año, me contaba mi madre, hubo hasta siete riadas, y de las siete riadas una fue particularmente terrible. Mi madre decía que el agua casi llegó a entrar en la escuela, que ella y su madre (en aquel momento mi madre, soltera aún, vivía con su madre, viuda desde hacía muchos años), colocaron las mesas y las sillas junto a la puerta, que por suerte aguantó. Aunque, proseguía mi madre, la respuesta de los lugareños fue sorprendente: les dijeron que no hicieran eso, que si el agua entraba por una puerta podría salir por la otra (el edificio de la escuela, como todas las casas del pueblo, tenía dos puertas, una enfrente de la otra). 

Puede parecer una maldición…  el agua rodeaba el pueblo pero el pueblo no podía beber ese agua. El agua de las tormentas bajara violentamente, mezclada con piedras, tierra, y matorrales, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. El agua del mar, los días de temporal, también arremetía con furia contra las playas, pero ellos no tenían agua potable. Había pozos, pero el agua que se sacaba de ellos era agua salada, de manera que el agua la tenían que traer en un camión cisterna, y luego la vendían en la tienda. Tampoco tenían luz eléctrica, aunque a mi madre la luz le preocupaba poco, salvo cuando el mar rugía por la noche y no podía dormir y a cada rato se asomaba a ver las olas. Esas noches eran malas, porque en la oscuridad los ruidos se volvían más amenazantes.

Tiempo después, cuando ella ya no estaba allí, un temporal destrozó el edificio (ignoro si vivía algún maestro o maestra) y los vecinos, muy prácticos, aplanaron los escombros y construyeron encima una pista de baloncesto. La pista que se puede ver hoy en día. 










El mar era la vida de los habitantes de aquella aldea en los años sesenta. El turismo no había llegado. Mi padre, que fue a visitar a mi madre con una Vespa (¡desde Valencia!) hizo una foto en la que se ve un grupo de bueyes arrastrando una barca de pesca hasta la orilla (una foto en blanco y negro, muy bonita, con la que ganó un concurso de fotografía). En algunas partes del mundo todavía se puede ver algo así, pero no en España. Ahora si hay pesca, es una pesca moderna, con barcos modernos y métodos modernos. La pesca tradicional no es más que un deporte o un pasatiempo.  A mi madre le llamó la atención la costumbre que tenían los chicos del pueblo (y de otros pueblos de la zona) de “secuestrar” a sus novias. Por supuesto, este “secuestro” era pactado. El chico iba por la noche y se llevaba a la novia (en realidad se escapaban juntos), pasaban la noche juntos y a la mañana siguiente se presentaban en casa de los padres de ella y les decían que se tenían que casar (o algo así: los detalles exactos del ritual los desconozco). Los padres, sabiamente, aceptaban el hecho (ya consumado) y normalmente a los pocos días ya habían pasado por el altar. A mí madre esta manera tan directa de empezar una vida familiar le parecía, como decirlo, un poco “ruda”, pero en realidad estos chicos eran pesadores, hombres que tenían que salir al mar todos los días, y no estaban como para perder el tiempo en largos noviazgos (o eso pienso yo…). 











Después de visitar Puntas, quedaba otro asunto pendiente… Monforte de Moyuela, en Teruel, que había sido el primer destino de mi padre como maestro. Por supuesto, si mi madre nos había hablado mucho de Puntas, mi padre hacía lo mismo con Monforte, de manera que como hijos sabíamos muchas historias de ese pueblo pero, al igual que con Puntas, jamás lo habíamos visitado. Después de varios intentos fallidos, este verano por fin pudimos hacer una excursión familiar…



Una mañana de julio cogimos dos coches (en este caso no venía mi hermano Paco pero si uno de los nietos de mi padre, además de mi mujer)  y nos metimos por esas carreteras comarcales de Teruel, que van entre montañas y páramos, y que si eran malas cuando mi padre, en los años sesenta, las recorría en autobús (después de bajarse del tren en la pequeña estación de Ferreruela de Huerva), seguían siendo, tantos años después, casi casi igual de malas. A una velocidad media de 40 kilómetros hora, después de muchas curvas, llegamos por fin a Monforte. Allí nos esperaban sin saberlo (ni saberlo nosotros) antiguos alumnos de mi padre, hoy ancianos todos, pero algunos con muy buena memoria todavía. Como solo hay un bar en el pueblo, fue muy fácil: llegar y preguntar, y al momento ya estábamos hablando con personas que aún recordaban a mi padre, y eso que se fue de allí al poco de la muerte de Kennedy (mi padre lo vio en la única tele del pueblo, la del antiguo bar, junto con todos sus alumnos y con, supongo, mucha más gente). También recuerda mi padre cuando instalaron los primeros teléfonos (tenían que ser cinco como mínimo, si no eran cinco no les merecía la pena el trabajo a los de la telefónica: se reunieron todos los vecinos y al final consiguieron los cinco teléfonos). 


En la actualidad la carretera continua hasta Muniesa, pero por entonces se terminaba allí. Mi padre, si quería ir a otros pueblos de la zona, tenía que ir por caminos con su bicicleta o incluso andando por simples sendas. Pero lo que más recuerda mi padre es el frío, el espantoso frío que hacía en aquel lugar. Y la nieve, las enormes nevadas que tenía que sufrir (él venía de una zona cálida de Valencia, donde la nieve era muy rara). “Sabañones”, esa palabra yo solo se la había oído a mi padre: mi padre tenía sabañones, del frío que pasaba. Los alumnos eran gente recia, hijos de pastores y campesinos, que estaban acostumbrados al frío, pero para mi padre llegar a ese pueblo perdido para trabajar por primera vez como maestro, y quedarse encerrado en la pensión donde vivía (curiosamente no en el edificio de la escuela) durante días porque había tanta nieve que no se podía salir, debió ser una experiencia muy dura, aunque él no recuerda la dureza sino que sus recuerdos son más agradables, casi diría que incluso “felices”. O por lo menos la parte mala no nos la contaba a nosotros…


Este verano, al comprobar como hablaba con sus antiguos alumnos (y como ellos le hablaban a él) pudimos comprobar que existió un fuerte vinculo entre ellos. “Entonces el maestro era otra cosa, no como ahora”, nos dijo una señora, que no había sido alumna suya (las chicas iban a otra clase, con una maestra) pero cuyo hermano sí que había sido alumno de mi padre, y que le recordaba vagamente como el maestro que “siempre estaba escribiendo cartas a su novia” (mi madre, una carta al día, todos los días…). 


Mi padre estaba contento, se entusiasmaba cada vez más. A medida que paseábamos por el pueblo iba recordando cosas y de tanto en tanto se paraba a hablar con algún vecino. Sabíamos, porque lo habíamos visto en un programa de televisión, que la escuela había vuelto a abrir después de estar muchos años cerrada. Eso era una muy buena noticia: en estos pueblos casi nunca hay suficientes niños. En la actualidad el edificio de la vieja escuela está en proceso de restauración. Lo vimos desde la calle. Y me llamó la atención que no parecía un edificio escolar, sino más bien una casa como todas las del pueblo. Fue una pena no poder verla por dentro, pero que estuviera en obras era muy buena señal. Por lo demás el pueblo tampoco había cambiado mucho (según mi padre), y la experiencia me dice que no hay que fiarse de lo que ve uno en verano, cuando los pueblos están llenos de gente, sino que para conocer bien el lugar hay que volver en invierno, cuando los veraneantes (antiguos vecinos en su mayoría) se han vuelto a Barcelona o a Zaragoza. También es cierto, como nos decían, que “ahora no hacía tanto frío y que ahora se vivía mejor”. Estas afirmaciones en realidad son muy preocupantes. Que no haga tanto frío no es una buena noticia, y que se “viva mejor” es cierto, pero nos lo decían pensionistas cuyos hijos se habían tenido que ir a trabajar y a vivir fuera del pueblo. Una señora nos dijo que tenía suerte porque su hija se había podido quedar a vivir en el pueblo, pero el trabajo lo tenía a cincuenta kilómetros, y esos son muchos kilómetros para hacer cada día dos veces por esas carreteras tan malas… Aunque ahora nieve menos.








(Por cierto, en varios pueblos de la zona, no solo en este, los carteles y señales están al revés, no sé porqué motivo... Pero, al menos aquí, por lo que pudimos comprobar, a nadie parecía preocuparle mucho...)






(Edificio de la antigua escuela. Un piso para los chicos, otro piso para las chicas)






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