miércoles, 16 de diciembre de 2020

 






EL ÚLTIMO TREN NOCTURNO (EXTRACTO)


Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que tomé un expreso nocturno. Tengo que pensarlo, tengo que coger aire y hundirme en recuerdos muy hondos. ¿Hace 20 años? Sí, por ahí andará. Puede que un poco menos. Creo que fue el tren Hotel Barcelona-Milán. O mejor dicho la vuelta de Milán a Barcelona, después de enlazar con el tren que de alta velocidad que venía de Florencia. Fue un viaje bastante cómodo, porque el tren hotel es bastante cómodo (siempre y cuando no intentes ducharte con el tren en marcha, claro…). Aquel fue, si no me equivoco, la última vez que salí de este país que durante muchos años ha sido mi cárcel. Era un nuevo tipo de viaje porque no iba con mis amigos sino con mi mujer, y no iba de albergue sino de hotel bueno. En aquel momento las cosas iban bien y mi límite podía ser Europa o podía ser el mundo. “¿Japón? Bueno, porqué no. Japón no está muy lejos”, sí, el límite lo ponía yo, no me lo imponía la vida (...)


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https://www.fronterad.com/el-ultimo-tren-nocturno/








sábado, 8 de febrero de 2020










VIDA DE PARADO. DIARIO FOTOGRÁFICO (2009-2016).


(primera parte)







(Nota previa del 2020: Muchas de las fotos que aquí aparecen no son las originales del manuscrito del 2015. Eran demasiado íntimas y personales incluso para aparecer en un blog privado. Tal vez algún día las enseñe, tal vez...)






Pieza uno.

Lo que puedo contar.





Hace diez años yo era un imbécil. Y ahora lo sigo siendo. La única diferencia es que hace diez años yo era un imbécil que cobraba más de 2000 euros al mes y ahora soy un imbécil que cobra 426 euros al mes, y aún tengo que dar las gracias a Papa Estado por darme una ayuda para que ni yo ni mis hijos nos muramos de hambre.
Esto va a ser difícil. Jorge M. Reverte le encargó a su padre que antes de morir le escribiera sus memorias sobre la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial y el buen señor lo hizo, pero cuando terminó (o decidió que ya no podía escribir más, porque su historia no acaba de terminar, por desgracia para los lectores, esos seres egoístas a los que no les importa demasiado el sufrimiento del autor mientras el resultado sea interesante), se las tiró a su hijo con un: “Toma, ahí las tienes, con esto basta, yo ya he cumplido de sobra, esto ha sido una tortura”. Es decir, que lo dejó como un mal hijo, capaz de hacer sufrir a su padre con tal de arrancarle una buena historia. Y sí, supongo que J. M. Reverte lo hizo con la mejor intención: la historia de su padre no debía perderse, no podía perderse. Pero las buenas historias, o incluso las malas historias, mientras sean honradas y honestas, sólo se pueden escribir con sufrimiento. Y encima yo, que soy masoquista, encima yo quiero poner fotos. Muchas fotos. Porque las fotos me tienen que ayudar a contar esta historia, una historia que no puedo cimentar sólo con palabras.


Vamos a empezar ya. Lo malo cuanto antes mejor.









Este soy yo. A mi mujer no le gusta esta foto. Dice que tengo cara de capullo. “Bueno, si tengo cara de capullo entonces es la foto adecuada”, le contesto yo. Estamos en junio del 2005. Lo que más me llama ahora la atención de esta foto es que llevo el anillo de bodas. Me lo quité muy pronto. Nunca acepté la idea de estar casado. Y mucho menos acepté la idea de tener hijos. ¿Por qué se casa un hombre? ¿Por qué funda una familia? ¿Por amor? Sí, por amor se hace mucho daño. Mucho daño a uno mismo. Mucho daño a los demás. A los que más queremos. Pero ya hablaremos de esto, si no hay más remedio. Lo curioso de esa foto, además de estar sentado en la silla del director de una película que se está rodando en ese momento (sí, esas cosas raras que pasan en la vida), es que en ese momento yo tenía todo lo necesario para ser feliz. Un buen trabajo, que además me encantaba, y una mujer maravillosa. Era relativamente joven, 35 años, y tenía una vida tranquila y cómoda. ¿Y era feliz? No. No era feliz. ¿Y mi vida era, en realidad, tan tranquila y tan cómoda? Pues no. No lo era.
Esto va a ser difícil, ya lo he dicho. Para empezar va a ser difícil que no parezca que estoy culpando a los demás de mis desgracias. Y va a ser difícil que no parezca que escribo esto para buscar excusas, para evitar mi responsabilidad en todo lo que me ha sucedido. O que escribo esto para dar una versión más suave de la historia. En la que yo no quedo como el imbécil integral que sé que soy. En realidad no sé bien porqué escribo esto. Sólo sé que tengo que escribirlo.
Si las cosas han ido mal el principal culpable soy yo. Si estoy aquí ahora, escribiendo esto, el principal culpable soy yo. Los demás pueden jodernos la vida, pero sólo en la medida en que nosotros nos la dejamos joder. Ya sé que no hay que hablar tanto de culpabilidad, que  todos los psicólogos se enfadan al oír esta palabra. Pero uno se siente culpable cuando las cosas no le salen bien. Eso pasa y luego ya vienen las explicaciones, las disculpas y las exculpaciones (si llegan), pero la culpabilidad es lo primero. Y en este caso, por muy imbécil que sea, sé lo que he hecho mal. Y me siento culpable. Luego viene el “Has tenido mala suerte” o el “De los errores se aprende”. Y luego viene el “hay que seguir viviendo pese a todo”, pero el sentimiento de culpabilidad no te lo quita nadie. Y nunca se va del todo.









Sí, los hijos son maravillosos. Pero con ellos se acabó la tranquilidad. Se acabó si es que alguna vez hubo tranquilidad, que ya es demasiado suponer. El hijo supone que tú pasas de ser de hijo a padre, y supone que todo el mundo debe o debería tratarte como tal. Y ahí empiezan a veces los problemas, porque tus propios padres, tu propia familia, se mete donde no debería meterse. ¿Qué pasa si tu hijo no gana suficiente peso? ¿Pero quién dice cuál es el peso suficiente, la abuela o el pediatra? ¡Qué pasa si tu hijo no se coge bien al pecho? ¿Qué pasa si tú no quieres bautizar a tu hijo, o no consideras que eso es importante, cuándo vienes de una familia extremadamente católica? Y así hay un montón de preguntas, un montón de conflictos que se suman a los conflictos y discusiones que tienes tú con tu mujer por otros motivos. Y todas las parejas discuten, todas acaban discutiendo, hasta las que jamás habían tenido ni una sola discusión. Y eso sólo es el principio. A veces piensas que te has metido en una pesadilla de la que ya no podrás salir nunca. A veces piensas que has cometido un error, que eso no te va a ti, que tú no tienes madera de padre, pero eso ya no tiene remedio. Te puedes divorciar. Pero seguirás siendo padre. Otras veces te parece bien, te parece estupendo, te sientes en armonía con tu vida. Crees que has hecho lo que querías. ¿Lo que querías o lo que debías? ¿Acabarás siendo uno de esos maridos que no pisan la casa nada más que para dormir? ¿Qué después del trabajo se van al bar y no suben a su casa más que cuando tienen la cena puesta y los niños ya casi metidos en la cama? No, tú no quieres ser eso. Ni quieres ser como tus padres. Es decir, ni quieres cometer los errores y los defectos que criticabas de ellos. Tú quieres hacerlo bien. Quieres cambiar pañales, quieres darle el biberón, quieres ayudar a tu mujer. Sí, ¿pero todos los días? Porque esto no es un juego, no es una experiencia que dura un tiempo y luego todo vuelve a ser como antes, como tu antigua vida. No. Nada de eso. Tu vida ya nunca más será como tu antigua vida. Has cruzado una línea que no tiene vuelta atrás. Y lo has hecho a ciegas. Todos lo hacen a ciegas. Y cuando te das cuenta es como si te tiraran un chorro de agua fría a la cara. Como el amor romántico, como las ilusiones que uno pone en el trabajo, o en la política, o en lo que sea. Vivimos pensando que la vida será otra cosa. Y la vida nunca es lo que pensamos que será.
Paul Auster cuenta que cuando un amigo suyo tuvo a su hijo recién nacido en sus brazos, lo único que pudo pensar es que algún día iba a morir. Sí. Nosotros sabemos que algún día vamos a morir, y no sabemos cuándo va a ser. Pero tenemos hijos. Y deseamos para ellos lo mejor. Queremos que sean felices. Que no sufran. ¿Es el amor una trampa de la naturaleza, que no tiene bastante con el sexo en el caso de los seres humanos? ¿Tememos hijos simplemente porque no tenemos más remedio, porque la biología nos obliga?  La realidad desnuda siempre es demasiado desnuda para nosotros.
Cuando nació mi primer hijo, una enfermera me lo dejó en mis brazos y se marchó. Me dijo que sería sólo un momento. Pero fueron los diez minutos más angustiosos de toda mi vida. Y pese a todo repetí. Y tuve otro hijo. Y otra enfermera me lo volvió a dejar entre mis brazos y se marchó. Y volvieron a ser los diez minutos más angustiosos de toda mi vida. Tenía mucho miedo, un miedo infinito. Y lo peor es que aún lo tengo. Un padre siempre tiene miedo, por mucho que lo tenga enterrado en el lugar más remoto que pueda enterrarlo.
¿Y sabéis cuál es uno de mis peores miedos? Que yo sea el causante de las desgracias de mis hijos. Que no sepa hacerles felices. Que no sepa cuidarles y ayudarles, ni hacerles independientes. Que no sepa protegerles pero que tampoco sepa hacer que sean felices. Que me lleguen a odiar. O que sientan pena por mí. Que cuando sean adultos, me reprochen todo lo que yo también reprochaba a mis padres. Que digan que no les entendí. Que digan que no les preparé adecuadamente para enfrentarse al mundo. Que digan que, sin querer (y eso es casi lo peor, porque es un daño totalmente involuntario) les jodí la vida.
No conozco a nadie que en algún momento no sienta que ha fracasado como padre. Muchos padres huyen para no enfrentarse a sus hijos (y hay muchas maneras de huir, la sociedad te ofrece unas cuantas). Tampoco conozco a ningún profesor que en algún momento no sienta que ha fracasado con sus alumnos. ¿Acaso es el fracaso lo natural en el ser humano? Gandhi, al final de su vida, cuando vio como los hindúes y los musulmanes se mataban salvajemente nada más conseguir la independencia de la India, ¿no pensó por un momento que todo lo que había hecho no había servido para nada, que había fracasado terriblemente? Yo creo que sí. ¿Se puede esperar algo de los hombres que no sea decepción y fracaso? No lo sé. Lo que sé es que seguimos teniendo hijos. Y seguimos enfadándonos con ellos, y gritándoles, y presionándoles. Y he escuchado a padres arrepentidos por ello, padres que han llegado a decir “maldita sea la hora en que te tuve” o “maldita sea la hora en que me casé con tu madre”. Y lo peor es que tú puedes acabar siendo uno de ellos. Más fácilmente de lo que te piensas.








Hace ya tiempo escribí un texto acompañado de unas fotos que se publicó en una revista digital con el título de “Los padres modernos”. Hablaba de los padres a los que la crisis ha empujado a la casa, mientras que la mujer tiene la suerte de trabajar. Y del cambio de roles que eso supone. El texto es éste:


Un padre siempre está pendiente de sus hijos. Se habla mucho de ser madre. Pero… ¿Y ser padre, dónde queda? Antes, mejor o peor, las cosas estaban más claras. Un padre ocupaba siempre el segundo lugar. La madre era el ser primario, el padre gravitaba a su alrededor, aparecía y desaparecía. Su opinión se reservaba para los “asuntos más serios”. ¿Y hoy? ¿Cuál es el lugar del padre hoy?
Aquí tenemos un padre. Vigila de cerca. Pero nunca demasiado cerca. ¿Se puede proteger sin agobiar? ¿Se puede enseñar sin equivocarse? ¿Qué hará cuando su hijo se pelee con otro? ¿Cuándo se caiga y se haga una herida en la rodilla? Un padre no deja de hacerse preguntas. La madre le lleva siglos de ventaja. Él viene de la oficina y el bar, de la carretera y el almacén. Ahora le toca la casa y los niños. Tendrá que ser rápido y no titubear. Un padre mira al mar mientras los niños juegan. Y piensa…
Piensa en la madre, que ahora es la que está en la oficina, viajando, hablando con clientes. Y luego llama a casa por la noche, para ver cómo van las cosas. Un padre pasa el informe. Quiere hacerlo bien. Un padre ahora es más padre que nunca. Los niños juegan.


Y las fotos que lo acompañaban eran fotos que tomé en un cumpleaños en la playa de El Saler. Fotos como estas…










Ese texto era mi primer intento, un poco cobarde, de afrontar la realidad, de aceptar la nueva situación, el nuevo “status quo”. Cuando me quedé en el paro lo primero que pensé: “Lo siguiente será el divorcio. Y eso será lo mejor”. Quería irme. No sólo irme de mi familia, sino irme de mi país. Quería empezar otra vida en otra parte, pero muy lejos. Quería no volver a mi casa en varios años. No ver a nadie conocido. Estar completamente solo. Y volver a vivir o morirme. Pero yo solo. Sin cargar con nadie. Sin culpar a nadie. Tuve una depresión terrible. Pero antes de perder el trabajo ya estaba mal. Así que pensé que eso era una señal. O cortaba por lo sano o todo se iba a ir a la mierda. Y quería hundirme solo. No merecía otra cosa.
Mi mujer me decía que “era como una fiera enjaulada” y me reprochaba que siempre estaba de mal humor. Discutíamos mucho. No me fui a Londres a limpiar hoteles ni a la Patagonia a hacer algo muy diferente a lo que había hecho hasta ahora. Me quedé en “arresto domiciliario”, me quedé “contra mi voluntad”, me quedé “obligado por las circunstancias”. En realidad podía irme o podía quedarme, pero yo no hice ninguna de las dos cosas, mi mente se iba, mi cuerpo estaba allí. Estaba y no quería estar. No quería estar pero era incapaz de irme. No se puede estar entre dos tierras, cuando la tierra de tus pies no para de separarse. Me iba a tragar el abismo. Nos iba a tragar a todos. Durante un año no hice ni una foto, no escribí nada. No tenía ganas de levantarme de la cama. No tenía ganas de hacer nada. Estar en el sofá viendo la tele, estar solo. Mis hijos, muy pequeños, no entendían porqué papa siempre estaba de mala leche, porque no les hacía caso, porqué nunca quería jugar con ellos. Vivíamos en un pueblo del norte de Alicante. Teníamos un piso, teníamos una hipoteca. Mi mujer también estaba en el paro, pero ella no cobraba un duro. Yo pensaba que había que vender el piso y volver a Valencia. Volver al refugio de la familia. Eso era horrible, pero quedarse era un suicidio.
Mi mujer quería aguantar. No quería perder el piso. No quería tener que cambiar otra vez de vida. Mi hijo empezó el colegio allí. Pero a los pocos meses pudimos cambiarlo a un colegio de Valencia. El piso se puso en venta pero no se vendió. Lo tuvimos que alquilar. Y el alquiler era una solución muy mala. Era una continua fuente de problemas y de preocupaciones y ni siquiera podíamos pagar la hipoteca. Pero el piso no se vendía. Y nosotros bajábamos el precio y nada. Y volvía a discutir con mi mujer.
Ella también lo pasaba mal. Ella aguantaba como podía. Al final nos culpábamos el uno al otro. Era inevitable. Sin querer hacer daño, nos hacíamos daño, mucho daño. Intentábamos que los niños estuvieran bien, que no les faltara nada, que fueran felices, que no tuvieran ni idea del infierno que nosotros estábamos pasando. “Que por lo menos tengan infancia, una buena infancia”, dijo mi mujer. Tenía razón.








Estábamos en el 2009. Vender un piso era tan difícil como encontrar un trabajo. Pasó un año. Todo seguía igual. Bajamos el precio del piso. Varias veces. Pusimos un anuncio en internet. Cambié de inmobiliaria. Nada. Ni una visita. No se veía que la situación pudiera mejorar, ni a corto plazo ni a largo plazo. Cada vez que teníamos que volver a alquilar el piso, teníamos que rebajar el precio. No nos daba ni para pagar media hipoteca. Y cada vez que un inquilino se iba o cada vez que nos llamaban de la inmobiliaria, tenía que coger el coche y hacerme doscientos kilómetros, con miedo, porque no sabía qué me iba a encontrar.
 Pasaron dos años. Dos años terribles. Al final llegamos a un trato con el banco. No hubo nada de humanidad en el trato. Fue un simple negocio. Luego vino el Estado. Tampoco hay humanidad en el Estado. Los impuestos son los impuestos. Las leyes son las leyes. Perdimos un piso, mucho dinero, muchas esperanzas, nos agotamos y casi nos destruimos, pero tuvimos que pagar plusvalía. ¿Plusvalía? ¿Si el banco se había quedado el piso, qué broma pesada era la plusvalía? Nos marearon con impuestos, con papeleo. Con dudas y angustias. Durante meses no pude dormir tranquilo. Mi mujer estaba tan nerviosa como yo. Al final los niños podían recibir un grito en el momento más inesperado. No queríamos pagarla con ellos. Pero ellos estaban siempre en medio. Llegué a pensar que lo mejor era tener un accidente de coche y que mi mujer cobrara el seguro de vida, ese que venía junto con la hipoteca. Por fin el piso fue asunto cerrado. Aún me cuesta dormir bien. Aún me enfado. Tengo rabia dentro. Borré todas las fotos de allí. No he vuelto nunca a ese pueblo. No quiero volver.
“Sobrevivir ha sido mi venganza”, dice Jenaro Talens. Yo he sobrevivido. De momento. Aún no tengo trabajo. Estoy fuera. Si estás fuera no sirves. No consumes. Sin dinero no le sirves al sistema. Si estás fuera da igual lo que te pase, que vivas o te mueras. Tengo otros amigos en el paro. Gente de demasiados años como para pensar que van a volver a recuperar lo que tenían. Gente que vivía bien, que ganaba buenos sueldos. Personas que ahora se sienten expulsadas del grupo, tiradas a la calle, condenadas a la vergüenza y la invisibilidad. Y no, no estoy exagerando ni un pelo. Yo sé lo que es pensar que si te caes del balcón a nadie le importa, que tu vida ya está acabada, que toda tu vida ha sido un completo fracaso. En mi caso pasaron algunas cosas. Por un lado mi mujer encontró un trabajo. Fue suerte. Luego ha sabido mantenerlo, con muchas dificultades, porque sus contratos son siempre temporales. Encontró un trabajo gracias a una persona que conocía, hablando con ella por casualidad. Nada de lo que había hecho hasta entonces había servido para nada. Nada de lo que se supone que hay que hacer. Y lo hizo todo. Como yo. Yo también lo hice todo. Todo eso que te recomiendan los que tienen la función de recomendar a los demás lo que tienen que hacer en estos casos. De esa gente podríamos hablar mucho y mal. Pero en el fondo les entiendo. Si se tomaran en serio su trabajo se deprimirían. No podrían soportarlo.
Tampoco tus amigos se preocupan por ti realmente. Nadie se preocupa por ti realmente. Te dicen tópicos como “ya verás como sale algo”, “hay que ser positivos”. Nadie te pregunta “¿Qué tal estás?”. Y si te lo preguntan lo hacen de pasada, sin esperar una respuesta sincera. “Bien, estoy bien”. Dices tú. Que has aprendido a ser educado. Hipócrita. Que no tienes la menor intención de decir cómo estás realmente. ¿Para qué? A nadie le interesa saber tus problemas. Ni siquiera a tu familia. Todos disimulan. Todos disimulamos. Todos estamos bien.










A veces el propio dolor te impide ver el dolor de los demás. En nuestro caso no. Mi mujer sufría por ella y por mí, pero también sufría por sus hermanos. Todas las familias han notado la crisis. En el caso de mi mujer ella llegó a tener a sus dos hermanos y a sus dos cuñados en paro, además de estar ella misma y su propio marido en paro. Imaginaros el panorama para su padre, un jubilado  que por suerte cobraba una buena pensión. ¿Pero que se puede esperar de un país donde una sola persona, con su pensión, tiene que ayudar a sus tres hijos, a sus tres cuñados y a sus cinco nietos?  Claro está, también entraba algo más de dinero, las ayudas, los 426 euros con los que se supone que vive una familia. Pero todos nosotros veníamos de clase media. Y de repente éramos pobres. Simplemente pobres.
Uno no se preocupa por el dinero hasta que se queda sin dinero. Y sí, hay cosas peores. Pero muchas de esas cosas peores empiezan cuando uno se queda sin dinero.








Antes he dicho que si he sobrevivido hasta hoy es porque en mi caso pasaron algunas cosas. Y he dicho que fue fundamental que mi mujer encontrara trabajo. A veces los trabajos son malos, están mal pagados y te impiden por completo llevar una vida familiar. Pero son trabajos. Y eso significa mucho más que traer dinero a casa. Significa estar dentro de la sociedad. Poder quedar con tus amigos y no sentirse inferior. Significa que no des pena a la gente, que no vayan murmurando detrás de ti “pobrecito, qué mal está”. El factor psicológico de lo que significa quedase en paro a partir de los cuarenta años me parece que está poco tratado. Es un tema muy desagradable. Es mejor no mirar y pasar de largo.
Un día mi mujer me dijo: “¿Y si nos vamos un fin de semana por ahí, con los niños? Me pareció una mala idea, económicamente hablando. Pero nos hacía falta. Nos hacía mucha falta. Ese viaje me devolvió las ganas de vivir, me reconcilió con mi familia. Después de ese viaje volví a tener ganas de escribir, de hacer fotos, de hacer algo con mi vida. Y otro día mi mujer dijo: “¿por qué no escribes un blog, aunque sea sólo para poner todo eso que me dices a mí y me parece tan interesante?”.  Me pareció una tontería. Sí, podía hablar de economía o de política o de historia o de arte con ella, y a ella le parecía interesante, ¿pero a los demás?, ¿al resto del mundo? Yo no era nadie. No era un escritor importante, no era nadie que saliera en la tele. ¿A quién le podía importar lo que yo pensara o dijera? Sin embargo hice un blog. Y lo llamé “Siberia” porque yo me siento en Siberia, enviado a un gulag por Stalin. Con vergüenza de mi mismo, de haber caído tan bajo, exiliado y separado de la sociedad. Sí, puede sonar exagerado, pero yo tenía un buen trabajo y me lo quitaron, tenía una vida y me la quitaron, y todo me parecía absurdo e injusto. Y en gran medida me lo sigue pareciendo. Por suerte tenía una familia, por suerte tenía una mujer y unos hijos. A veces estaba agobiado, muchas veces quería irme, pero otras veces pensaba que quedarme solo hubiera sido peor. ¿Puede un hombre que lo ha tenido todo acabar tirado debajo de un puente? Desde luego que sí. Se puede acabar así. Y el camino hasta allí es más corto de lo que se piensa.
El blog aún lo tengo. Pero lo importante del blog es que me animó a escribir artículos y enviarlos a revistas, y que poco a poco esos artículos se fueron publicando. De manera que, por lo visto, alguien me lee. Por lo visto a alguien le interesa lo que escribo. Puede parecer poco pero en cierto momento eso me salvó la vida.
Y luego llegaron los poemas. Después de diez años sin publicar nada tenía un libro de poesía. Y también tenía relatos sueltos, suficientes para un libro de relatos. Y volvía a tener ganas de escribir una novela. Volvía a perdonarme a mí mismo. La literatura es la peor droga. Y no tiene remedio. El único remedio es la literatura.









Y con la fotografía pasa lo mismo. El único remedio es la fotografía. Y eso no es nada del otro mundo. Otra gente lo dijo ya. El dolor y el placer del arte, el pecado y su condena, todo está junto, el talento o la ambición del talento y el látigo con que flagelarte del que hablaba Truman Capote. Pero a mí me sirvió. Empecé a llevarle la cámara a todas partes. A los cumpleaños de los niños, a las comidas familiares. La cámara me asilaba y me protegía. Me permitía ponerme una máscara. Me permitía olvidarme de mí mismo por un momento. Pero curiosamente también me acercaba a mis hijos. Me reconciliaba con mi mundo pequeño y pese a todo alegre. Porque teníamos problemas pero los niños eran felices. Y mi mujer y yo por momentos podíamos volver a besarnos como nos besábamos de novios. Eso es mucho. Y si, no vas a dar la vuelta al mundo, pero te puedes ir al pueblo, con la familia, te puedes bañar en el río, puedes volar la cometa, pues pasear por el campo. Hay que perdonarse. Una maestra que estaba por baja por depresión me dijo que se había sentido muy culpable, hasta que un día se dijo: “¿pero por qué me siento culpable, acaso he matado a algún alumno? No. Ella no había hecho nada malo. Simplemente su trabajo, las condiciones en las que le obligaban a hacer su trabajo, y el acoso perverso y despiadado que sufría por parte de otra persona situada muy por encima de ella, habían sido demasiado para ella. Y ya está. No había podido aguantar la presión. ¿tenía que sentirse culpable por ello? Yo entendía perfectamente a esa maestra. Yo había pasado por lo mismo. Pero no estaba en la cárcel. No me habían condenado por ningún delito porque no había cometido ningún delito. Simplemente estaba en el paro. ¿Tenía que sentirme culpable por ello?



Un día empecé a publicar fotos. No tenía bastante con las palabras. Se publicaron algunos pequeños reportajes en algunas modestas revistas digitales. No me pagaban. No tenían mucho público. Pero para mí era muy importante. Eso me servía para olvidar todo lo que tenía que olvidar, que era mucho. Luego una editorial digital me pidió fotos para ilustrar sus libros. Se las envié encantado. Al mismo tiempo seguía escribiendo poemas, cuentos y artículos. Publiqué un libro de poesía. Eran poemas muy duros. En ese momento esos poemas me salvaron de tirarme por la ventana en esas noches horribles en las que la rabia y la frustración me hacían saltar de la cama como si la cama estuviera llena de asquerosas arañas venenosas. Yo ya había publicado otros libros de poesía. Pero de eso hacía muchos años. Así que ese libro fue como empezar de cero. Fue como si fuera mi primer libro. No tuvo mucho éxito. Si por éxito se entiende que un libro se venda bien y llegue a mucha gente. Lo publicó una universidad y yo no cobré un duro. Pero para mí era muy importante. Escribir, fotografiar no me daba dinero. Y yo necesitaba (y sigo necesitando) dinero, pero eso me salvó del suicidio. Me salvo de la depresión. Me salvo a mí y salvo a mi familia. Escribí un artículo sobre ello. Es éste:


¡Ah!, sí, bien… ¿pero te pagan?

Estoy hasta los c. de oír esta pregunta (y perdonen el exabrupto, y que conste que no es machismo, si fuera mujer diría hasta los ov. y me quedaría tan tranquila…). Generalmente suelto alguna respuesta vaga, educada, y cambio de tema rápido. Me quedo con las ganas de decirles: ¡Pedazo de ignorante! ¿No sabes que el cuadro que más beneficios le reportó a Goya fue un cuadro por el que no cobró un duro? Pero no lo digo, ya digo. No lo digo porque no quiero ser pedante y porque no quiero ir llamando necios a amigos, conocidos y gentes diversas. Sin embargo siempre pienso en eso, en el retrato de Floridablanca pintado por un completamente desconocido Goya, gracias a la mediación de su amigo el arquitecto Ventura Rodríguez. Sin la intervención del arquitecto, Floridablanca no se hubiera dejado pintar por un pintor desconocido, ni gratis.
Y aunque Goya no cobró un real por este cuadro, fue su primera obra importante, la que le abrió las puertas de la aristocracia madrileña, la que le permitió entrar en contacto con la familia real (dando un rodeo, eso sí, pues para llegar al aposento del rey tuvo que irse antes a cazar a Arenas de San Pedro con un Borbón desterrado, pero al final llegó, y eso es lo que importa), la obra que hizo, en última instancia, que ahora nosotros (todos o casi todos nosotros) conozcamos el nombre de Goya. ¿Le salió rentable el cuadro o no? ¿Tenía que haberse plantado y haber dicho “no, yo gratis no hago nada”, eso es lo que debía haber hecho?
También, en estos casos, me viene a la memoria un párrafo de un fantástico libro de Luis Antonio de Villena, “El burdel de Lord Byron”, donde cuenta que este poeta, a pesar de ser de los más leídos en su tiempo, no quería cobrar ningún derecho de autor, pues consideraba que “un lord no debe ganar dinero con sus vicios”. Naturalmente Byron era rico, pero al final iba siempre perseguido por una legión de acreedores y tuvo que acabar vendiendo parte de su patrimonio para pagar sus deudas. Pero siempre consideró la poesía un vicio aristocrático.
Y todo esto me lleva a pensar (sí, yo pienso mucho, ¡qué se le va a hacer!) en como Toulouse-Lautrec abortó un intento de suicidio al ver que un cuadro suyo estaba inacabado (ya lo tenía todo en marcha, cuando de reojo vio el cuadro y pensó: “Ahí falta una pincelada”, y ya se sabe, una pincelada lleva a otra y a otra y luego ya no tienes ganas de matarte, al menos por esa noche), y en una conversación que hace años tuve con un poeta con más años que yo sobre otro poeta con más años que yo (pero menos que el primero), en la cual este poeta (gran poeta, por cierto) me dijo que el poeta del que hablábamos pertenecía a la generación de poetas que pensaba que SE PODÍA VIVIR DE LA POESÍA. Craso error, desde luego. Enorme y terrible error el de esta generación de poetas que me preceden con unos pocos años. Pobres ilusos… No se puede vivir de la poesía. Pero sí se puede vivir por la poesía. Uno tiene que ser lo que tiene que ser y no otra cosa, o estará siempre condenado a una plena infelicidad (algo, desde luego, muy común en todas las épocas). Pero como dice  Javier Cercas: “El auténtico yo del escritor no es el yo social sino el yo literario, el yo que escribe y que ha invertido en lo escrito lo mejor de su talento y su inteligencia”. De manera que, si a un escritor le quitas su mejor yo, ¿qué le queda?








Tiene cojones que esto lo escriba alguien que tiene 45 años y tiene que vivir gracias a la ayuda de sus padres. Pero eso es lo que hay. Sé lo que quiero hacer y sé lo que debo hacer. Puedo decir lo que dijo Bukowski: “tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre.”. La diferencia es que él tenía trabajo y yo no. Él decidió irse y a mí me despidieron. Él puede decir morirse de hambre. Yo a lo mejor me muero de hambre sin poder evitarlo. Bien, vale. Pues entonces, entonces al menos, ya puestos, mejor morir de hambre como escritor. Aunque no, el escritor romántico no es nada romántico. Sufrir y pasar hambre no es romántico. Hay mucho mito en eso y ese mito es muy destructivo. Y sí, muchos trabajos son odiosos. Y tú puedes llegar a odiar tu trabajo (aunque al principio te encantaba). Pero luego lo pierdes y la cosa empieza a ponerse seria. Y tú puedes seguir en tu mundo de fantasía. Como decía cierto poeta maldito casi desconocido: “¿qué me importa sufrir si soy poeta?”. Sí, eso es muy romántico. Y el dolor es muy creativo, lo sabemos todos. ¿Y qué pasa con tus hijos? ¿Ellos también van a escribir grandes poemas salvadores? La realidad te va aplastando. Tú puedes seguir con tus sueños de grandeza. ¿Hacemos como Valle Inclán? “Hijos míos, preparaos porque vais a pasar hambre”. Valle Inclán tenía mucho orgullo. Pero el orgullo no llena el estómago.



Si fueras a morir hoy…
El poema con el que empieza mi libro “Acto de clausura” es este:

MANERAS DE VIVIR Y MANERAS DE MORIR

Las intenciones no bastan.
Y los buenos deseos tampoco.
Empieza por ser sincero,
sincero como sólo pueden serlo
los hombres heridos de muerte,
los hombres reventados por la metralla
que llaman a su madre en mitad de las trincheras.
Si el obús cayera ahora
Qué querrías dejar, por qué querrías ser recordado.
Empieza por ser sincero.
Y después hablaremos…

Hablaremos de los trabajos que dejaste.
Hablaremos de las mujeres a las que no quisiste amar.
Y de las mujeres que despreciaste
porque te ofrecían algo más limpio y peligroso que el amor:
su cuerpo, su cuerpo como un mapa vacío
que tú podrías llenar a tu antojo,
su cuerpo arrebatado al mar,
que tú tendrías que devolver al mar algún día.
Esa era tu misión y renegaste de ella.
¿Por qué? ¿Por piedad? ¿Por orgullo?
Explícamelo. Y, lo más importante, explícatelo a ti.
Respóndete de una vez por todas…
¿Acaso no es el destino de todos llegar al mar?
¿Entonces, qué te detuvo?
“Mejor pronto y de golpe”, decías, pero eran palabras negras,
palabras para el fuego, heno y estiércol de la poesía.

Así que… empieza por reconocer la verdad,
y entonces hablaremos.
Hablaremos de los amigos que perdiste.
Hablaremos de los libros que no quisiste leer.
(Y de los que leíste, pero como quien se pone guantes
para dar la mano, temiendo que sus palabras vivas
pudieran arrancarte de tu sueño.)

Hablaremos del tiempo que malgastaste y del dolor
que quisiste acomodar en tu cuerpo
como se acomoda un huésped de lujo
en un hotel barato.
(Y cuando luego se fue sin pagar, como un fugitivo,
tú aún saliste en su defensa,
y lamentaste no haber podido despedirle
como se merecía…)
¿Qué tenía, dime, qué tenía el dolor que no tenía
el placer? ¿Por qué te era
tan querido?, ¿por qué siempre estabas dispuesto
a dejarte llevar de su mano, aunque esa mano te condujera siempre
 a una ciénaga de rencor y dudas?
“Un rencor dulce”, pensabas, dulce como el beso del verdugo.
Pero te equivocabas.
Y lo que es peor: lo sabías.

Así que empieza ya. Empieza a soltarlo todo.
Sé sincero como sólo saben serlo los hombres
que oyen silbar la bala y no intentan esconderse,
que mueren gritando el nombre de la madre,
 y ya no temen ni al ridículo ni al error.
Sé sincero. La guerra ha empezado ya.
El cañón se acerca.


Después de “Acto de Clausura” he seguido escribiendo poesía. Ya tengo otro libro. Que espero poder publicar pronto. Está muy difícil, por supuesto. Sé perfectamente lo difícil que está publicar un libro. Tan difícil como vender un piso. Tan difícil como encontrar un trabajo. Cuando escribí “Maneras de vivir y maneras de morir” sabía que si moría ahora, no iba a dejar gran cosa a la humanidad, ni siquiera a mis hijos. Y yo, aunque sea algo totalmente inútil y absurdo, estoy empeñado en dejarle a la humanidad unos cuantos buenos libros, y unas cuantas buenas fotos. Eso como mínimo. ¿Soy un arrogante y un pretencioso? Sí, desde luego. ¿Soy un imbécil, un caso perdido? Pues también. ¿Soy una mala persona? Bueno, creo que no. He tenido que conocerme bien, porque he tenido que soportarme mucho. No sé lo que va a pasar en el futuro. Si me irá mejor o me irá peor. Intento no acostarme cada noche con la sensación de haber desperdiciado totalmente mi vida. Como dijo alguien, eso ya es mucho…










La última parte de este libro es una pequeña colección de fotos agrupada bajo el título “Día de permiso”. “Día de permiso” son fotos de viajes por España. De joven viajé bastante. Tenía un amigo en Bruselas y casi todos los años iba a verle. Fui en tren a Hungría y me pasé 20 días allí. Estuve en Estambul, estuve en París, estuve en muchos lugares interesantes. Los veranos me los pasaba reconstruyendo pueblos abandonados en los Pirineos. Era una vida con problemas, yo era muy tímido, no ligaba una mierda, pero también era una vida estupenda a veces, cuando habías acabado los exámenes de la universidad y sabías que tenías dos meses de viaje por delante.
Recuerdo una conversación con un profesor argelino, en autobús, camino de Bruselas. Él me hablaba del integrismo de Argelia. Pero por entonces ninguno de los dos pensaba en un integrismo en Europa. Mi amigo vive en Molenbeek. La última vez que estuve allí, hace unos diez años, puede que alguno más, el integrismo no era ningún problema. Después de los atentados le envié un email. Estaban todos bien. Cuando los atentados de Madrid él hizo lo mismo. Estábamos todos bien. Las cosas siempre pueden ir a peor.
Me casé y prácticamente dejé de viajar. Son cosas que uno no piensa, porque uno piensa que su vida es inamovible, que siempre va ser igual o muy parecida, que sus hábitos fundamentales no van a cambiar nunca. Y nada de eso. Los gustos no cambian, pero la vida sí. “Todavía sigo mirando los mapas/pero sé que no los usaré nunca”, decía en uno de mis poemas. Esa era otra de mis derrotas. La derrota del viajero anclado a tierra.
Cuando trabajaba tenía dinero pero no tenía tiempo. O tenía tiempo pero los niños eran muy pequeños para viajes largos, había que pagar la hipoteca y viajar era visto como un lujo innecesario, y mi mujer tenía otros planes. Después llegó el paro y “viajar” se convirtió en una palabra prohibida. De viajar nada. Ni pensarlo.
Ya he contado que hace unos cuatro años mi mujer se tiró a la piscina sin flotador y pensó en hacer un viaje, un viaje de un fin de semana, un viaje caro porque además del alojamiento y la comida queríamos llevar a los niños a Dinópolis, en Teruel. En otros tiempos ese viaje a mí me había parecido muy poca cosa, algo “barato” y “nada especial”. En otros tiempos para mí viajar era salir de España o pasarse una semana de Paradores, o como mínimo, hoteles de cuatro estrellas. Pero en ese momento, cuando mi mujer me dijo, nos vamos a Dinópolis y luego hacemos noche en un Camping de Albarracín (en una cabañita que a los niños les iba a gustar mucho), yo di un salto de alegría. Para mí aquello era un regalo maravilloso. Y me vino muy bien. Fue respirar aire fresco. Sacar la cabeza del hoyo donde estaba metido. A veces gastar un poco de dinero extra te evita muchos psicólogos y muchos gritos.
Desde entonces tomé la costumbre de escapar de casa. No siempre. Nada de eso. Sólo algunos sábados, cuando mi mujer vuelve de trabajar (su horario de sábado es de 6 de la mañana a 10 de la mañana). Así que a las 10.30 yo estoy impaciente, esperando que llegue y me deje el coche. Salgo corriendo y me pongo a hacer kilómetros. Vuelvo el mismo sábado. Quedarse por la noche es pagar un hotel y dejar más tiempo a mi mujer con los niños. Ella está cansada y tiene que limpiar la casa. Yo entresemana hago lo que puedo. Pero el domingo solemos hacer una limpieza a fondo. He llegado a ir a Soria y volver en un mismo día. O ir a Toledo y volver en un mismo día. Es decir, me pego una auténtica paliza, pero voy parando para hacer fotos, y creo que me merece la pena. Son “días de permiso” porque así es como me siento, como un preso en su día de permiso.

Me he sentido culpable. Dinero en gasolina, en comida. Y tiempo que no estoy haciendo otras cosas supuestamente más útiles o necesarias, ni estoy ocupándome de mi familia. Otros se van al fútbol y gritan e insultan y ese es su desahogo. Yo hago fotos. Viajo. A veces en el coche se me ocurre alguna idea para escribir. No soy ni mejor ni peor que los demás. Sólo trato de aceptar la situación y adaptarme a ella. Nunca me iré a dar la vuelta al mundo en tren. Pero puedo, con tiempo, a base de fines de semana y muy extraordinariamente en vacaciones (esto es, cuando mi mujer tiene vacaciones y los niños no tienen colegio, porque yo nunca tengo vacaciones y siempre estoy de vacaciones) sí puedo viajar por España. Y eso no es poco…



¿Habéis ido a la playa en la noche de San Juan? Yo fui varias veces de estudiante, y he estado trabajando en la playa de la Malvarrosa de basurero. Dos años. Dos días. Te contratan para un día pero en realidad sólo trabajas por la noche. Empiezas a las tres de la mañana y acabas a las diez o las once, según lo sucio que esté todo. Además de eso he trabajado de basurero (o de limpieza, si se prefiere), en la Feria de Muestras de Valencia. También días sueltos. La noche antes de la feria, cuando se terminan de montar todos los stands, llegamos nosotros, el personal de limpieza, y dejamos los pabellones limpios y relucientes, para que al día siguiente vengan los políticos y los vendedores y la feria pueda empezar. Te contratan para un día, ya lo he dicho, o para dos o tres. No me voy a molestar en mirar mi “vida laboral” pero calculo que en dos años debí trabajar como máximo quince días. Ahora ya no trabajo. No estoy en la lista. Me metí allí por una persona que conocía (sí, mi mujer también encontró su trabajo por un conocido, esa parece ser la única manera, con lo cual todo lo demás sobra o no sirve para nada, al menos desde nuestra experiencia), y esa persona ahora no trabaja en ese puesto, con lo cual yo ya no estoy en la lista. Bueno, era un trabajo duro, muy duro, y sucio, muy sucio. El polvo y el serrín te caía literalmente por la cabeza. Pero en la Feria de Muestras lo peor no era eso, lo peor era que te cayera al pie una madera bien pesada, de esas que sobraban al montar los stands, y te jodiera dos dedos. A mí no me pasó por un pelo. Por eso lo cuento.
Trabajar en la playa también era muy pesado. Al principio bien, con aire freso, luego mucho calor. La gente borracha por ahí y tú intentando hacer tu trabajo. Desenterrando piedras y trozos de madera, botellas y basura y llenando los contenedores. Y más contenedores y más contendores y cuando lo tienes limpio salen los de las discotecas a las ocho de la mañana y te lo vuelven a ensuciar todo. ¿Y el sueldo? Cincuenta euros. Ese es todo el dinero que vas a cobrar hasta el próximo año, si hay suerte y te vuelven a llamar para la noche de San Juan, que nunca se sabe… Pero lo peor no era la paliza que te pagabas por cincuenta euros. Lo peor era que si te despistabas y no presentabas los papeles a tiempo perdías la ayuda. Porque en el momento que trabajabas, aunque sólo fuera un día, la ayuda quedaba paralizada y luego tenías que renovarla. Y eso suponía perder dos mañanas. Una mañana para que en la empresa te dieran los papeles y otra mañana para llevar al paro esos papeles. De todas maneras era un trabajo, era un trabajo legal, y todos estábamos contentos de ir a trabajar. Y todos, me refiero a “los nuevos”, no a los empleados fijos que eran otra categoría (y para eso estaba el uniforme), todos contábamos historias parecidas. Pronto se establecía una cierta camaradería, y lo mismo pasaba en la Feria de Muestras. El primer día eras más tímido y estabas más asustado. Luego ya te tomabas tu trabajo y tu relación con el grupo de otra manera.


Esa ha sido mi única experiencia con el trabajo físico, con el trabajo manual, con el trabajo “no cualificado”. Y debo decir que no ha sido una mala experiencia. Era algo que tenía que haber hecho a los 18 años. Me hubiera espabilado mucho. Hubiera entendido mejor a mis padres. Pero mis padres me decían “Tú estudia y luego ten un buen trabajo”. No me decían: “Hay trabajo muy malos, y tú eres un privilegiado por estar en la universidad y no tener casi obligaciones, pero la vida es muy dura y nunca se sabe lo que puede pasar”. Puede sonar una crítica y tal vez lo sea pero los padres no te enseñan cómo de malo es realmente el mundo. Te lo ponen todo muy bonito. Tendrás un buen trabajo, te casarás con una buena mujer, tendrás una buena vida… Bueno. Los padres quieren lo mejor para ti. Intentan que tu vida sea cómoda. Intentan ayudarte en lo que pueden. ¿Te miman? Sí, muchas veces. ¿Te sobreprotegen? Sí, desde luego. Son padres. O te pasas por defecto o te pasas por exceso. Es muy difícil encontrar el equilibrio justo. Yo soy padre ahora. Y no sé si mis hijos estudiarán en la universidad o se pondrán a trabajar de cualquier cosa cuando tengan la edad y encuentren un trabajo. No lo sé. Y casi no quiero saberlo. Ya hay muchas preocupaciones en el presente como para ir preocupándose por el futuro.  En cualquier caso, yo no trabajé hasta después de terminar la universidad. Me fui varios veranos de monitor, y sí, eso era un trabajo, y estaba pagado como tal, pero para mí eran más unas vacaciones que un trabajo. Me lo pasaba tan bien que no me parecía un trabajo. Y además eso era un asunto de quince días, no un trabajo de meses o de años.







Después de la universidad estuve unos años sin saber bien hacía dónde tirar. Luego la vida decidió por mí y me salió un trabajo. Y digo trabajo y no beca ni prácticas laborales ni nada parecido. Fue un trabajo de “cuello blanco”. Y desde entonces hasta que me quedé en el paro todos los trabajos habían sido de “cuello blanco”. Trabajaba en el mundo de la cultura y de la educación. En bibliotecas publicas, en colegios, en institutos de enseñanza pública. Bibliotecario y profesor. Dos trabajos aparentemente tranquilos. Sobre todo el primero. Me gustaban. Me gustaban los libros, me gustaba mucho dar clase. Y no sé si lo volveré hacer algún día.
En las bibliotecas que trabajé, aunque eran públicas, tenía que ser autónomo. Es decir, yo me pagaba la Seguridad Social. Los funcionarios que estaban a mi lado hacían lo mismo exactamente que yo. Pero yo tenía menos sueldo, y encima tenía que pagarme la Seguridad Social y lo demás. Pero es que además yo no cobraba al final de mes, sino al final del contrato, mientras que la cuota de autónomo sí que era mensual y por tanto tenía que pagarla antes de cobrar. Y eso era antes de la crisis, de cuando la administración tenía dinero de sobra. De todas maneras lo peor fue mi segundo colegio. Y esto es algo que preferiría no contarlo. Pero tengo que contarlo.
Del primer colegio no tengo ninguna queja. Los profesores hacían lo que podían. Yo era nuevo, muy torpe, muy cobarde y asustadizo. Hacía lo que podía pero me costaba mucho. Los adolescentes son muy despiadados y más si el profesor es nuevo y no tiene las cosas claras. No me lo pusieron nada fácil, desde luego. Pero, como digo siempre, a los alumnos se les puede perdonar que hagan el imbécil, porque después de todo tienen 15 años. A los que no se les puede perdonar la imbecilidad es a sus padres. Ni tampoco se puede entender que otros profesores te apuñalen por la espalda sin ningún motivo o que la directora te meta en la lista negra porque no le ríes los chistes malos. Pero eso es lo que tiene el mundo del trabajo.


¿Qué una escuela es mejor que una mina o que una fábrica de embutidos? Pues yo no veo ninguna diferencia. Si es una escuela privada, aunque sea concertada, es un negocio, una empresa, y el dueño de la empresa lo que pretende es ganar dinero. En la escuela queda mal que se diga. Pero en algunos casos lo único que importa, repito: lo único que importa, es ganar dinero. Y cuanto más, mejor.
Yo estuve cinco años y medio trabajando en mi segundo colegio hasta que me despidieron. En esos cinco años vi salir de allí a otros cinco profesores. Dos fueron despedidos. Despido improcedente, como yo. Lo que significa que no faltaron a ninguna de sus obligaciones, que simplemente la directora decidió “prescindir de sus servicios”. Les pagó lo que les tenía que pagar (en algunos casos después de mucho jaleo) y los puso de patitas a la calle. Como yo le caía bien, según parece, me pagó lo que me tenía que pagar, sin discutir, y me puso alegremente de patitas en la calle. Otros dos profesores se fueron por su cuenta. Estaban en la lista negra. La directora les hacía un “mobbing” brutal. Ríete de los juicios de Stalin. Eso era una chiquillada en comparación con los métodos de nuestra querida directora. Sin ir más lejos, el año que me despidió, me dijo que “Estaba muy contenta con mi trabajo”. Pues bien, unos pocos meses después estaba en la puta calle. Una de estas profesoras cayó en la lista negra por un pecado imperdonable. Acababa de tener un hijo y no contenta con sus cuatro meses de baja la muy impresentable se atrevió a cogerse un mes de excedencia. A la directora eso le sentó como un tiro y en cuanto volvió al colegio fue quitada de su departamento y castigada con la peor tarea que se le ocurrió: la puso delante del ordenador todo el día haciendo un listado estúpido que no servía para nada. Le privó te todo contacto con sus alumnos, le quitó sus clases, le quitó un complemento económico que cobraba como jefa de su departamento y dejó claro delante de todo el mundo que era una apestada y que pobre que quien se pusiera de su lado. Los demás profesores bajaron la cabeza y no dijeron ni una palabra. Yo también. Todos allí sabíamos que cuanto más calladitos estuviéramos y menos llamáramos la atención, mejor nos iría. Esta profesora tuvo suerte. Encontró trabajo en otro colegio y pudo escapar dignamente.
La otra profesora que se fue, se fue sin nada, sin paro, con el culo al aire. Simplemente decidió que no aguantaba más. Y le dijo “Ahí te quedas” y se largó. Con dos cojones. Sí, pero sin cobrar un duro. Y sin paro, repito. Esa profesora era una buena profesora. En realidad todos los profesores que yo vi salir del colegio eran buenos profesores. Podían tener días mejores o días peores, podían tener fallos, pero se preocupaban por hacer bien su trabajo. Les gustaba su trabajo. Querían enseñar. Los quemaron y los machacaron. Les hicieron odiar su trabajo. Pero ellos, hasta el último día, quisieron dar sus clases, quisieron ayudar a sus alumnos, quisieron hacerlo todo bien. A veces los mediocres se salvan y los buenos, los que tienen talento, los que tienen vocación, son despedidos y humillados.
La ultima profesora que vi salir de ese colegio cogió una baja por depresión. Y la depresión no se la provocaron los alumnos, sino el acoso de la directora. Esta profesora también tuvo suerte. Tiempo después aprobó unas oposiciones. Me alegro por ella. Yo también podía haber aprobado unas oposiciones. La primera vez que me presenté, cuando llevaba un año en paro, saqué un 4,66. Fue una putada. Con un 5 posiblemente hubiera podido meterme de interino. Y ahora no estaría escribiendo esto.







Pero vamos a lo que vamos, por muy triste y odioso que sea recordar lo que tengo que recordar. A nadie le gusta que le despidan. Y menos con dos hijos muy pequeños, una hipoteca, una mujer en paro, y en medio de la peor crisis económica que ha pasado el país.
Puede parecer que lo que voy a contar ahora se basa en eso, en mi odio hacia mi antigua directora. Pero no, simplemente voy a contar algunas cosas que pasaron, para que alguien que lea esto (si alguien lee esto) y no sabe de qué va el tema, pueda entender como funcionaban las cosas en ese colegio.
Los dos primero años yo estuve de maravilla en ese colegio. Mi mujer me decía: “Te vas al trabajo feliz”. Y era cierto. Yo iba feliz al trabajo. No contento, sino feliz. En ningún momento de mi vida había sido tan feliz. Y era feliz porque estaba con mi mujer y no tenía problemas serios (los había tenido, pero estaban superados o parecían superados). Y sobre todo era feliz porque me encantaba mi trabajo. Me parecía el mejor trabajo del mundo. Las clases podían ser mejores o peores, algunos alumnos hacían en imbécil y otros eran muy buenos, pero yo iba feliz al colegio y volvía feliz a mi casa. Casi me fastidiaban los días de fiesta y las vacaciones. Porque no podía dar clase. Porque entonces echaba de menos las clases, echaba de menos a mis alumnos. En el patio, jugaba a baloncesto con ellos, y en general tenía una muy buena relación. El trabajo me había obligado a mudarme. De Valencia ciudad a un pueblo del norte de Alicante. Mi mujer, por entonces, trabajaba en Villareal, Castellón. Así que sólo nos veíamos el fin de semana. Eso era un fastidio, pero yo era tan feliz dando clases que por nada del mundo me planteaba cambiar de trabajo. De hecho, al final fue ella la que se vino a vivir conmigo. Yo pensé que me jubilaría en ese colegio. Que toda la vida que me quedaba por vivir la viviríamos allí. Por eso nos compramos una casa.
Un año la directora me nombro “subsecretario”. Podía hacerlo porque tenía unas horas libres a la semana. A partir de entonces tuve que trabajar junto a ella. Tuvimos que encargarnos de las matriculas, de los certificados, de todo el papeleo. Tuve que pasar muchas horas sentado en el ordenador a su lado. Será casualidad o no, pero ahí empezaron mis problemas.
Como subsecretario tuve que hacer cosas ilegales o casi ilegales. Por ejemplo: Suplantación de la personalidad. Esto es, hacerme pasar por alguien que no era. Según la directora no pasaba nada, se podía hacer perfectamente. “Cuando llamen de Consellería di que eres fulanito de tal”. A mí aquello no me parecía normal, por supuesto, pero para la directora no era nada del otro mundo. Pero también tuve que hacer muchas cosas que, si bien no eran ilegales, desde luego no eran muy éticas.
Por ejemplo las matriculas. Todos los años matriculaba a alumnos inexistentes. Rellenábamos los huecos de las listas con matriculas falsas. ¿Por qué? Ella misma me lo aclaró: “Si no lo hacemos los del ayuntamiento nos mandarán emigrantes”. Y sí, la directora no quería emigrantes en su colegio. Cuando enviábamos las listas al ayuntamiento y al inspector y pasaba el peligro, borraba a los alumnos falsos y dejaba sitio a los que la directora quería meter, o dejaba la plaza por ocupar, en espera que se presentara a medio curso algún candidato adecuado. Los alumnos debían ser de nivel económico medio o alto. Los alemanes y los suecos podían entrar, los colombianos y los marroquíes no. Los emigrantes del ayuntamiento no solían pagar las extraescolares, no solían apuntarse a la escuela de fútbol, ni solían quedarse al comedor. Y el comedor y las extraescolares (muchas se hacían a mediodía), eran una de las mayores fuentes de ingresos del colegio (que era concertado, hay que recordar). Por eso la directora estaba totalmente en contra de la jornada continúa. Si Consellería aprobaba la jornada continua le quitaban las extraescolares de mediodía y el comedor. Y eso era perder dinero.




Un día de junio yo pensé que ya habíamos terminado el trabajo y me fui a mi hora. Y juro por Dios que pensé que no hacía falta quedarse para nada. Tenía prisa. Quería llegar al banco antes de que cerraran. Se hizo la hora y me fui. Al día siguiente la directora me echó una bronca impresionante. “Te busqué y ya te habías ido”. Pues sí, se hizo la hora, nadie me dijo nada y me fui. No sabía que tenía que quedarme. Pensé que ya estaba todo hecho. Se lo dije. Yo no soy adivino. Daba igual. Había sido condenado y no había apelación posible. Mi delito: irme a mi hora. La semana anterior me había quedado todas las tardes, sin quejarme, sin cobrar de más (el cargo de subsecretario no llevaba asociada ninguna mejora económica). Eso no había servido para nada. Por error, por omisión, por ignorancia… Era muy fácil meter la pata y caer en la lista negra en ese colegio.
No voy a contar más cosas de ese colegio. Podría contar bastantes cosas más. Y mucho peores de las que he contado. Cosas que costarían de creer. Cosas que dan vergüenza ajena. Cosas que había que haber denunciado. Pero no quiero. Me duele hablar de ello. Es la primera vez que me pongo a recordarlo todo. Estuve allí cinco años y medio. No falté ni un día al trabajo. Fui a trabajar afónico porque no quería cogerme al baja. Le hice favores extraescolares a la directora, a otros profesores. Fui a trabajar los fines de semana que había jornada de convivencia o lo que fuera. No hablé jamás mal de ningún compañero. Y no perdí nunca, pese a todo, las ganas de dar clase. Cuando salí de allí lo que quería era olvidar. Irme lo más lejos posible. Olvidar los nombres y las caras de aquellas personas. Parece que quiera vengarme, o que quiera justicia. Pero no. Lo que me gustaría es olvidar. No tener que pensar cada día que cometí el error de entrar en ese colegio y que cometí el error de quedarme en ese colegio, cuando ya sabía que estaba en la lista negra y cuando ya había visto lo que les pasaba a los que estaban en la lista negra. Fui cobarde. Fui cómodo. Fui tonto.
En las encuestas anónimas los alumnos me valoraban muy bien. Eran encuestas serias. Las hacía el departamento de psicopedagogía y no le gustaban nada a la directora, porque no le servían para lo que ella quería, que era para ver qué profesores eran los menos valorados. Pero resultaba que los menos valorados eran los intocables, la camarilla que le reía las gracias. Y por el contrario resultaba que los más valorados eran los que la lista negra, vaya tú, ¡qué mala suerte! Con lo cual estas encuestas dejaron de hacerse el último año que yo estuve allí. Fue un año malo. Casi no me dejaron dar clase. Y no, no me refiero a los alumnos… Pese a todo la madre de una alumna me dijo que a su hija le gustaban mucho mis clases y que hasta que llegó a mí nunca le había gustado la historia y ahora le gustaba mucho. Me alegré, pero mi respuesta (le tenía bastante confianza a esa madre) fue: “¡Pues eso que no me han dejado hacer ni la mitad de lo que quería hacer!”. Era la pura verdad. Si la directora y sus perros de presa no hubieran estado todo el año tocándome las narices de mala manera (“Han ido a por ti descaradamente”, me dijo otro profesor, uno de los pocos con los que podía hablar sinceramente), esa alumna hubiera aprendido mucho más y se hubiera divertido mucho más en mis clases. Pero sí, yo estoy fuera, en el paro, y desde el 2009 no he vuelto a pisar una clase. Y todo lo más que he podido hacer es trabajar de basurero durante unos días al año. Y ahora ya ni eso.
Cuando estaba allí vi como se traficaba con las matriculas. Vi como entraban niños que no cumplían los requisitos y como otros sí los cumplían y se quedaban fuera. Vi como se traficaba con los libros de texto, vi como unos profesores traicionaban a otros simplemente para recibir una sonrisa de aprobación de su dueña, como perros obedientes. Vi cosas que se supone que uno no va a ver en un colegio. Y callé como una puta. Todos callamos como putas. No sé a cuantos habrán echado después de a mí. Sé que no seré el último. Y todo lo que yo diga no va a cambiar nada. Pero no es grave. Mi mujer ha trabajado en varias fábricas y empresas y puede contar historias muy tristes y lamentables. Jefes que no tienen dinero para pagar a sus trabajadores pero sí tienen dinero para poner cámaras para espiarles, porque están obsesionados con que todos sus trabajadores son unos vagos. Jefes que desconfían de un trabajador feliz. Que si ven a uno feliz, piensan: “Seguro que está robando material”. Me hace mucha gracia cuando en la tele hablan de conciliación laboral y familiar y cosas así. Yo no sé cuantos días me correspondían cuando nacieron mis hijos. En mi colegio sólo nos dejaban coger dos. La ley era una cosa que existía de puertas para fuera. De puertas para dentro la ley era un chiste, una broma de mal gusto. Y uno podía ser buen o mal profesor, pero lo importante era reírle las gracias a la directora. Yo no supe. Soy culpable.
Y además no era para tanto. Eso es lo peor. Que ahora pienso que reírle las gracias tampoco costaba tanto. Otros tuvieron que acostarse con alguna reina rancia y boba para llegar a ser ministros. Hijos míos, aprended. Así funciona el mundo.








Los problemas del colegio no se quedaban en el colegio. Los problemas del colegio me los llevaba yo a casa. Si antes iba a trabajar feliz y volvía de trabajar feliz. Ahora iba a trabajar preocupado y volvía de trabajar enfadado. “Si fueran los alumnos, si fueran las clases…”. Pero la situación era más complicada. Yo no quería quedarme en el paro. Ni siquiera quería irme de ese colegio. Había buenos alumnos. Se podía enseñar bien. A mí me gusta enseñar historia. ¡Qué le voy a hacer! Ya sé que eso es grave y tendría que ir al médico! A ver si me quita el vicio de querer hacer bien mi trabajo. Tener un trabajo que te gustaba mucho se puede convertir en la peor pesadilla. Lo sabemos. Hay ejemplos por todos lados.
Un año una madre enfadada con la directora escribió una queja en un periódico comarcal. La madre había intentado matricular a su hijo y no había podido. En el artículo, publicado en la sección “cartas al director” (si no recuerdo mal), la madre debía quejarse del enchufismo de la escuela y cosas así. Digo “debía quejarse” porque yo no leí el artículo. Intenté hacerme el loco. Hacerme el sordo. Hacerme el manco y el ciego. Y el cojo y todo lo que hiciera falta. Allí lo mejor era no saber, no escuchar, no ver. Pese a todo los alumnos se enteraron y se armó un buen lio. La directora cogió a una clase y los tuvo durante todo un recreo soltándoles un rollo, explicándoles lo mucho que hacía por ellos y lo mala, retorcida y vengativa que era la gente. No sé si se quejó al periódico, pero no me extrañaría nada. Los alumnos, escarmentados, dejaron de hablar del tema.
Yo intenté hacerme el loco, ya lo he dicho. No quise leer el artículo porque sabía perfectamente como funcionaba el sistema de las matriculaciones. ¡Cómo no iba a saberlo! Si era yo quien miraba las solicitudes y repasaba todo el papeleo. Si la familia del alumno interesaba, el alumno entraba. Si la familia del alumno no interesaba, el alumno no entraba. En aquel tiempo la puntuación la ponía el colegio. Y la puntación se basaba en una serie de requisitos. Pero esos requisitos podían ser interpretados según convenía. O podían ser directamente ignorados. “Ponle 4 puntos a éste, que tiene a su hermana dentro”. “¿Pero si su hermana no está dentro?”. Bueno, ese es un detalle sin importancia. Ella decía y yo ponía. Mal hecho por mi parte, desde luego. ¿Podía haber protestado? ¿Podía negarme a seguir sus instrucciones? Allí me pagaba Consellería pero me despedía la directora. Curioso sistema éste. Yo he tenido todos esos expedientes en la mano, esos y otros muchos peores. Todos los papeles estaba allí, en el archivo de secretaría, y yo o cualquier otro profesor podría cogerlos. No lo hice. No hice fotocopias, no me llevé nada. No quería líos. Quería hacer mi trabajo. Dar clases. Que me dejaran hacer mi trabajo. ¿Pero mi trabajo era dar clases o era reírle los chistes tus jefes? ¿Mi trabajo era hacer las cosas bien, o tratar de hacerlas, o simplemente obedecer mecánicamente?
Años después he lamentado no haberme puesto en contacto con esa madre que escribió al periódico. Que hizo algo. Muy poco. Pero hizo algo. Más de lo que yo hice.






La literatura es una droga muy dura. No voy a ser yo quien diga nada nuevo sobre el tema. Cuando veo que me estoy enganchando mucho, recurro a la fotografía. Pero la fotografía también es una droga muy dura. Y cuando veo que me estoy enganchando mucho la dejo de lado y vuelvo a la literatura. Puede parecer un círculo vicioso, y lo es, pero yo lo veo como una especie de ley del péndulo, o como el arte de buscar un equilibro entre dos actividades maravillosas y destructivas. Y también inútiles. ¿Pero acaso la vida es útil para algo? ¿Para ganarse el cielo? Yo no soy cristiano. Lo soy, pero sólo en los papeles de mi bautismo. Tampoco me meto en si Dios existe o no existe. Por desgracia es algo que averiguaré cuando me muera.
Lo malo es que a veces, estoy tan metido en la fotografía, o en la literatura, que me olvido de la realidad. Hasta que veo el telediario y me cuentan que otra vez otro pobre hombre se ha tirado por el balcón cuando lo iban a desahuciar. Y pienso: “Ese podría ser yo”. Nadie se mete a fondo en un problema hasta que lo vive. Mi mujer y yo tenemos conocidos y amigos que se han quedado en el paro bastante después de nosotros. Y siempre es lo mismo. Entonces, cuando uno se ve en el paro, cuando es él y no su amigo o su vecino el que está sentado en una oficina del INEM, entonces es cuando uno empieza a pensar que la crisis iba en serio. Sí, lo de Gil de Biedma. Soy un copión, lo siento. Pero es que la crisis sólo la entienden bien, y la entienden a su pesar, los que la viven.
Pero olvidemos la crisis por un momento y volvamos al tema de la escritura. En el 2013 escribí un artículo en dos partes en los que recopilaba citas de escritores. Lo llamé: “El escritor es un cazador solitario (los escritores hablan de su trabajo)”. Luego escribí otro artículo, también en el 2013, llamado: “Por qué escribir y a qué precio”. Si escribí esos artículos es porque yo mismo empezaba a verme realmente como un escritor. No como un jugador aficionado de la literatura, como un farsante o un actor disfrazado de escritor, sino como un escritor real, un escritor de la cabeza a los pies, un escritor sin máscaras y sin pieles postizas. Para bien o para mal escribir se convirtió en un asunto vital, un asunto casi de vida o muerte. Por supuesto que sabía que era muy difícil dedicarse profesionalmente a ello. Aún no lo he conseguido y no sé si lo conseguiré algún día. Pero la ambición es la misma. El deseo, la desesperación, la ansiedad es la misma. Le resultado será otra cosa. Eso ya lo dirá la vida.
“Te lo tomas como un trabajo”, me dijo un día mi mujer. No era una crítica. Muchas veces habíamos discutido por eso mismo, porque yo dedicaba “demasiado tiempo a escribir mis cosas” y por tanto, menos tiempo a los niños, a limpiar la casa, a buscar trabajo. Entonces, cuando discutíamos, yo solía contestar, y no era una amenaza pero sonaba como tal: “Tú ya sabes con quién te casaste, cuando me casé contigo ya escribía”. Es cierto. Para entonces incluso había ganado dos premios de poesía y tenía dos libros publicados. Pero también es cierto que entonces trabajaba. Y escribir se podía considerar una afición inofensiva (o inofensiva a simple vista) y poco más.
Los dos artículos que he mencionado son largos, especialmente el primero. Están publicados en dos revistas digitales. Y aún se pueden ver. Pero como sé lo que pasa con estas revistas, porque no es la primera vez que una desaparece y con ella desaparece un relato o un poema o un artículo mío, los voy a reproducir aquí. Y lo hago porque hay citas de escritores, de grandes escritores casi todos, que me parecen absolutamente imprescindibles. Son una especie de manual de supervivencia o de biblia y yo las releo poco, pero debería hacerlo más. Quien quiera leer estos artículos los tiene en el anexo del final de este libro. Los podría colocar aquí, a continuación, como he hecho con otros textos. Pero en este caso prefiero dejarlos para el final.



No voy repasando lo que escribo. Lo escribo de un tirón. Es la única manera. Pero me parece que he hablado bastante de mi segundo colegio y nada o casi nada de mi primer colegio y me parece que tampoco he hablado de mi vida de parado, del “día a día” de mi vida de parado. Voy a intentar rellanar los huecos.

Cada trabajador busca su beneficio particular. Como cada empresario busca su beneficio particular. En una empresa privada, donde la competición tiene recompensas claras, puedo entender la falta de solidaridad. Pero en un colegio, aunque sea un colegio privado concertado, donde todos tienen el mismo contrato, todos cobran lo mismo y todos tienen los mismos problemas, la competencia y la insolidaridad me cuesta más de entender. Y no digamos ya los cotilleos malpensados, las burlas que no vienen a cuento, las zancadillas crueles, las puñaladas por la espalda, la hipocresía, las mentiras, el “es tu problema, no el mío, jódete y baila”. Todo eso me cuesta mucho de entender. En mi primer colegio todos los profesores se ayudaban, y nadie hablaba mal de nadie. A lo mejor digo esto porque sólo estuve un año. En cualquier caso yo nunca tuve ningún problema con otro profesor. Es más, si hacía falta todos venían a ayudarme (yo era un novato, hacía lo que podía pero a veces, bastantes veces, metía la pala, y cuando yo metía la pata el problema también era para ellos, porque si una clase va mal, todo el colegio se resiente). En mi segundo colegio yo podía tener problemas porque otro profesor no hacía bien su trabajo, y me callaba y trataba de solucionarlos (si yo era el tutor de esa clase, por ejemplo). Pero eso no era lo normal. No, lo normal era culpar de tus problemas a otro. Lavarse las manos si era posible. Hacerse el sueco. Y eso en el mejor de los casos.
En mi primer colegio nadie se metía en mis clases. Cómo diera yo mis clases era asunto mío. Si había problemas con un alumno, entonces intervenía el tutor (discretamente) y, en lugar de desacreditarte, de humillarte, de hacerte sentir que toda la culpa era tuya porque no habías sabido manejar la situación, lo solucionaba o trataba de solucionarlo lo más pronto posible, para que el problema no fuera a más. Sólo los problemas muy graves llegaban a oídos del director y el director, que era una de las personas más competentes e inteligentes que yo he conocido, era discreto y eficaz. Nadie se enteraba de nada. Sólo los implicados directos. Los demás seguían a lo suyo. Ni se enteraban ni tenían que enterarse de tus problemas, o de lo que pasaba en tu clase.
En mi primer colegio las iniciativas individuales eran bien vistas. A veces algún experimento salía mal. Los resultados no eran los previstos, la clase iba peor. Nadie te culpaba por ello. Tú tratabas de innovar, de mejorar, de no caer en la rutina, de hacer que los alumnos tuvieran más interés por tu asignatura, o que su comportamiento fuera mejor. Eso no era malo, en principio. Otra cosa es el resultado, ya lo digo. Pero las ganas las ponías, y uno muchas veces aprende a base de errores y más aún en una clase, donde todos los días los alumnos a ti también te van enseñando, te van diciendo si vas por el buen camino o tienes que dar un cambio de orientación a tu método. Y sí, desde luego, si no están conformes con algo, te lo hacen saber de un modo ruidoso y directo. Pero si están contentos también te lo hacen saber. Y como ya he dicho antes, a veces pueden hacer muchas tonterías, o pueden estar muy equivocados, tienen doce años, trece años, catorce años, quince años, dieciséis años, diecisiete años, hasta yo he tenido alumnos de dieciocho años. Los ves crecer. Es una edad difícil. Los comprendes. Te puedes enfadar mucho con ellos, pero los comprendes. Para empezar sabes que la mayoría están allí obligados. Educación Secundaría OBLIGATORIA. Se nos suele olvidar eso de OBLIGATORIO, pero obligatorio es eso: que si pudieras estarías en cualquier otra parte menos ahí.

  
Una tarde que hacía muy buen tiempo, una tarde de primavera, cogí a mis alumnos y me los llevé al patio. Y dimos la clase sentados alrededor de un olivo centenario. Por supuesto siempre está el típico alumno molestón que tiene que hacer la gracia, el que disfruta llamando la atención y si puede te revienta la clase. Y te tienes que imponer, porque si no te impones estás muerto. Y  ya digo, la experiencia puede salir mejor o peor pero es bueno hacer cosas nuevas, incluso, a veces, es bueno improvisar (siempre dentro de unos parámetros de seguridad). Eso en mi segundo colegio no podía hacerlo de ninguna de las maneras. Allí la iniciativa individual era penalizada por ley. Cualquier cosa tenía que ser consultada a dirección. Cualquier tontería era sometida a juicio de autoridad máxima. Y cuando la autoridad máxima no estaba (porque había ido a algún sitio, por ejemplo), pues no se hacía nada. Los profesores se quedan paralizados. Nadie se atrevía a actuar por su cuenta y riesgo.
En mi primer colegio la orientación pedagógica era muy clara. Era un colegio religioso. Tenía una línea muy definida. Te podía gustar o no, pero tú sabías muy bien donde estabas. Hay una palabra que parece que no importa, cuando está, pero que es fundamental cuando falta: coherencia. Para trabajar en un colegio, que es un proyecto donde tú coges a un niño y lo sueltas convertido en un hombrecito (hablo de colegios privados, donde un niño puede empezar en infantil y acabar en bachillerato, es decir, prácticamente toda la vida educativa de la criatura), hace falta coherencia. Mucha coherencia.
En mi segundo colegio la coherencia dependía de cómo se levantara la autoridad máxima. Y como me dijo una de las mejores alumnas que te tenido en mi vida (una de esas que sacan sobresaliente en todo, y que además son muy buenas personas): “Aquí todos sabemos cómo está la autoridad máxima”. No sé que le contesté. Porque yo tenía que ser diplomático y no decir lo que pensaba. La directora tenía una malísima relación con su madre. Yo las oía gritarse por teléfono desde la sala de profesores (que estaba junto al despacho de la directora). En esos momentos lo mejor era salir corriendo de la sala de profesores. La madre de la directora también había trabajado en ese colegio. Como ahora trabajaban el marido de la directora y los hijos de la directora. Muchas veces lo familiar y lo profesional se confundía. Si la directora había discutido con su madre, salía del despacho de muy mal humor y lo pagaba con el primero que pillaba. Y ese podía ser cualquier profesor o cualquier empleado (como el conserje o la administrativa) o incluso cualquier alumnos. Pero había algunas personas que lo pagaban menos que otras: los profesores de la camarilla, los aduladores y pelotas profesionales. Y también había algunos alumnos a los que trataba con más “sutileza” que otros alumnos. Y esos eran los alumnos “vip”.
Vamos por partes. Coherencia… ¡Qué bonita palabra!
Recuerdo una reunión donde la directora dijo: “NO se pueden hacer exámenes de dos temas”. El “NO” era rotundo. Menos de dos meses antes, en otra reunión,  había dicho lo contrario, y con la misma rotundidad: “HAY QUE HACER EXÁMENES DE DOS TEMAS”. A mí me hizo gracia ese cambio, porque sabía que se debía a la queja de una madre, de la madre de un alumno “vip”. Yo no dije nada, pero ya tenía preparado el examen, de dos temas, y me tocó cambiarlo a toda prisa. Pero allí había un profesor que, el pobre, tenía graves problemas auditivos. Hizo un examen de dos temas. O no llegó a hacerlo, pero lo anunció como tal (y los alumnos, que no eran tontos, fueron a quejarse a la directora). El resultado: en la siguiente reunión la directora le echó una buena bronca. Sin mencionar su nombre. Pero no hacía falta. Todos sabíamos a quién iba dirigida la bronca. Pero resulta que el profesor no estaba tan sordo como parecía, porque se dio por aludido, y, intrépido él, se atrevió a protestar tímidamente. No recuerdo exactamente lo que dijo. Sí sé que dijo que él pensaba que se podían hacer exámenes de dos temas, que eso era lo que se había acordado en la anterior reunión. Tenía que haberlo grabado con el móvil, la verdad, porque ahora lo podría transcribir literalmente. Pero la cosa fue más o menos así. El profesor empezó a hablar y todos nos estremecimos de pavor. ¡Mierda, vamos a tener lío!, pensamos. Todos bajamos la cabeza y nos preparamos para lo que iba a suceder… Y llegó la tormenta. Durante minutos y minutos cayó un chaparrón terrible. Rayos, truenos, granizo, viento huracanado. Las palabras que caían sobre nosotros eran cada vez más violentas y despiadadas. La directora estaba hecha una furia. Todo iba mal. Todo lo hacíamos mal. Ella tenía que ocuparse de todo. “¿Cuándo se ha dicho eso de los dos temas?, eso es mentira, yo nunca he dicho eso”, recuerdo que gritó en medio de la bronca general y omnipotente. Nadie defendió a ese profesor. Yo estaba sentado a su lado. Y callé como una puta. Allí todos callábamos como putas. Los problemas auditivos se pagan muy caros. Ese profesor fue uno de los despedidos. Y yo pensé: “Bueno, espero que esto no me toque a mí”. Pero a mí también me llegó mi hora.










Dejemos ya el colegio. Yo quería hablar también de mi vida de parado. De lo que hago cada día. Estoy estudiando una oposición. ¿Es difícil sacarse una oposición? Desde luego. Tan difícil como publicar un libro de poesía. O una novela. Tan difícil como vender un piso. Tan difícil como encontrar cualquier otro trabajo.
En la tele escuché a uno de esos que vienen a darnos consejos, uno de esos enviados por alguna organización de esas que garantizan la paz mundial, el orden internacional, que traen el progreso y la felicidad a la humanidad. El buen señor soltó algo así (cito de memoria, perdonadme) como: “Los parados tienen que trabajar. Si no trabajan pronto se vuelven vagos”. Sí, una gran frase. Pero se quedó corto, tenía que haber añadido algo como: “Y encima luego quieren cobrar ayudas y subsidios, quieren vivir del Estado, quieren que les paguemos por no hacer nada”. Sí, sí, lo sabemos. Los parados son todos unos vagos. Se pasan todo el día en pijama. Si salen de casa es sólo para ir al bar a tomarse unas cañas, leer la prensa deportiva y contar chistes verdes con sus amigotes. Y todo eso subvencionado por el Estado, como si el Estado no tuviera nada mejor que ir pagando cervezas a los parados.
El otro día fui a una de esas oficinas de empleo (bueno, lo mismo ya les han cambiado el nombre y no se llaman así). Yo lo llamo simplemente “ir al paro”. Temía cita para una entrevista. Otra entrevista. Casi cada mes tengo una entrevista. Me volvieron a pedir unos papeles que ya me habían pedido unas cinco veces. “Ya los tenéis, se los di a una compañera tuya, una de esas de la otra habitación”, contesté (no lo dije así tal cual, fui todo lo correcto que pude). “No, ese otro lado es nacional, este lado es autonómico, no cruzamos los datos, las fotocopias, los certificados, todo el papeleo me lo tienes que volver a dar a mi”. Me contestó mi entrevistadora. En las oficinas municipales pasa lo mismo. Pero lo que yo no sabía era que la oficina donde yo iba estaba dividida por un muro invisible. Todos los días se aprende algo.
¿Y cómo fue la entrevista? Muy bien. Como siempre. Con mi tipo de ayuda tengo que demostrar que estoy buscando “activamente” empleo. Y yo lo demuestro. Por supuesto que lo demuestro. La conversación duró unos cinco minutos. Intentaré reproducirla:
–Ella (era una chica, una chica joven, hablaba con voz suave y neutral): ¿Y cómo estás?
–Yo: pues bien, bastante bien (no conviene decir “muy bien”, que es sospechoso, pero desde luego jamás, jamás de los jamases hay que decir “mal” o “jodido, si dices eso te meterán en una sala oscura y no volverás a ver la luz nunca).
–Ella: ¿Y has hecho algo? ¿Has mirado la página de internet que te dije?
–Yo: Claro, claro. Por supuesto. Está muy bien. Había cosas interesantes.
–¿Has enviado algún currículum?
–Sí, claro, por eso no será (¿Cuántos llevo enviados?, ¿mil?, ¿dos mil?, jamás nadie a contestado a ninguno).
–Bueno, pues te doy fecha para la próxima entrevista. ¿Te viene bien…?
–Sí, sí, me viene bien (Nota importante: siempre, siempre, te tiene que venir bien la fecha que te den, un parado no tiene excusas, está todo el día en casa tocándose los cojones, todo el mundo lo sabe).
Y ya está. Se acabó la entrevista. Firmo el papelito de turno (si no lo firmo no me pagan) y me vuelvo a casa. Andando tranquilamente. Un parado nunca tiene prisas.

¿Le explico a esa buena señora qué hago? ¿Le explico que me falta tiempo? Que tengo que llevar a los niños al colegio, que recoger a los niños del colegio y llevarlos a las revisiones médicas o al dentista o a donde sea. Que tengo que poner lavadoras y lavaplatos y limpiar la casa, y luego sentarme a estudiar oposiciones y luego escribir algún artículo (sobre todo para las revistas que pagan, los artículos para las revistas que no pueden pagar, aunque les gustaría, los tengo que dejar para otro día), y enviar los libros inéditos a las editoriales y los concursos. Y luego todo lo demás… Tengo que ir a ver a mis padres y hablar con mi mujer cuando ella vuelve del trabajo, y hacer otras muchas cosas insignificantes y sin importancia (como ir al banco, pagar mis impuestos, tirar la basura donde toca…), eso que los que trabajan también hacen, desde luego. Pero que quede una cosa clara: Estar en el paro no es estar parado. Yo estoy tan ocupado como cualquiera.



Cuando mi mujer y yo íbamos por los pueblos y ciudades del norte de Alicante a buscar un piso para comprar en las inmobiliarias siempre nos decían lo mismo: “si luego no podéis pagarlo no pasa nada, se vendé y ya está, hasta podéis ganar dinero con la venta”. Según ellos el plan era perfecto: compras sobre plano y cuando el piso ya está construido ha aumentado su valor una barbaridad. Porque los pisos siempre van a valer más. Porque el precio de los pisos no va a bajar nunca. Nunca. Nunca. Valer más. Inversión. Merece la pena. Todo ese rollo era el que escuchábamos en todas partes. Incluso si hablábamos con algún particular, de esos que ponían anuncios en internet, con pisos de segunda mano. Los pisos podían ser feos, viejos, pequeños. Y el precio era una salvajada. Lo vendían o lo pretendían vender carísimo. Pero ellos estaban convencidos: “Este piso, con una pequeña reforma, luego vale el doble”. Y dale que te dale. Que yo no quiero vender el piso, que no es una inversión, que yo sólo quiero un piso para vivir en él. Y para vivir en él toda la vida. Y más aún: para que mis hijos vivan en él toda la vida. Al final, después de mirar y mirar, encontramos un piso que no era muy caro, que era nuevo, que estaba bien situado. Y lo compramos. Entonces nos pareció algo lógico. Los alquileres en la zona eran casi tan caros como una hipoteca. Y con el dinero que entraba en casa todos los meses podíamos pagar la hipoteca sin demasiados problemas. Evidentemente la hipoteca se iba a llevar una parte importante del suelo. Pero podíamos pagarla. No vivíamos por encima de nuestras posibilidades. El banco que nos dio la hipoteca nos la dio porque podíamos pagarla.
Yo nunca me acabé de creer ese rollo de las inmobiliarias. Pero pensé que si algún día tenía que vender el piso, siempre podía recuperar lo invertido. No perder dinero, con eso me conformaba.
Todos los parados se sienten culpables. Será una sensación inquietante, molesta o angustiosa, será momentáneo o temporal según sus circunstancias personales, pero todos los parados, en algún momento, con mayor o menor intensidad, se sienten culpables. Todos repasan su vida. Todos piensan que hay algo que han hecho mal.
Yo figuro como interino en una comunidad autonómica que no es la mía. Me he ido a hacer oposiciones fuera porque aquí, en Valencia, no habían. Cuando entré en esa bolsa en la que estoy, me dijeron: “Te llamarán, llaman a todo el mundo, si no te llaman este año te llamarán al otro”. Estábamos a principios de la crisis. Entonces esa bolsa se movía rápido. Luego se paró. Se paró en seco. Aún no me han llamado. Pero tengo amigos a los que sí han llamado. Y se han ido a trabajar, a 600 kilómetros de su casa y perdiendo dinero. Repito: perdiendo dinero. Porque son sustituciones de pocas horas y pocos días y pagarte el hotel y la comida y el trasporte te sale más caro de lo que cobras. Y lo han hecho, se han dejado a su familia y lo han hecho. Uno de esos amigos me dijo: “después de dos años de interino, es la primera vez que no pierdo dinero en una sustitución”. Sí, cada vez te dan mejores plazas. Y al final te merece la pena. Eso sí, te puedes tirar semanas enteras sin ver a tu hija. Pero es un trabajo, y además un trabajo en lo tuyo, y un trabajo que puede darte una estabilidad, o algo parecido a una estabilidad.
Si a mí me llaman me iré sin pensarlo. Y mi mujer y mis hijos se quedarán aquí. Me iré porque pienso que debo hacerlo y porque quiero hacerlo. Pero no me iré huyendo, no me iré escapando me mi familia y de mi vida anterior, enfadado con la vida, rabioso. He oído más de una vez a alguno de esos sabios que conocen la solución a la crisis, que son los más honrados del mundo, los más inteligentes, los más decentes y que por eso se permiten dar lecciones al resto del país, y sobre todo, darnos consejos a nosotros, pobres parados ignorantes y vagos, decir que “hay que ir a trabajar donde haya trabajo, que no hay que ser cómodos, que no hay que querer que nos lo den todo hecho, que hay que trabajar en lo que salga y tener menos humos, menos orgullo, y no pedir buenos sueldos sino conformarse con lo que hay.” Pues bien. Yo me voy a trabajar fuera. Y me voy a trabajar perdiendo dinero. Y no me sobra, desde luego, pero mi familia me ayuda, mis padres me lo dicen: “Si hace falta te ayudamos”. Yo no quiero pedirles dinero a mis padres. Ellos ya me ayudan bastante. Pero sé que tengo una familia que me puede ayudar. Y eso es mucho. Lo que me alucina, lo que aún me sorprende (aunque no debería) es lo poco que comprenden la realidad los que se supone que tienen que sacarnos de esa realidad. Yo puedo tener mis ideas sobre lo que habría que hacer con la economía de este país, y con la sociedad de este país, pero yo soy “pueblo llano”, “tercer estado”, “chusma”, “clases populares”, “estratos sociales inferiores”, “populacho”, yo soy de los que pintan poco, en una palabra. Tengo capacidad de acción. Sí, la tengo. Limitada pero la tengo. Y no confió para nada en el gobierno, en la “élite”, en la “oligarquía”, en las “clases pudientes”, en el Estado. Me podría morir de frío debajo de un puente y a nadie le importaría una mierda. Yo he tenido esa sensación. No se la deseo a nadie. Bueno sí. A algunas personas sí que se la deseo. Que se pongan en mi piel por un día. Eso por lo menos.










ANOTACIÓN AL MARGEN:


Yo quería acabar mi diario aquí. Me sentía aliviado y cansado, ambas cosas a la vez. Pero la realidad siempre impone sus condiciones. Por un lado resulta que ya ha pasado un mes, y por tanto tengo que volver a visitar a mi querida amiga de la oficina del paro. Por otro lado mi hijo mayor ya tiene otra vez dentista, y eso significa más dinero. Por suerte mi mujer trabaja ahora, aunque su sueldo no sea ninguna maravilla y aunque su contrato acaba en julio y no sabemos qué va a pasar, porque no depende ni de ella ni de su jefa directa, sino de la política de la empresa que está por encima de su empresa y de la política del ayuntamiento, de la que dependen todas las contratas municipales. Pese a todo los niños están bien. En el colegio tienen unas ideas un tanto originales sobre cómo deben ocupar su tiempo los niños, sobre todo cómo deben ocupar las tardes, pero yo no me meto en eso, para disgusto de mi mujer que está muy indignada, junto con otras madres, con el asunto de los deberes. El mayor se toma su jarabe dos veces al día, y va a las revisiones cuando le toca. No ha tenido ningún grave problema de salud, afortunadamente, sólo nos ha dado dos pequeños sustos. Pese a todo siempre tienes miedo. Y en los momentos malos siempre pienso en ese poema de Anna Ajmátova: “Pensábamos que éramos pobres/ que no teníamos nada/ y poco a poco lo fuimos perdiendo todo”. Pienso en lo que ella tuvo que pasar, y en lo que muchos como ella tuvieron que pasar. Pienso que la vida siempre puede ir a peor y que hay que disfrutar de los buenos momentos, porque no sé sabe cuándo pueden acabar.
Por lo demás soy muy neurótico. Siempre me preocupo mucho pero intento que no se note. Es muy difícil no meter miedo a un niño cuando tú eres el mayor miedoso de la tierra.
En la tele siguen diciendo las mismas mentiras y siguen trasmitiendo las mismas ideas falsas de siempre. ¿Ha han aumentado alarmantemente los casos de acoso escolar? ¡¡Qué va!! Lo que pasa es que ahora se denuncian más. Lo que pasa es que antes nadie hacía caso y los niños eran los primeros en no decirlo a los padres, y ahora, por desgracia o por suerte, estas cosas salen más a la luz.







Yo siempre recordaré la gran lección que me dieron unos padres. Era mi primer colegio. Ya había tenido contacto con alumnos, en institutos y trabajando de monitor en actividades extraescolares y en excursiones organizadas por empresas externas a las que contrataban los colegios para que los profesores fueran un poco más tranquilos. Pero todo eso no me había preparado para la siguiente frase:
–Sí, ya sabemos que nuestro hijo no hace nada en el colegio, pero ahí por lo menos sabemos dónde está.
Esa frase textual salió de boca de una madre, cuando le dijimos que queríamos expulsar a su hijo (por lo menos una semanita o unos días, más no podíamos) porque no paraba de fastidiar a todo el mundo, porque no paraba de reventar las clases, de burlarse de sus profesores, de fastidiar e incordiar a otros alumnos, de reírse de todos y de hacer lo que le salía de los cojones en todo momento. Vamos que su hijo era un auténtico gilipollas, eso sí, era un crio de quince años y por eso tenía una cierta disculpa, porque ya lo dijo el Señor: “Perdónalos que no saben lo que hacen”. Pero no, el problema no era ese. El problema para sus padres era que si su hijo no estaba en el colegio, su hijo estaba haciendo gamberradas por la calle, su hijo se estaba emborrachando o drogando o practicando cualquier clase de sexo y de cualquier manera o cometiendo cualquier delito o haciendo cualquier estupidez que se le pasara por la cabecita en ese momento. Y lo demás era lo de menos. Y lo demás era la educación de los demás, la educación del resto de la clase, la educación de los que sí querían aprender y no podían aprender porque ese chaval no dejaba dar clase. Porque parece mentira, pero aún hay alumnos que quieren aprender, y alumnos que respetan a los demás y sólo piden ser respetados.
Pero no, eso es lo de menos. Y que el profesor tenga que tomarse un calmante al salir de la clase, y que tenga que acabar gritando todos los santos días porque al chavalín le da por saltar de mesa en mesa en mitad de la explicación de un tema. Eso también era lo de menos…
Pues bien, el colegio es una guardería. Eso lo aprendí y ya no se me ha olvidado. Y, por supuesto, a ese alumno no se le expulsó. Ni siquiera un día. Lo aguantamos como pudimos y luego, como repitió, lo volvimos a tener que aguantar. Esa fue una gran lección.
Y pese a todo dentro de poco van a venir las oposiciones. Y yo me presentaré si todo va bien. Lo malo es en la oficina del paro no entienden que ahora estoy muy liado y no me interesa para nada ir a una charla sobre cómo preparar una entrevista de trabajo. Y, vamos a ver, a mí eso me parece estupendo, siempre y cuando alguna vez en la vida me llamen para una entrevista de trabajo. Yo ya he ido a muchas entrevistas de trabajo. Y le puedo decir lo que me dijo un amigo ingeniero: “En cuanto ven la edad que pone en el currículum se acaba la entrevista, de hecho se acaba antes de empezar”. O mejor no le digo nada a mi jovial amiga. No vaya a ser que la amargue la mañana…
Y luego están los cuatrocientos euros. Si se enfada lo mismo hace que me los quiten. Porque, vamos a ver, ese dinero resulta que es suyo, de su bolsillo, y claro está, ella no puede ir repartiendo su dinero a todo el mundo… ¿Qué, qué no es suyo ese dinero? Vaya, pues por la cara que pone parece que sí, que sea suyo, que se lo estén quitando a ella…
Ya, es una broma. Por supuesto que sé de donde viene ese dinero.  Que sé que es de todos. Que incluso es mío, porque cuando yo trabajaba bien que me lo quitaban de mi sueldo, todos los meses me descontaban cuatrocientos euros, qué casualidad, y a mí me parecía bien, porque soy un ciudadano cívico y cumplo con mi deber. Si me tocaba pagar a Hacienda pagaba religiosamente, y pagaba pronto, que no me gusta deber dinero a nadie ni tener asuntos pendientes. Pero claro, ahora resulta que estoy en el paro y que tengo que recibir dinero, y ahora resulta que la culpa es mía, sí, que no quiero trabajar porque prefiero vivir de las ayudas. Y sí, yo lo he oído. Lo he oído yo mismo, no me lo tiene que contar nadie. Me lo dijo una persona mientras hablábamos. Una persona que no sabía que yo estaba en el paro.
Así están las cosas. Así seguirán.
¿Pesimista?
Hace poco, hojeando un viejo Jot Down, me tropecé con esa cita. Acabo con ella…
“No hay ninguna razón para pensar que las cosas van a mejorar. Corren tiempos muy peligrosos para el mundo y no me refiero sólo al tema económico. No sabemos lo que va a pasar. Soy pesimista, pero no infeliz.”
(Cormac McCarthy)