jueves, 16 de octubre de 2025

 


MATERIAL DIDÁCTICO. CARPETA DOS. DOCUMENTOS VARIOS.


I. Día de la cultura.  Discurso.



OBJETIVO ENSEÑANZA CERO. ¡YA CASI ESTAMOS!


(Discurso oficial para un día tan señalado como hoy… Palabras de nuestro apreciado Director ante el Amado Lider)



Los profesores nos tomamos muy en serio el lema del gobierno de “Enseñanza cero”, es decir, que un alumno salga del instituto tan ignorante como entró. No es nada fácil, pero después de años de arduo trabajo puedo decir que ya lo estamos consiguiendo. Por desgracia no se puede hacer mucho contra la inteligencia. Hay alumnos que tienen la desgracia de nacer inteligentes, y, pase lo que pase, serán inteligentes toda la vida. Pero si no podemos hacerlos tontos, al menos los haremos ignorantes. Y hasta donde sea posible, nos aseguraremos de que esa ignorancia se adhiera a ellos y los proteja, como tela impermeable, de los peligros de la inteligencia, que son muchos y terribles, como de todos es sabido.  En caso contrario, ese defecto natural e inevitable les podría conducir a la soledad y la desesperación y así podrían caer en vicios tan horrendos como la lectura o cosas aún peores que mejor ni mencionar.


He dicho “los profesores”, en plural, pero a nadie se le escapa que aún hoy, pese a todos los esfuerzos del gobierno, queda un pequeño grupo de radicales antisistema, que siguiendo las doctrinas terroristas de gente perversa como Rousseau, Montesquieu o Voltaire (entre otros individuos de esa calaña) están empeñados en intentar que sus alumnos “aprendan cosas”, que “tengan una cultura”, que (tápense los ojos y los oídos, voy a tener que decir y escribir palabras muy feas) “puedan pensar por ellos mismos”, que “sean ciudadanos críticos y cívicos”… En fin, ideas muy peligrosas que no producen ningún bien a la sociedad y sí, en cambio, provocan un daño irreversible, profundo, incurable y muy doloroso, a quién las padece. Por tanto, por el bien de nuestro alumnos, estos profesores rebeldes deben ser apartados del sistema. Por suerte nuestros gobernantes, debo seguir diciendo, no son ajenos a este problema, y están tratando, me consta, de hacer lo que pueden para acabar con él. El primer paso es aumentar todavía más la burocracia. El siguiente paso, inevitable, es identificar a los sujetos nocivos, separarlos del resto y enviarlos a las “mejores” clases de los “mejores” institutos, para ver si allí abandonan esas tontas esperanzas de insumisión que pese a todo aún conservan. Si estos sujetos, ahogados por la burocracia y en manos de alumnos “especialmente activos” que los mantienen “ocupados” (luchando cada día por su integridad física con diversos deportes de riesgo), desisten de su actitud hostil y se vuelven tan disciplinados y eficientes como el resto de sus compañeros, este ansiado objetivo de “Enseñanza cero” se habrá cumplido finalmente. 


Hay que tener en cuenta , afortunadamente, que el gobierno cuenta con un gran aliado: los padres de los alumnos, siempre dispuestos a velar por el futuro de sus hijos (el verdadero futuro de sus hijos, que se basa en la sumisión y la obediencia, como todo el mundo sabe, y no en esas absurdas y delirantes doctrinas de los profesores rebeldes), y esa ayuda siempre es muy importante y nunca hay que menospreciar. Tenemos el ejemplo de cómo, en situaciones muy adversas, el profesor rebelde ha podido ser finalmente desenmascarado y neutralizado gracias a la acción combinada de la administración educativa y los padres. Sin la acción conjunta de estas fuerzas de choque, el profesor rebelde podría hacer conseguido inocular su veneno filosófico a un indeterminado número de alumnos, totalmente desprotegidos ante el peligro que se cernía sobre ellos. Por suerte estos casos son la minoría, en la mayoría de las ocasiones el sistema funciona muy bien, abortando desde raíz todo tipo de actividad antisistema y antieducativa por parte posibles grupos de profesores terroristas y alborotadores. Por consiguiente, quiero acabar este pequeño discurso con palabras de optimismo. Por el bien de nuestros alumnos, el éxito de nuestra misión está casi asegurado. La ignorancia, junto con la sumisión y la obediencia, grandes virtudes sociales, les dará un puesto útil en el mundo, y eso les asegurará una vida tranquila y fructífera, cumpliendo con lo que la sociedad espera de ellos. En caso contrario, su vida, nunca viene mal recordarlo, estaría llena de dolor y frustración, y eso, por el bien de nuestros alumnos, repito, nunca debe suceder.


Nada más que decir. Viva la verdadera educación. En este día de la cultura, la verdadera y única cultura: la cultura de la docilidad y la ignorancia, quiero felicitar a todos los profesores que están cumpliendo con sus obligaciones naturales. El estado les agradece su trabajo.



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viernes, 12 de septiembre de 2025

 







29 de octubre 

(Poner nombre a los muertos)



Agosto del 2025. Pillo un taxi para ir a la estación del AVE. Es un trayecto corto. Hablo con el taxista. No sé cómo me dice que es de Paiporta. El tema es inevitable. Aunque me resisto a hablar, noto que él sí que quiere hablar. Le pregunto a quemarropa. Los primeros días cualquier pregunta era peligrosa, hasta la pregunta más inocente era peligrosa: un “¿Y cómo estáis?” en un encuentro casual con un amigo o un conocido en una calle, no era solo un “¿Y cómo estáis?”, era algo que no tenía nada que ver con la cortesía o la buena educación, era el miedo, era la angustia de una posible respuesta, lo que no se quería saber pero lo que había que preguntar: ¿Ha muerto alguien de tu familia? ¿Ha muerto alguien que tú conocías, un amigo, un vecino…? Por eso, respuestas como “He perdido el coche”, “he perdido la panadería”, se recibían con alivio, con un alivio que no se manifestaba, por respeto, pero que, luego, cuando ya estabas solo otra vez, te permitía soltar el aire (ese aire que habías retenido dentro), desactivar el botón del pánico (cuya alarma sonaba estruendosamente en tu cabeza) y darle una orden precisa a tus piernas: seguir caminando, no pasa nada. Un coche se puede perder, un trabajo (aunque sea el trabajo de tu familia, la panadería de tus padres y de los padres de tus padres) se puede perder… Pero lo otro…, lo otro es… Solo imagínalo un momento. Imagina cómo fue. Imagina que podía haber sido tu mujer, tus hijos, tus padres, tus amigos, o cualquiera de esos compañeros de trabajo de los que no sabes casi nada, pero un día dejas de ver y no sabes qué le ha pasado. No sabes si está en la lista. Los primeros días, uno evitaba los encuentros. No quería preguntar. No quería saber. Y ahora estoy en un taxi, y han pasado (dicen) muchos días, y no sé cómo le hago la pregunta y el taxista me responde: “todavía tengo cicatrices en la pierna. Estuve toda la noche abrazado a mi hermano, en la calle, con el agua hasta el cuello, no nos podíamos mover y los contenedores nos golpeaban. Tenía heridas por todos lados. Cuando llegamos a casa nuestra madre estaba muerta”. Y lo dice así, de un tirón, mientras conduce, mientras ya estamos llegando a la estación. “Perdí el taxi, éste es nuevo. El otro no sé donde está. Me dijeron que lo habían encontrado, a los cuatro días, pero yo no fui a buscarlo, con lo de mi madre…”. No sé cómo puede decir algo tan horrible con esa tranquilidad, porque eso es lo que aparenta: tranquilidad. 

(...)


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https://www.jotdown.es/2025/09/poner-nombre-a-los-muertos/





















miércoles, 3 de septiembre de 2025

 










PUNTAS Y MONFORTE: VIDAS ESCOLARES



Fuimos a Puntas hace ya más de diez años. Fuimos mis hermanos y mis padres. Puntas es como mi madre llama siempre a Puntas de Calnegre, en la costa murciana. Aquel fue su primer destino como maestra. Llegó allí siendo soltera (aunque ya tenía novio: mi padre) y estuvo viviendo en el edificio de la escuela durante un año. Después consiguió una plaza en un pueblo del interior de la provincia de Valencia, se casó, siguió trabajando de maestra toda su vida, tuvo hijos (tres) y nunca más volvió a Puntas. Nunca hasta que, ya jubilada, mi hermano la llevó de vuelta. Nosotros íbamos con ella y nos preguntábamos cómo sería el reencuentro con sus recuerdos, y cómo sería, para nosotros, la primera visión de ese lugar del que habíamos oído tantas historias. 

Lo primero que hicimos al llegar, claro está, fue buscar la vieja escuela. Y no la encontramos. No estaba. Mi madre tenía una idea muy clara de dónde debía estar, a la salida del pueblo, junto a la playa, pero no había ni rastro de ella. Preguntamos y una señora nos lo aclaró: no existía. El pueblo no estaba muy cambiado. El peligro de las poblaciones de playa es que el turismo masivo las transforme completamente, pero por suerte aquella parte de la costa se conservaba relativamente bien, es decir, sin grandes rascacielos, sin enormes urbanizaciones. De hecho, las playas estaban protegidas, y salvo varios chiringuitos no había más construcciones. Es casi un milagro y son playas increíbles, aunque nosotros seguíamos buscando la vieja escuela. O lo que quedaba de ella… 

Que era… Sí, estaba ahí, la estábamos pisando… Era una pista de baloncesto. Esa pista de Baloncesto que estaba a la salida del pueblo, justo frente al mar. ¿Y porqué la escuela había acabado siendo una pista de baloncesto? La explicación que nos dieron le otorgó la razón a mi madre, que siempre había tenido miedo del mar…



Pero empecemos por el principio. Nosotros, ya lo he dicho, llegamos en coche. Por una nueva autopista que pasa muy cerca. Es un viaje sencillo y relativamente rápido desde Valencia. Mi madre tardó dos días en llegar. Primero en tren hasta Lorca, pasando por Alicante y Murcia. Luego un autobús por una carretera mala hasta Águilas. Después otra carretera mucho peor (mi madre se acuerda de las curvas y los barrancos, dice que pasó mucho miedo) que la dejó en Ramonete, cerca de allí, pero no lo suficiente como para ir andando. Y desde Ramonete hasta Puntas tuvieron que ir en un taxi. Esa fue una de las primeras dificultades que encontró, pero no fue la única. Por suerte tuvo la ayuda de la Guardia Civil que en su jeep le traía el correo y el dinero que, de otra forma, mi madre hubiera tenido que ir a recoger a Lorca o a Mazarrón. De hecho, mi madre me contó que durante varias semanas estuvo durmiendo en el Cuartel de la Benemérita. Esta relación entre los agentes del orden y la maestra no es solo una anécdota. En aquel entonces, mi padre lo repite mucho, el maestro o la maestra eran, junto con el alcalde, el médico, el cura, el farmacéutico, el veterinario y el Comandante de la Guardia Civil, los delegados del poder central, los que “mandaban” en el pueblo (entendiéndose por “mandar” tener autoridad moral, además de otros tipos de autoridad), eran las llamadas por el Régimen las “fuerzas vivas”. 

Aunque mi madre nos hablaba mucho del lugar, en realidad hablaba poco de su trabajo como maestra, o de las personas que allí conoció. Le llamaban la atención algunas costumbres locales, por supuesto, y los tomates, eso tomates que se plantaban en la misma arena de la playa y que eran muy sabrosos. Pero mi madre, de lo que más nos hablaba, era del mar. Ese mar que tan furioso se podía volver, ese mar cuyas olas arremetían con fuerza contra la orilla, a pocos metros de la escuela. Aunque el peligro no solo venía del mar, muy cerca de la escuela desembocaba una rambla. Esta rambla, como todas las ramblas, normalmente no llevaba agua, pero aquel año, me contaba mi madre, hubo hasta siete riadas, y de las siete riadas una fue particularmente terrible. Mi madre decía que el agua casi llegó a entrar en la escuela, que ella y su madre (en aquel momento mi madre, soltera aún, vivía con su madre, viuda desde hacía muchos años), colocaron las mesas y las sillas junto a la puerta, que por suerte aguantó. Aunque, proseguía mi madre, la respuesta de los lugareños fue sorprendente: les dijeron que no hicieran eso, que si el agua entraba por una puerta podría salir por la otra (el edificio de la escuela, como todas las casas del pueblo, tenía dos puertas, una enfrente de la otra). 

Puede parecer una maldición…  el agua rodeaba el pueblo pero el pueblo no podía beber ese agua. El agua de las tormentas bajara violentamente, mezclada con piedras, tierra, y matorrales, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. El agua del mar, los días de temporal, también arremetía con furia contra las playas, pero ellos no tenían agua potable. Había pozos, pero el agua que se sacaba de ellos era agua salada, de manera que el agua la tenían que traer en un camión cisterna, y luego la vendían en la tienda. Tampoco tenían luz eléctrica, aunque a mi madre la luz le preocupaba poco, salvo cuando el mar rugía por la noche y no podía dormir y a cada rato se asomaba a ver las olas. Esas noches eran malas, porque en la oscuridad los ruidos se volvían más amenazantes.

Tiempo después, cuando ella ya no estaba allí, un temporal destrozó el edificio (ignoro si vivía algún maestro o maestra) y los vecinos, muy prácticos, aplanaron los escombros y construyeron encima una pista de baloncesto. La pista que se puede ver hoy en día. 










El mar era la vida de los habitantes de aquella aldea en los años sesenta. El turismo no había llegado. Mi padre, que fue a visitar a mi madre con una Vespa (¡desde Valencia!) hizo una foto en la que se ve un grupo de bueyes arrastrando una barca de pesca hasta la orilla (una foto en blanco y negro, muy bonita, con la que ganó un concurso de fotografía). En algunas partes del mundo todavía se puede ver algo así, pero no en España. Ahora si hay pesca, es una pesca moderna, con barcos modernos y métodos modernos. La pesca tradicional no es más que un deporte o un pasatiempo.  A mi madre le llamó la atención la costumbre que tenían los chicos del pueblo (y de otros pueblos de la zona) de “secuestrar” a sus novias. Por supuesto, este “secuestro” era pactado. El chico iba por la noche y se llevaba a la novia (en realidad se escapaban juntos), pasaban la noche juntos y a la mañana siguiente se presentaban en casa de los padres de ella y les decían que se tenían que casar (o algo así: los detalles exactos del ritual los desconozco). Los padres, sabiamente, aceptaban el hecho (ya consumado) y normalmente a los pocos días ya habían pasado por el altar. A mí madre esta manera tan directa de empezar una vida familiar le parecía, como decirlo, un poco “ruda”, pero en realidad estos chicos eran pesadores, hombres que tenían que salir al mar todos los días, y no estaban como para perder el tiempo en largos noviazgos (o eso pienso yo…). 











Después de visitar Puntas, quedaba otro asunto pendiente… Monforte de Moyuela, en Teruel, que había sido el primer destino de mi padre como maestro. Por supuesto, si mi madre nos había hablado mucho de Puntas, mi padre hacía lo mismo con Monforte, de manera que como hijos sabíamos muchas historias de ese pueblo pero, al igual que con Puntas, jamás lo habíamos visitado. Después de varios intentos fallidos, este verano por fin pudimos hacer una excursión familiar…



Una mañana de julio cogimos dos coches (en este caso no venía mi hermano Paco pero si uno de los nietos de mi padre, además de mi mujer)  y nos metimos por esas carreteras comarcales de Teruel, que van entre montañas y páramos, y que si eran malas cuando mi padre, en los años sesenta, las recorría en autobús (después de bajarse del tren en la pequeña estación de Ferreruela de Huerva), seguían siendo, tantos años después, casi casi igual de malas. A una velocidad media de 40 kilómetros hora, después de muchas curvas, llegamos por fin a Monforte. Allí nos esperaban sin saberlo (ni saberlo nosotros) antiguos alumnos de mi padre, hoy ancianos todos, pero algunos con muy buena memoria todavía. Como solo hay un bar en el pueblo, fue muy fácil: llegar y preguntar, y al momento ya estábamos hablando con personas que aún recordaban a mi padre, y eso que se fue de allí al poco de la muerte de Kennedy (mi padre lo vio en la única tele del pueblo, la del antiguo bar, junto con todos sus alumnos y con, supongo, mucha más gente). También recuerda mi padre cuando instalaron los primeros teléfonos (tenían que ser cinco como mínimo, si no eran cinco no les merecía la pena el trabajo a los de la telefónica: se reunieron todos los vecinos y al final consiguieron los cinco teléfonos). 


En la actualidad la carretera continua hasta Muniesa, pero por entonces se terminaba allí. Mi padre, si quería ir a otros pueblos de la zona, tenía que ir por caminos con su bicicleta o incluso andando por simples sendas. Pero lo que más recuerda mi padre es el frío, el espantoso frío que hacía en aquel lugar. Y la nieve, las enormes nevadas que tenía que sufrir (él venía de una zona cálida de Valencia, donde la nieve era muy rara). “Sabañones”, esa palabra yo solo se la había oído a mi padre: mi padre tenía sabañones, del frío que pasaba. Los alumnos eran gente recia, hijos de pastores y campesinos, que estaban acostumbrados al frío, pero para mi padre llegar a ese pueblo perdido para trabajar por primera vez como maestro, y quedarse encerrado en la pensión donde vivía (curiosamente no en el edificio de la escuela) durante días porque había tanta nieve que no se podía salir, debió ser una experiencia muy dura, aunque él no recuerda la dureza sino que sus recuerdos son más agradables, casi diría que incluso “felices”. O por lo menos la parte mala no nos la contaba a nosotros…


Este verano, al comprobar como hablaba con sus antiguos alumnos (y como ellos le hablaban a él) pudimos comprobar que existió un fuerte vinculo entre ellos. “Entonces el maestro era otra cosa, no como ahora”, nos dijo una señora, que no había sido alumna suya (las chicas iban a otra clase, con una maestra) pero cuyo hermano sí que había sido alumno de mi padre, y que le recordaba vagamente como el maestro que “siempre estaba escribiendo cartas a su novia” (mi madre, una carta al día, todos los días…). 


Mi padre estaba contento, se entusiasmaba cada vez más. A medida que paseábamos por el pueblo iba recordando cosas y de tanto en tanto se paraba a hablar con algún vecino. Sabíamos, porque lo habíamos visto en un programa de televisión, que la escuela había vuelto a abrir después de estar muchos años cerrada. Eso era una muy buena noticia: en estos pueblos casi nunca hay suficientes niños. En la actualidad el edificio de la vieja escuela está en proceso de restauración. Lo vimos desde la calle. Y me llamó la atención que no parecía un edificio escolar, sino más bien una casa como todas las del pueblo. Fue una pena no poder verla por dentro, pero que estuviera en obras era muy buena señal. Por lo demás el pueblo tampoco había cambiado mucho (según mi padre), y la experiencia me dice que no hay que fiarse de lo que ve uno en verano, cuando los pueblos están llenos de gente, sino que para conocer bien el lugar hay que volver en invierno, cuando los veraneantes (antiguos vecinos en su mayoría) se han vuelto a Barcelona o a Zaragoza. También es cierto, como nos decían, que “ahora no hacía tanto frío y que ahora se vivía mejor”. Estas afirmaciones en realidad son muy preocupantes. Que no haga tanto frío no es una buena noticia, y que se “viva mejor” es cierto, pero nos lo decían pensionistas cuyos hijos se habían tenido que ir a trabajar y a vivir fuera del pueblo. Una señora nos dijo que tenía suerte porque su hija se había podido quedar a vivir en el pueblo, pero el trabajo lo tenía a cincuenta kilómetros, y esos son muchos kilómetros para hacer cada día dos veces por esas carreteras tan malas… Aunque ahora nieve menos.








(Por cierto, en varios pueblos de la zona, no solo en este, los carteles y señales están al revés, no sé porqué motivo... Pero, al menos aquí, por lo que pudimos comprobar, a nadie parecía preocuparle mucho...)






(Edificio de la antigua escuela. Un piso para los chicos, otro piso para las chicas)






miércoles, 20 de agosto de 2025

 




EL FIN DE UNA AMISTAD



Apareció un mendigo en mi calle. El mendigo anterior había desaparecido y el puesto se había quedado vacante. El di un euro y me sonrió amablemente. Al día siguiente pasó lo mismo, pero aún no me reconocía. Eso cambió a partir del tercer día, que fue el día que empezó verdaderamente nuestra relación. Nada más asomarme por la esquina ya me estaba esperando, sonriendo y levantando la mano. Todo fue bien durante un tiempo, pero un día resultó que no llevaba dinero. Él me miró enfadado y me ordenó que al día siguiente le diera dos euros. Desde entonces me aseguré de llevar dos euros sueltos en la cartera. Vinieron días tranquilos pero otro día, de repente, me miró con desprecio. Me asusté. Él vio el terror y el desconcierto en mis ojos y me dijo, antes incluso que yo me atreviera a preguntar: “mire usted, es que la vida está muy cara, creo que lo mejor serían tres euros…”. No me pareció una propuesta demasiado ambiciosa y acepté gustoso, con tal de volver a verle sonreír. 

Durante un tiempo todo fue normal. Yo le daba el dinero y él me daba los buenos días, o alguna que otra palabra amable. Se notaba que estaba contento conmigo. Hasta que un día, no sé cómo, resultó que no llevaba suficiente dinero en la cartera. Me miró con honda decepción. Era increíble: había vuelto a dejarlo tirado. Tenía todo el derecho del mundo a enfadarse… Desde aquel desastre me aseguré tenazmente de llevar cinco euros en monedas, que siempre las prefería a los billetes, porque como me confesó un día “le gustaba que el dinero pesara en su bolsillo”.

Los días se sucedían tranquilamente hasta que una tarde, en una conversación casual con un amigo, descubrí que mi amigo solo pagaba dos euros a su mendigo. “¿Y eso desde cuándo?”. Le pregunté, extrañado. “Desde siempre”. Su respuesta me dejó patidifuso. “¿Cómo? ¿No te lo ha subido nunca?”. No me lo podía creer… Mi amigo se ofreció a presentarme a su mendigo. “Si te convence puedes dejar al tuyo y compartimos el mío”. Me pareció una oferta tentadora, aunque inmediatamente rehusé. No, yo no podía hacer eso a mi mendigo, con el que ya tenía una relación tan larga. Yo no era de esa clase de desalmados que van por ahí cambiando de mendigo como si tal cosa. No… No podía ser…

Pese a todo acepté ir a ver a su mendigo. “Solo por curiosidad” me dije. Los dos primeros minutos todo fue bien. Una charla agradable. Aceptó mis dos euros sonriendo, pero luego pasó algo terrible. Algo que lo cambió todo: me pidió un cigarro. Naturalmente me ofendí todo lo que una persona decente se puede ofender. “¡Un cigarro”, “¡pero cómo se atreve!”. Mi amigo también estaba indignado. No se esperaba eso de su mendigo. ¡Vaya desfachatez!

“Deberías dejarlo inmediatamente. Te puedes venir a mi calle. Allí puedes estar seguro de que no te pasará esto”, le dije. Se lo pensó un momento, pero declinó mi ofrecimiento. “No puedo abandonarlo, se lo tomaría muy mal”. Sí, le entendía bien. Nos despedimos amablemente y ahí acabó nuestra amistad.



miércoles, 30 de julio de 2025

 

Bodegones ferroviarios

En vía muerta | Crítica. Diario de sevilla.

Vila Francés ejerce de memorialista de trenes perdidos y estaciones abandonadas



Javier González-Cotta

La ficha

En vía muerta. Alfonso Vila Francés. Maledictio. Madrid, 2022. 128 páginas. 20 euros


Al libro España en regional, glosado aquí en su día, le siguió otro, Caminos de hierro, especie de continuidad del primero y que la parálisis por la pandemia postergó hasta ver la luz con idéntico afán: viajar y glosar lo que Alfonso Vila llama como "el mosaico roto del ferrocarril español". Se habla en ellos de los trenes que ya no circulan, de los ferrocarriles desmantelados o directamente olvidados por la adversidad y la incompetencia. Ahora, en este En vía muerta, el autor ha fotografiado la naturaleza muerta del paisaje de España a través de las estaciones de tren abandonadas. Lo que se ha dado en llamar como España vacía (mejor que la ideológica España vaciada), tiene aquí su más nostálgico muestrario de lugares postrimeros, donde el abandono, la incuria y la nostalgia forman un bodegón natural al que es difícil no sucumbir.

Alfonso Vila Francés lleva cinco años viajando en tren –otras veces en coche y también a pie– con el fin de dar testimonio de tanta vía férrea sin uso. Dice con razón que “las estaciones abandonadas son el territorio del olvido y que el territorio del olvido es el territorio de la naturaleza". De ahí lo dicho, el bodegón, la naturaleza muerta del paisaje español a través de los trenes desmantelados y las estaciones que hoy perviven en forma de casonas afantasmadas, de dioramas carcomidos o pintarrajeados y que han quedado a la vista, en mitad de un monte, sobre una paramera, en las afueras de tal o cual pedanía, o junto a un curioso sotobosque.

El trabajo de Vila Francés nos hace viajar por la fantasmagoría de los lugares por donde sólo circula ya, todo lo más, el hálito final del tiempo. Estaciones silentes y caedizas, como las de Herrera de la Mancha (Ciudad Real), Castellnou de Seana (Lérida), Fitero (Navarra), Villares de Yeltes (Salamanca), La Puebla de Albortón (Zaragoza), Monteagudo de las Vicarias (Soria)... La eufonía del olvido agoniza con belleza en los nombres de los pueblos que perdieron su tren.

No todo aquí es trance de melancolía. El autor también critica la desamortización ferroviaria que ha sufrido España y su falta de cohesión en la red secundaria de trenes. El anhelado AVE no ha hecho si no agravar el daño, sobre todo en algunos trayectos que, más allá de un deber moral de mantenimiento, pudieron ser rentables para, entre otras salidas, dar vida al turismo de segunda velocidad.



sábado, 10 de mayo de 2025

 



EVIDENTEMENTE…



Volví de vacaciones y me habían dejado un nuevo uniforme en la taquilla. Es el mismo disfraz de payaso de toda la vida, solo que más nuevo y reluciente que el otro, que la verdad sea dicha, ya estaba para tirar. A mí me gustaría algo más moderno, más adaptado a los nuevos tiempos, ya no en el traje propiamente dicho sino en los complementos. En lugar de una regla y un cartabón, por ejemplo, un pequeño ordenador portátil. Pero lo cierto es que a los alumnos les gusta el uniforme tradicional, con todos los complementos tradicionales. Se parten de risa cuando voy a usar la calculadora y se me caen las pilas, y les da igual que repita la actuación una y otra vez. Todas las veces se ríen igual de bien. La verdad, no quiero pecar de vanidoso, pero lo cierto es que son muchos años entrando a las clases y tengo un buen repertorio de chistes y de gags preparados, así que normalmente no tengo problemas y mi actuación siempre es un éxito. 


Menos hoy… Sí, es muy extraño, pero tengo que decirlo: Hoy ha sucedido algo horrible: Un alumno no se ha reído ni una sola vez. Mientras los demás se morían de la risa y literalmente se tiraban al suelo gritando cuando hacía como que les explicaba qué era un sufijo y qué era un prefijo, este alumno, el maleducado, ni se reía ni hacía nada, solo me miraba fijamente. ¿Te lo puedes creer? Estaba tan desesperado que hasta he intentado hacer el número de los sintagmas nominales y las oraciones, que eso siempre es un éxito rotundo, y no, ni eso: peor aún, el impresentable este ha sacado una hoja y se ha puesto a… qué vergüenza, me da apuro hasta contarlo… se ha puesto a copiar lo que yo decía. En serio. ¡¡A tomar apuntes!! Hacía más de diez años que no tenía una experiencia tan desagradable en una clase. Como es lógico he tomado medidas. Nunca suspendo a nadie pero a este insensato he tenido que ponerle un cero. Cero patatero. Evidentemente… 


Oye, ahora que lo pienso, el viejo skech del profesor que ponía cero patateros estaba muy bien. Lo que pasa es que los alumnos de hoy en día nunca han visto esto, y les sonará increíble. Una pena…






viernes, 2 de mayo de 2025

 



¡Qué asco de trabajo!





No sé de qué se quejan, se indignó la muerte. He llamado a los del sorteo de hoy y todos se han enfadado. Antes también se enfadaban. ¡Y se quejaban! ¡Cómo se quejaban! Me decían que era cruel, que eso se avisa, que no podía venir y llevármelos así, por las buenas, sin que tuvieran tiempo para despedirse o para lo que fuera. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Siempre me pedían tiempo!

Al final, de tan pesado y llorones que se ponían decidí darles ese gusto. Y lo hice porque yo quise, que conste, que a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer. 

Ahora me molesto en llamarlos por teléfono para decirles que les quedan 24 horas y se me enfadan igual. Y eso que yo nunca he llamado por teléfono. A mí lo que me gusta es aparecer cuando menos se lo esperan y darles un susto de muerte, un susto de muerte nunca mejor dicho, vaya, que una también tiene su sentido de humor…

La cosa es que al final intento ser amable y qué consigo: Nada. Se me enfadan igual. Les doy 24 horas y no hacen otra cosa que lamentarse y lamentarse. Estoy harta, de verdad. ¡Qué asco de trabajo!