¿POR QUÉ NO DESAPARECEN LAS NACIONES?
Alfonso Vila Francés.
¿Vaya pregunta, no? Pues porque no quieren
desaparecer, eso para empezar. ¿Y por qué no quieren desaparecer? Bueno, bueno,
esto ya es más difícil de responder. Vamos a ver qué ha pasado en Europa. Vamos
a ver qué ha pasado en Europa desde que Ernest Renan pronunciara su famoso
discurso en La Sorbona en 1882 y dijera esto:
Las naciones no son algo eterno. Han tenido un inicio y tendrán un
final. Probablemente, la confederación europea las reemplazará. Pero no es ésta
la ley del siglo en que vivimos. En la hora presente, la existencia de las
naciones es buena, incluso necesaria. Su existencia es la garantía de la
libertad que se perdería si el mundo no tuviese más que una ley y un amo.
A mí me hace mucha
gracia eso de “la confederación europea las reemplazará”. Por eso me planteo
resumir un poco la historia de Europa en los siglos XIX y XX, para ver porqué
esas naciones Europas, que no son algo eterno, se resisten a desaparecer. Por
qué no ha llegado aún (y no se sabe si llegará nunca) esa “confederación europea”
de la que hablaba Renan hace más de un siglo.
¿Qué es una nación? Ese fue el título de su
discurso. Para Renan las naciones, en su época, eran útiles, buenas. Pero su
mundo y el muestro no son lo mismo. Y sin embargo nadie se plantea realmente
una confederación europea. A todo lo más que se ha llegado es a la Unión
Europea, que se creó como una unión estrictamente económica, y desde el Tratado
de Roma hasta el Tratado de Maastrich (lo que implica más de 30 años) fue
básicamente eso, un acuerdo económico. Sí, luego viene la unión política y
social. Y ahí empiezan los problemas. Y luego viene la crisis y algunos países
se empiezan a preguntar seriamente si la cosa no ha llegado demasiado lejos y
hay que volver a donde estábamos, es decir romper la unión y volver a la plena
independencia. Sin entrar en polémicas… ¿Hasta qué punto un país está dispuesto
a renunciar a parte de su soberanía?
Ahora tenemos el Brexit y yo no sé que pasará. Pero lo
que me interesa es analizar cómo hemos llegado hasta ahí. De dónde partíamos y
dónde estamos. Por tanto toca hablar del gran demonio del siglo XIX: Napoleón.
Napoleón era como
Atila pero en versión algo más moderna. Qué fuera o no fuera revolucionario es
lo de menos: se cargó el mapa europeo. Como un tornado que lo barre todo y no
deja ni una casa en pie. Cuando por fin acaban con esa bestia atea, ese demonio
maligno, los reyes absolutistas, sensatos ellos, se ponen de acuerdo para
volver a montar el puzzle. Claro está, de paso, hacen algunos cambios. Y el
resultado les gusta mucho. Del Congreso de Viena se pasa a la “Santa Alianza”.
Luego vienen los ingleses, que parece que pasan por ahí de casualidad pero son
los que cortan el bacalao y se montan varios acuerdos más: la “Cuádruple alianza”
y la “Quíntuple Alianza”, y ya tenemos la cosa atada y bien atada. Los
absolutistas recuperan lo perdido y se hacen fuertes
Salta la alarma en
España, unos liberales muy puñeteros quieren que Fernando VII acepte la
Constitución del 12. Eso está muy feo pero se soluciona rápido: un ejército
francés entra en España y sin ningún problema espanta a los liberales malos y
vuelve a poner al rey bueno. Y todos se vuelven a sus casas tan tranquilos. Fernando
VII le coge gusto a pedir ayuda y quiere que sus amigotes absolutistas le
ayuden con otros rebeldes puñeteros: los criollos americanos. Estos no son tan
liberales como puede parecer, pero una rebelión en las colonias es una cosa muy
fea. El zar ruso no quiere que el ejemplo americano se pueda extender a otras
partes y está dispuesto a prestarle ayuda. Y ahí se empieza a ver porque son
los ingleses los que realmente cortan el bacalao en la Europa del XIX. A los
ingleses les viene bien la independencia de Hispanoamérica. Y por tanto vetan
cualquier intento de ayuda a Fernando VII. Y asunto cerrado. No se habla más
del tema.
El bloque
absolutista aguanta la oleada revolucionaria de 1820 sin problemas. Pero en
1830, con la segunda oleada revolucionaria, la cosa cambia. Bélgica por su
cuenta decide separarse de Holanda y curiosamente nadie se lo impide. En
Francia Carlos X se pasa de listo en su intento de volver a implantar el
absolutismo y pierde la corona. Hay que decir que él no era “estrictamente” un
rey absoluto, puesto que tenía que mantener la “carta otorgada” de Luis XVIII.
Peor será la oleada
revolucionaria de 1848, la última de todas. 1848 es la muerte del absolutismo
en Europa Occidental. Pero 1848 también es la victoria del nacionalismo.
Y son cosas
distintas, pero liberalismo y nacionalismo formarán la nueva Europa, una Europa
ni prevista ni deseada en el Congreso de Viena.
Vamos por partes…
Hay un asunto que
tapa a los demás: las reivindicaciones sociales. 1848 es el año del “Manifiesto
Comunista”. En Francia los burgueses y el pueblo no van juntos, ahora luchan a
muerte entre ellos. Donde aún quedaba absolutismo los reyes, incapaces de
frenar la sublevación, tienen que empezar a dar constituciones y a establecer
parlamentos (luego, si pueden, darán marcha atrás y volverán al absolutismo,
pero será una agónica lucha por mantener un sistema que ya está muerto). Y, por
debajo de todo, es el año del inicio de los dos grandes movimientos
nacionalistas europeos: el nacionalismo italiano y el nacionalismo alemán.
En Italia el rey Carlos
Alberto, que gobierna en Piamonte-Cerdeña, declara la guerra a los austriacos.
La pierde y tiene que abdicar a favor de su hijo Víctor Manuel. Carlos Alberto ha
firmando una auténtica constitución, el “Estatuto Albertino”, en plena oleada
revolucionaria, y eso ya no cambia. Su hijo será un rey constitucional,
parlamentario, que además de liberal será el encargado de consumar la
unificación italiana. Al mismo tiempo en Frankfurt nace un parlamento, un
parlamento popular y espontáneo, fruto de la rebelión burguesa-liberal.
Recordemos que el territorio alemán se llama entonces “Confederación
germánica”. Esa confederación se creó después del paso de Napoleón y en
realidad no tenía ninguna unión: era un montón de pequeños estados
independientes, que presidía Austria y donde destacaba el reino de Prusia.
Hasta el parlamento de Frankfurt el único intento de unión había sido
económico: el llamado “Zollverein”, que implicó la supresión de las aduanas y
que, y no es un dato anecdótico, dejaba fuera a Austria. El parlamento de
Frankfurt fracasa porque el rey de Prusia no quiere aceptar la corona. Los
revolucionarios le proponen ser rey de una futura Alemania, pero él es un rey
absolutista y no puede aceptar que el poder se lo dé el pueblo. Al final Prusia
será la que unifique el país, pero desde arriba, desde el poder, y ya no será
un poder absolutista porque el rey de Prusia al final también tendrá que dar
una constitución, pero sí será un poder autoritario, porque esta constitución
da poco poder al pueblo y le reserva mucho poder al rey. Para que Prusia
unifique Alemania tendrán que suceder tres guerras, la guerra contra Dinamarca
en 1864, la guerra contra Austria en 1866 y la guerra contra Francia en 1870.
Ese año, 1870, es también el año de la unificación italiana: no es ninguna
casualidad.
Resumiendo, el
nacionalismo empieza mal. En 1848 los italianos pierden contra los austriacos y
el pueblo alemán no encuentra rey para su nuevo estado. Vale, no pasa nada. Los
problemas iniciales no frenarán el proceso. Al contrario, desde ese fracaso inicial
ya todo serán victorias. Aquí aparecen dos políticos fundamentales, dos hombres
muy inteligentes, muy astutos y muy pragmáticos: Cavour y Bismarck.
Cavour es el
ministro de Víctor Manuel II. Logra que el emperador francés entre en guerra para
atacar juntos a los austriacos, a los que vencen en Magenta y Solferino.
Resultado: La Lombardía pasa de manos austriacas a manos italianas. Luego se
las apaña para que Francia haga la vista gorda con los ducados centrales
italianos, que se anexionan al reino de Piamonte-Cerdeña, y que también haga la
vista gorda cuando Víctor Manuel envía a Garibaldi a conquistar el reino borbón
de las Dos Sicilias. Estamos ya en 1850 y ya sólo queda el centro de Italia,
los Estados Vaticanos. Pero ahí la unificación se frena porque el emperador
francés apoya al Papa. Para que Napoleón III le dejara hacer, Cavour le había
cedido las regiones de Saboya y Niza, que pasan a ser francesas. Pero con el
Papa no se puede hacer nada. Es intocable. Y para que quede claro los franceses
mandan un ejército a Roma y no lo retirarán hasta 1870. ¿Y qué pasa en 1870?
Pues que entran en guerra con Prusia y son derrotados. Napoleón III cae y se
acaba el Segundo Imperio Francés. Tiene que retirar a los soldados de Roma y
eso lo aprovechan los italianos. Antes, en 1866, también han aprovechado la
derrota Austriaca a manos de Prusia para quitarles el Véneto, otra de las
regiones del Norte que pertenecían a Austria. Ahora por fin pueden entrar el
Roma. El Papa, indefenso, se cabrea mucho, pero no puede hacer nada. Italia ya
es un país.
Y Alemania también,
claro. Porque ahora ya no es Prusia, ahora ya es Alemania. Y no un país
cualquiera: es el Segundo Imperio Alemán. El mapa de Europa ha cambiado mucho
desde 1815. Pero en Europa Oriental los cambios son mínimos. Polonia, por
ejemplo, sigue controlada por los rusos. Ya he dicho que los ingleses parece
que no pinten nada, que no se enteren de nada, que pasen de todo (son los años
del “espléndido aislamiento”, de la “Inglaterra Victoriana”), pero de eso nada.
Se enteran de lo que se tienen que enterar. A veces actúan para que algo
cambie, a veces actúan para que algo no cambie. Los belgas pueden ser
independientes. Los polacos ni hablar. No hay que tocar las narices a los
rusos. A no ser que haga falta, porque entonces sí que se las tocan, ¡y bien
tocadas! Tenemos dos ejemplos muy claros: la Guerra de Crimea (1854-56) y el Congreso
de Berlín y la revisión del Tratado de San Estefano (1878). Los ingleses
quieren un Imperio Otomano débil, pero no un Imperio Otomano muerto. Ayudan a
los griegos a ser independientes (y luego les imponen un rey absoluto y
extranjero), pero no piensan consentir que los rusos machaquen a los turcos. Saben
que los turcos son los únicos que separan a los rusos del Mediterráneo. Por eso
envían un ejército al Mar Negro y convencen a los franceses para que hagan lo
mismo. Y cuando no apoyan a los turcos con las armas, los apoyan con la
diplomacia, obligando al ganador a revocar un tratado de paz que no les conviene.
Si queréis estudiar
la historia de los tratados de paz en el mundo en el siglo XIX, tenéis que
saber que siempre tienen una cláusula secreta: “con permiso de los ingleses”. A
los japoneses les pasa lo mismo contra los chinos (y eso que los propios
ingleses ya habían dado dos palizas a los chinos con las “guerras del opio”,
pero aquí también vale lo de los turcos: débiles pero no muertos). También es
lo que hacen con la guerra de España contra el sultán marroquí de 1859-1860
(donde, por cierto, el bueno de Prim vuelve a desenvainar la espada, que las
Cortes ya le empezaban a aburrir y una buena batalla te rejuvenece mucho). Esta
guerra fue una victoria rotunda de los españoles, pero a los ingleses no les
pareció bien y tuvimos que devolver Tetuán al Sultán.
Volvamos a los
Balcanes. Allí se pegan los rusos con los turcos, pero hay otros interesados.
Los austriacos también quieren una salida al mediterráneo. Consiguen que les
dejen meter mano en Bosnia, con permiso inglés, claro, porque era una parte del
Imperio Otomano, al menos en teoría. Y allí seguirán, primero como
“protectores” y luego como “anexionadores” (desde 1908), hasta que los Serbios
empiecen la gran traca y uno de los cohetes vaya a caer inesperadamente en el
centro del gran polvorín que entre unos y otros han ido formando durante muchos
años. Ya se sabe: si vas amontonando cajas de dinamita en el patio trasero, lo
mismo el día menos pensado te explotan.
La explosión
provocará, claro está, la Primera Guerra Mundial. Y esa guerra será el final de
los imperios que quedaban en Europa. El imperio turco ya estaba medio muerto y
ya casi no era Europeo, pero seguía teniendo la capital en este lado del
Bósforo. El Segundo Imperio Alemán duró poco. Los ingleses no podían permitir
que el Kaiser Guillermo II quisiera meterse en el asunto del colonialismo. El
Imperio Austrohúngaro era un superviviente. Algo muy extraño: había aguantado
bastante bien el terremoto del 48. Es cierto que el emperador tuvo que firmar
una constitución y tuvo que dar derechos a los campesinos y tuvo que pelear
contra los nacionalistas checos y húngaros, pero la cuestión es que aguantó. Y
luego, después de la derrota contra los prusianos en Sadowa en el 66 también lo
volvió a pasar mal, pero el imperio aguantó. Simplemente le hicieron un buen lavado
de cara: se convirtió en una monarquía dual, donde el rey de Austria también
era rey de Hungría y donde los húngaros tenían su propio parlamento. Por lo
demás era un imperio autoritario y muy conservador, lo más cercano al
absolutismo sin ser absolutismo.
Y luego está el más
absolutista de todos, el que no se había enterado de nada, el que sí vivía
realmente en un “espléndido aislamiento”, el que era tan poderoso que no se
conformaba con tener todo el poder político, también quería tener el poder religioso
(y lo tenía). El Zar ruso controlaba los cuerpos y controlaba las almas, y no
sabía que el absolutismo y la teocracia ya no existían en el resto del
continente. Alejando II quiso reformar su país, y empezó aboliendo la
servidumbre en 1861. No era mala idea, aunque en toda Europa Occidental la
habían abolido muchos años antes. Por desgracia las reformas no llegaron más
lejos. Y luego incluso se volvió hacia atrás. Se quiso frenar cualquier cambio
político o social. Nicolás II no se quiso enterar que él ya no era un zar
absolutista, que ya no podía serlo, que nunca más iba a serlo, y como no se
quiso enterar acabó acribillado en un sótano.
Pero antes de eso
las tierras de Europa iban a volver a sufrir otro tornado, y el tornado barrió
unas fronteras y creó otras fronteras. El tratado de Brest-Litovsk hizo que en
el Este aparecieran un montón de países nuevos. Y un año año después, en 1919,
el Tratado de Versalles y los otros
tratados del final de la guerra (como el de Trianon, el de Saint-German, etc.) hicieron
los mismo en el centro de Europa. Salieron países nuevos, países que ya habían
sido nación, como Polonia y Hungría, y salieron países que no tenían ningún
pasado, que no tenían ninguna historia común, que eran totalmente nuevos y
artificiales, como Yugoslavia. En estos casos siempre hay pueblos que se
pierden en el jaleo, que se quedan parados en medio de ninguna parte, pueblos
de los que nadie se acuerda o a los que nadie pregunta. Los líos de fronteras
traen líos de familias. De repente había unos húngaros que eran rumanos, unos
croatas, unos eslovenos y unos bosnios que tenían que estar con los serbios,
quisieran o no, unos rusos que ya no eran rusos, unos turcos que tenían que ser
griegos por narices, unos alemanes que ya no eran alemanes y unos franceses que
habían sido alemanes y ahora volvían a ser franceses. Y así podíamos seguir
unas cuantas líneas más…
Tuvo que venir un
americano, un señor que era presidente, a tratar de poner un poco de orden en
el gallinero. Wilson se plantó en medio del barrullo y soltó sus “Catorce
puntos”, pero sólo le hicieron caso a medias. ¿Bélgica? Sí, con Bélgica no hay
nunca ningún problema. ¿Respeto al principio de nacionalidad? ¡Uy! Me parece
que eso habrá que explicarlo mejor. Que no está muy claro ese principio para
que “nacionalidades” vale y para que “nacionalidades” no vale. En todos los
tratados que los vencedores imponen a los vencidos hay siempre “revanchismo”.
En el tratado de Versalles había una dosis casi insoportable de revanchismo, y
eso era porque los franceses recordaban muy bien la guerra franco-prusiana y la
derrota de Sedán. El mismo Bismarck ya se había dado cuenta. Se había pasado
con los franceses. Por eso quiso hacer sus “sistemas Bismarckinanos”, que no
pretendían otra cosa que tener controlada a Francia para que no pudiera
vengarse nunca. Pero con la llegada al poder de Guillerno II, Bismack deja de
ser canciller. Y sus sistemas de alianzas se olvidan. Para empeorar las cosas
Guillerno II apoya descaradamente a los austriacos y cabrea a los ingleses y a
los rusos. Con eso se va preparando la guerra. Europa se llena de montones de
cajas de explosivos. ¿El “polvorín de los Balcanes”? ¿Qué os creéis, qué sólo
había uno? ¿Y qué pasa con la “Italia irredenta”, por ejemplo? ¿Y qué pasa con
el “corredor de Danzig”?, ¿Y con los Sudetes? ¿Y con la Alta Silesia y
Pomerania? La Segunda Guerra Mundial contestaría a estas preguntas. Pero
provocaría otras preguntas, como pasa siempre. Los pecados de los abuelos serán
siempre la tumba de los nietos.
Las naciones no son algo eterno. Han tenido un inicio y tendrán un
final, dijo alguien una vez…
(Versión digital del artículo del mismo nombre publicado en la revista Jot Down, nº 15, en papel)
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