COMO CADA JUEVES
Como cada
jueves, Sebastián contempló a su padre desde la vieja caseta del
guardabarreras. Su mujer llevaba fuera varios meses y su ausencia se delataba
en las arrugas de su uniforme, que habían proliferado en las perneras y las
mangas con la misma impunidad con que sus cabellos se enredaban en su cabeza y
su barba se espesaba en sus mejillas. Lo vio moverse por el andén con
impaciencia. Lo vio parado frente a su oficina, con los ojos fijos en la vieja
y sucia esfera del reloj de la estación. Lo vio acercarse al cambio de agujas,
con su reloj de bolsillo en la mano, mirándolo detenidamente, guardándolo con
gesto contrariado en el bolsillo de la chaqueta y sacándolo con violencia para
mirarlo con mayor fijeza aún durante unos segundos para después, con una rabia
apenas contenida, volver a hacerlo desparecer en su bolsillo. El reloj
funcionaba correctamente. Y el reloj de la estación, a pesar del tiempo y la
falta de cuidado, también funcionaba correctamente. Era lo único que funcionaba
correctamente en aquella estación, tal y como pensó Sebastián mientras espiaba
a su padre. Los relojes sirven dar cuenta del naufragio, se dijo, para dejar
constancia de cómo todo se hunde a su alrededor… Sebastián estaba impaciente. Y
respiró tan aliviado como su padre, cuando desde el fondo del valle, rompiendo
la paz de la tarde invernal, resonó un primer pitido.
El tren iba
a llegar. Su padre se colocó la gorra y, con un gesto automático, se retocó los
largos mechones, se palpó el uniforme y se miró los zapatos. Todavía faltaban unos minutos para que el
mercancías de Federico, el último tren del día, asomara su negro hocico por la
boca de un oscuro túnel y, resoplando como un caballo exhausto, cubriera los
últimos metros de la larga rampa al final de la cual encontraría como única
recompensa el desolado andén y los mustios álamos de la estación. Sebastián aún
tenía tiempo. Podía, si quería, permanecer observando a su padre un rato más.
Aquel día lo había visto en numerosos lugares y en las más diversas posturas,
pero era allí, en el centro de un andén solitario, con la mirada fija en los
montes cercanos, cuando más patente se hacía su abandono, su derrota, su
soledad. Bastaba una simple mirada para ver que ese hombre ya no luchaba.
Sebastián era joven, pero su juventud
nunca había estado reñida con el don de la observación. Desde pequeño
había sido un niño callado, pero no ausente. Él no hablaba ni se hacía notar,
pero nada o casi nada se escapaba de su atención. Su padre podía conservar
ciertos hábitos, podía mantener cierta dignidad en sus palabras, pero su
aspecto no mentía. Todo él, desde sus pies hasta su cabello, trasmitía una
sensación de dejadez, una dejadez evidente en el aseo y el vestuario que en
otros tiempos le hubiera procurado una amonestación verbal, o quizá algo peor,
por parte del inspector de zona, pero que en la actualidad, dado el abandono
que sufría la estación entera, era improbable que le causara perjuicio alguno.
¿Quién iba a preocuparse –se preguntaba Sebastián con ironía– por unas cuantas
arrugas, cuando las paredes del vestíbulo estaban llenas de desconchados y de
manchas de humedad? ¿Quién se fijaría en un matojo de pelos hirsutos cuando una
marea de hierbajos subía desde las traviesas hasta el andén amenazando con
anegar los rieles, las traviesas, las palancas, las señales, todo ese montón de
hierros medio inútiles y oxidados?
–Sabes…
–murmuró sin volverse, por un instante había olvidado que no estaba solo–, a
veces pienso que mi padre, en el fondo…
Un segundo
pitido le hizo desviar la mirada. La brusca irrupción de una locomotora,
pitando, jadeando, lanzando gruesos jirones de humo negro, era algo que
Sebastián nunca podía dejar de admirar. Ya podía estar estudiando o haciendo
alguna tediosa tarea doméstica o paseando por la vereda o leyendo una novela de
aventuras de Julio Verne o buscando algún desdichado insecto que acabaría sus
días fosilizado en una oscura caja de zapatos: tan pronto como escuchaba el
pitido de tren giraba de inmediato la cabeza. Esas máquinas vetustas,
grasientas, esos vagones austeros, incómodos, formaban parte de su vida. Había
crecido con ellos y si un día desaparecían, si realmente desaparecían,
seguirían estando atados a él a través del hilo de la memoria, tan tenue y
resistente como la seda de la araña. Una de esas maquinas le había llevado a la
ciudad un verano ya casi olvidado. Una de esos trenes había traído a Miriam.
Uno de esos vagones se había llevado a su madre. Sebastián tenía más recuerdos
referidos a esos trenes que a cualquier otra cosa. Algunos niños juegan en las
eras o en los pastizales. Otros juegan en los patios o en los talleres.
Sebastián jugaba en la estación. Y respecto al futuro, a ese futuro brumoso y
lejano que imaginan los niños, soñaba, como no podía de otro modo, con ser
maquinista. Y su padre, que alentaba los sueños del niño, siempre aprovechaba
cualquier oportunidad para subirlo a un tren (a pesar de las protestas de su
madre), de manera que el tren era su manera natural de gastar el tiempo, de
conocer los lugares que le rodeaban, de ver el mundo, el mundo que se extendía
más allá de la sierra... El día que los perros no ladraran, el día que los
pájaros no levantaran el vuelo de pronto, el día que los ojos de los hombres
dejaran de escrutar la lejanía en busca de un furioso chorro de humo, el mundo,
el mundo que él había conocido, habría dejado de existir.
Y Sebastián
lo sabía. Lo sabía como, quisiera o no, conocía qué preguntas, qué dudas, qué
miedos le rondaban a su padre por la cabeza en cada instante. Lo sabía del
mismo modo que sabía qué pensaba mientras esperaba con impaciencia la llegada
del tren, y qué le diría a Federico una vez se encontraran el uno frente al
otro. Lo sabía como sabía que una vez que el último vagón se perdiera entre los
árboles, entre esa maraña espesa de troncos, ramas y hojas que cerraba el
horizonte, su padre volvería a su triste despacho, a continuar con su informe,
ese informe redentor y exacto que pensaba remitir al director de la compañía
con la esperanza de que fuera leído por éste. Sebastián conocía ese informe de
memoria. Su padre se lo había mostrado en muchas ocasiones. Además, cada vez
que iba con él al pueblo y algún aldeano le insinuaba, con ese tono entre
resignado y cínico de los que están acostumbrados a las desgracias, a perder lo
poco que tienen, a que la Historia, la Historia con mayúscula, la de los
libros, se escriba sin contar con ellos, que se fuera buscando otro trabajo,
éste le respondía irritado que al ferrocarril le quedaba mucha vida por
delante; y siempre, siempre, acababa mencionando alguno de los párrafos de su
informe, unos párrafos densos y sucios, rebosantes de datos esclarecedores,
precisos, irrefutables. Por eso le resultaba tan fácil, mientras lo observaba
en silencio desde la pequeña ventana de la caseta del guardabarreras, imaginar
hacia donde desembocaban sus pensamientos: el estrecho y húmedo túnel de Los
Huesos, o el esbelto y ya herrumbroso puente metálico que salva el río que da
nombre al valle, o uno de los muchos desmontes que cortan temerariamente la
recia piel de la sierra, allí había volado la imaginación de su padre; y allí
permanecía, atrapada por el miedo, como cada día a estas horas.
No siempre
había sido así, desde luego. Cuando él era niño los trenes iban y venían a
todas horas. Los pasajeros llenaban los andenes y vagones y las vías y las
locomotoras estaban en perfecto estado. Pero las cosas habían cambiado mucho
desde entonces. Hoy casi todo el mundo tenía automóvil, y, por si esto no fuera
suficientemente grave, las fuertes lluvias de hace dos años destruyeron la vía
por varios puntos. Entonces se hicieron los arreglos indispensables, con la
promesa de hacer una remodelación completa de la línea en los próximos meses.
Pero era mentira. Los accionistas no querían saber nada de nuevos gastos, se
decía incluso (Sebastián en persona se lo había escuchado decir a un compañero
de escuela, hijo de un contable de la compañía) que estaban esperando que el
puente o el túnel se vinieran abajo, para así tener una buena excusa para
cerrar un ferrocarril que hacía una década que había dejado de ser rentable.
¿Era eso cierto? ¿Era un rumor
infundado? Lo creyese o no, Sebastián estaba al tanto de todo. No confesaría
sus temores por nada del mundo, pero no podía dejar de pensar en ellos. Todos
los días lo hacía. Y aquel jueves no iba a ser una excepción…
Miriam estaba allí, como cada
jueves. Había llegado puntual y tan callada como siempre. “Lo bueno de ella era
que te puede entender con mirarte a los ojos y lo malo de ella es que parece
que no tiene el menor interés en ti”, había escrito Sebastián una noche en su
diario, en la época en la que pensó que escribir un diario secreto le ayudaría
a entender mejor lo que pasaba. Ahora su diario estaba guardado en el fondo de
un arcón y Sebastián ya no esperaba entender nada. Continuaba amándola. Sus
citas eran monótonas e inevitables y Sebastián las aceptaba como aceptaba todo
lo demás, la soledad, el silencio, el temor… ¿Por qué lo hacía? No lo sabía.
Podía dar muchas razones, pero ninguna era buena. Tal vez aún esperaba que sucediera
algo, algo… una especie de milagro… Tal vez…
Aquel jueves Sebastián estaba
nervioso. Federico se había retrasado más de la cuenta. Y ahora tenían poco
tiempo…. Pero Sebastián no se decidía a empezar. Miraba a su padre y permanecía
inmóvil, olvidándose por completo de ella. Y Miriam acabó por impacientarse…
–Vamos, que no tenemos todo el tiempo del
mundo… ¿A qué esperas? –le recriminó.
Miriam no solía exigir nada. Su
trabajo consistía en dejar hacer y no protestar. Sebastián no era inocente.
Sabía qué nombre recibían en el pueblo las mujeres como ella. Miriam era joven,
era hermosa, pero entre ellos no podría existir otra cosa que eso, que lo que
Sebastián obtenía cada jueves durante diez minutos. Y aunque lo obtenía gratis,
sin pagar por ello, sin pagar en otra cosa que en reproches silenciosos y en
breves arrebatos nocturnos, Sebastián no se consideraba mejor que los otros,
los que sí pagaban, los que limpiaban su conciencia con unas sucias monedas…
Hacía meses que aquello sucedía invariablemente, y en todo ese tiempo Sebastián
nunca le había preguntado a Miriam porqué seguía visitándolo, ni se había
confesado a sí mismo que tal vez él, en el fondo, en lo más hondo de su ser,
esperaba otra cosa de ella. Y mejor que no lo hiciera… Porque si esperaba algo,
estaba claro que aquello no iba a pasar… ¿O sí? ¿O Sebastián hacía mal
permaneciendo en silencio? Los adultos actúan, los niños sueñan, pensaba
Sebastian. Pero cada día la realidad le iba demostrando que aquello no era así,
que la vida no era un tejido uniforme y monocromático, sino que tenía pliegues
inesperados, que tenía manchas oscuras y extrañas, que tenía imprevistos
abismos insalvables…
Como sus reproches. Como esas
palabras que Sebastián acababa de escuchar y que, sin saber porqué le irritaron
profundamente, como el peor de los insultos. Y pese a todo, a pesar de sus
sorpresa y su irritación, aquellas palabras, aquellas simples palabras
triviales y sensatas no pudieron rescatarlo del pozo de sus pensamientos, de
ese lugar hondo y lóbrego donde su mente lo había llevado en un momento y de
donde tal vez pasarían horas antes de que pudiera salir…
Y horas era precisamente lo que no
tenían. Porque mientras Sebastián estaba perdido en su inmenso espacio
interior, ese espacio sin dolor ni deseo, y mientras Miriam esperaba en su
pequeña y desapacible realidad, el mundo continuaba su curso, y el mundo, en
aquella tarde de jueves, era ese tren, ese mercancías que había aparecido –una
sombra alargada y fantasmal– por detrás de la caseta y que, tras un rugido
agónico, se había detenido en la destartalada estación. Ese tren marcaba el
comienzo y el final de todo su amor condensado. De su amor o su deseo o su
angustia, qué Sebastián ya no sabía qué era lo que sentía por ella, lo qué
sentía por ella cuando era capaz de sentir algo, pues aquella tarde, aquel
jueves todo le parecía extrañamente irreal, como si lo que estaba viendo, como
si lo que estaba oyendo, no fuera algo que llegaba a sus ojos y a sus oídos
desde la realidad misma sino que proviniera de otro lugar, de un mundo dentro
de este mundo, de una realidad oculta debajo de la realidad inmediata, del
mismo modo que una casa puede tener un sótano y ese sótano puede esconder otro
sótano, o tal vez de esa misma realidad pero de otro tiempo, de un tiempo pasado
o de un tiempo futuro, de un tiempo que parecía el tiempo actual, que era en
todo igual al tiempo actual, pero que Sebastian no percibía como el tiempo
actual, sino como una imitación, como un simulacro, como una mentira.
¿Acaso era todo una mentira? ¿Una
representación? ¿Una farsa? No. Sebastián sabía que no. El problema no era el
mundo: el problema era él. Era él quien
no era capaz de sumergirse en la realidad, era él quien estaba atrapado,
inmovilizado por sus pensamientos. Y mientras el tiempo pasaba y Miriam se
desnudaba lentamente, ofreciéndole la visión de sus pechos pequeños y redondos,
sus pechos curtidos y aún esbeltos, con la leve esperanza de hacerle volver a
la vida, como quien quiere despertar a un enfermo largo tiempo convaleciente.
¿Dónde estaba perdido Sebastián?
¿Hasta dónde había llegado para que los recursos de Miriam resultaran
totalmente contraproducentes? Sebastian la miraba sin verla. O la miraba sin
querer verla. Miriam ya no sabía que pensar. Ella lo conocía bien. Sabía que
debía concederle tiempo. Que debía esperar a que él se venciera a sí mismo. Que
no debía por nada del mundo entrometerse en su combate a muerte. Aquello era
una cosa entre él y su conciencia. Entre él y su rencor. Y ella no podía hacer
otra cosa que esperar…
Sebastián volvería en sí.
Despertaría de su letargo corporal y la amaría torpemente, dulcemente,
tristemente…. Y entonces podía olvidar. Olvidar las maldiciones y los
escupitajos de Federico. Tan pronto como la chimenea dejaba de soltar humo, el
curtido maquinista sacaba de su ancho bolsillo su paquete de tabaco de mascar.
Sebastián observaba su rito con una incierta nostalgia. Desde niño había visto
escupir tabaco a ese hombre basto y cariñoso. Pero nunca se había atrevido a
pedirle. Ahora le venía una idea siniestra a la cabeza: Pronto nadie mascará
tabaco en la estación. Y Sebastián deseaba pedirle tabaco. Tampoco nadie
contará chistes malos, pensaba a continuación. Y Sebastián recordaba ahora a
Tomas, el fogonero, que siempre contaba unos chistes malísimos, tan malos que
antes le enfadaban porque pensaba que trataba de tomarle el pelo y ahora le
hacían sonreír con ternura, y con dolor.... Y quería olvidar… Quería olvidar
con todas sus fuerzas. Quería cerrar los ojos y que al abrirlos sus recuerdos
hubiesen desaparecido. Quedarse con la mente vacía. Sin memoria. Olvidarlo
todo. Olvidar los chistes sin gracia de Tomás. Olvidar las maldiciones y
blasfemias de Federico. Olvidar que era jueves. Olvidar los delirios y el
malhumor de su padre. Olvidar, sobretodo, aunque nunca hablara de ello, la
huida de su madre. Porque Sebastián sabía, como todos en el pueblo, que su
madre no iba a volver. Nadie decía nada delante de su padre, ni Sebastián
tampoco, pero todos sabían que la señora Andrea se había ido para siempre. Y
Sebastián, aunque odiaba a su madre por eso, sabía bien que no podía
reprochárselo. ¿Acaso no haría él lo mismo en cuanto pudiera? Si su madre
enviara una carta, un mensaje, una señal… ¿no se iría con ella sin pensarlo?
Sebastián pensaba en eso muchas veces. Se imaginaba cómo sería vivir en la
ciudad. Ya tenía edad suficiente para empezar a pensar qué quería hacer con su
vida. Pero aquel era un trabajo que siempre dejaba para otro día.
Normalmente los jueves eran días
extraños. Sebastián esperaba ansioso la llegada de Miriam. Luego, cuando se
metía en la cama por la noche, pensaba en lo que había hecho y en lo que no
había dicho, y se sentía alegre, aliviado, triste y agotado, todo a la vez, y
era una sensación nueva, un indicio de que algo estaba cambiando en su vida,
aunque realmente no sabía decir qué esperaba de aquellos cambios.
Aquel jueves era distinto.
Sebastián no podía detener su mente. Sus pensamientos se sucedían sin control,
como relámpagos simultáneos rasgando la noche, como figuras negras avanzando en
una larga comitiva silenciosa… Miraba las paredes, el techo, el suelo… Todos
los jueves se encontraban allí, a pocos metros de su padre, en la caseta
abandonada y cochambrosa, llena de escombros y suciedad. Pero era como si nunca
hasta ese día hubiera visto aquel sitio. Ese lugar que ahora le parecía tan
desolado… ¡Vaya un sitio para un encuentro!, se decía para sus adentros, Vaya
sitio para un beso, para una caricia… Luego, al notar el frío contacto de los
dedos de Miriam en su nuca, no se volvía para darle un pellizco, o para tocar
su piel desnuda, indefensa, y fría, fría como la nieve, como el cristal en la
noche del invierno, como el raíl blanquecino al amanecer. No se movía de su
sitio, ni alargaba la mano, ni siquiera musitaba alguna excusa… Y Miriam estaba
cada vez más confundida, pensando qué tal vez lo mejor sería marcharse y volver
otro jueves. O tal vez nunca…
Sin embargo, aunque Miriam no lo
había advertido, algo había cambiado en él. Ella seguía insistiendo. Sus dedos
fríos se hundían bajo su camisa, le estremecían con su contacto gélido, y
Sebastián, aún perdido en sus pensamientos, pensaba ahora en ella. Pensaba en
ella de otro modo, sin embargo. Pensaba en ella como nunca había pensado que se
pudiera pensar en ella. Ya no era su piel, su cuerpo, sus ojos, su risa, lo que
le llamaba la atención. Era lo que hacían, el hecho concreto, lo que ocurría
entre él y ella, entre su cuerpo y el de ella, entre su corazón y el de ella,
eso era lo que le interesaba ahora a Sebastian… Y lo demás le resultaba tan
indiferente como el conocido paisaje del valle o como las palabras sin
esperanza de sus compañeros de la escuela. Eso es crecer…, se dijo de pronto.
Eso es lo que se llama ser adulto… Quitar la mascara a la realidad, y ver las
cosas como son, nos guste o no, sin poder remediarlo… Ahora miraba a su
alrededor y todo eran preguntas, preguntas que nadie iba a pronunciar en voz
alta, preguntas que se acabarían pudriendo como se pudren las hojas en el
suelo, preguntas que se esconden como se esconde el anillo de aquella a quien
no pudimos amar.
Y mientras tanto Miriam esperaba,
paciente, inmóvil, hierática. Un nuevo pitido retumbó en el valle. El pitido
asustó a Sebastián y lo hizo volver a la realidad. El tren estaba a punto de
partir. Sebastián comprendió de pronto lo que eso significaba y en ese preciso
momento Miriam aprovechó para susurrarle al oído algo que Sebastian no quiso
entender, pero que no pudo evitar oír. Era su consigna, la señal que sus manos
estaban esperando. Se volvió lentamente hacia ella y la miró. Miriam se separó
la camisa y le sonrió. Sebastián bajo sus ojos. Sus pechos desnudos comenzaban
a adquirir una tonalidad levemente morada: era la mano voraz del invierno que
se abalanzaba sobre ellos como el más impaciente de sus amantes. Sin
pensárselo, poseído por un súbito furor, la arrinconó contra la pared, la rodeó
entre sus brazos, la atrajo con fuerza contra su cuerpo y la besó con rabia,
con dolor, con angustia… Y después, separándose de pronto de ella,
violentamente, salió de la caseta y echó a correr hacia las vías.
–Sebastián.
¡Sebastián! –gritó Miriam.
Y contempló
horrorizada como su grito se perdía bajo las enormes ruedas de la máquina, como
era ahogado por el estrépito del metal y el vapor, por la pesada respiración de
la bestia, por su apetito insaciable…
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