Tiene cojones que esto lo escriba alguien que tiene 45 años y tiene que vivir gracias a la ayuda de sus padres. Pero eso es lo que hay. Sé lo que quiero hacer y sé lo que debo hacer. Puedo decir lo que dijo Bukowski: “tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre.”. La diferencia es que él tenía trabajo y yo no. Él decidió irse y a mí me despidieron. Él puede decir morirse de hambre. Yo a lo mejor me muero de hambre sin poder evitarlo. Bien, vale. Pues entonces, entonces al menos, ya puestos, mejor morir de hambre como escritor. Aunque no, el escritor romántico no es nada romántico. Sufrir y pasar hambre no es romántico. Hay mucho mito en eso y ese mito es muy destructivo. Y sí, muchos trabajos son odiosos. Y tú puedes llegar a odiar tu trabajo (aunque al principio te encantaba). Pero luego lo pierdes y la cosa empieza a ponerse seria. Y tú puedes seguir en tu mundo de fantasía. Como decía cierto poeta maldito casi desconocido: “¿qué me importa sufrir si soy poeta?”. Sí, eso es muy romántico. Y el dolor es muy creativo, lo sabemos todos. ¿Y qué pasa con tus hijos? ¿Ellos también van a escribir grandes poemas salvadores? La realidad te va aplastando. Tú puedes seguir con tus sueños de grandeza. ¿Hacemos como Valle Inclán? “Hijos míos, preparaos porque vais a pasar hambre”. Valle Inclán tenía mucho orgullo. Pero el orgullo no llena el estómago.
Si fueras a morir hoy…
El poema con el que empieza mi libro “Acto de clausura” es este:
MANERAS DE VIVIR Y MANERAS DE MORIR
Las intenciones no bastan.
Y los buenos deseos tampoco.
Empieza por ser sincero,
sincero como sólo pueden serlo
los hombres heridos de muerte,
los hombres reventados por la metralla
que llaman a su madre en mitad de las trincheras.
Si el obús cayera ahora
Qué querrías dejar, por qué querrías ser recordado.
Empieza por ser sincero.
Y después hablaremos…
Hablaremos de los trabajos que dejaste.
Hablaremos de las mujeres a las que no quisiste amar.
Y de las mujeres que despreciaste
porque te ofrecían algo más limpio y peligroso que el amor:
su cuerpo, su cuerpo como un mapa vacío
que tú podrías llenar a tu antojo,
su cuerpo arrebatado al mar,
que tú tendrías que devolver al mar algún día.
Esa era tu misión y renegaste de ella.
¿Por qué? ¿Por piedad? ¿Por orgullo?
Explícamelo. Y, lo más importante, explícatelo a ti.
Respóndete de una vez por todas…
¿Acaso no es el destino de todos llegar al mar?
¿Entonces, qué te detuvo?
“Mejor pronto y de golpe”, decías, pero eran palabras negras,
palabras para el fuego, heno y estiércol de la poesía.
Así que… empieza por reconocer la verdad,
y entonces hablaremos.
Hablaremos de los amigos que perdiste.
Hablaremos de los libros que no quisiste leer.
(Y de los que leíste, pero como quien se pone guantes
para dar la mano, temiendo que sus palabras vivas
pudieran arrancarte de tu sueño.)
Hablaremos del tiempo que malgastaste y del dolor
que quisiste acomodar en tu cuerpo
como se acomoda un huésped de lujo
en un hotel barato.
(Y cuando luego se fue sin pagar, como un fugitivo,
tú aún saliste en su defensa,
y lamentaste no haber podido despedirle
como se merecía…)
¿Qué tenía, dime, qué tenía el dolor que no tenía
el placer? ¿Por qué te era
tan querido?, ¿por qué siempre estabas dispuesto
a dejarte llevar de su mano, aunque esa mano te condujera siempre
a una ciénaga de rencor y dudas?
“Un rencor dulce”, pensabas, dulce como el beso del verdugo.
Pero te equivocabas.
Y lo que es peor: lo sabías.
Así que empieza ya. Empieza a soltarlo todo.
Sé sincero como sólo saben serlo los hombres
que oyen silbar la bala y no intentan esconderse,
que mueren gritando el nombre de la madre,
y ya no temen ni al ridículo ni al error.
Sé sincero. La guerra ha empezado ya.
El cañón se acerca.
Después de “Acto de Clausura” he seguido escribiendo poesía. Ya tengo otro libro. Que espero poder publicar pronto. Está muy difícil, por supuesto. Sé perfectamente lo difícil que está publicar un libro. Tan difícil como vender un piso. Tan difícil como encontrar un trabajo. Cuando escribí “Maneras de vivir y maneras de morir” sabía que si moría ahora, no iba a dejar gran cosa a la humanidad, ni siquiera a mis hijos. Y yo, aunque sea algo totalmente inútil y absurdo, estoy empeñado en dejarle a la humanidad unos cuantos buenos libros, y unas cuantas buenas fotos. Eso como mínimo. ¿Soy un arrogante y un pretencioso? Sí, desde luego. ¿Soy un imbécil, un caso perdido? Pues también. ¿Soy una mala persona? Bueno, creo que no. He tenido que conocerme bien, porque he tenido que soportarme mucho. No sé lo que va a pasar en el futuro. Si me irá mejor o me irá peor. Intento no acostarme cada noche con la sensación de haber desperdiciado totalmente mi vida. Como dijo alguien, eso ya es mucho…

La última parte de este libro es una pequeña colección de fotos agrupada bajo el título “Día de permiso”. “Día de permiso” son fotos de viajes por España. De joven viajé bastante. Tenía un amigo en Bruselas y casi todos los años iba a verle. Fui en tren a Hungría y me pasé 20 días allí. Estuve en Estambul, estuve en París, estuve en muchos lugares interesantes. Los veranos me los pasaba reconstruyendo pueblos abandonados en los Pirineos. Era una vida con problemas, yo era muy tímido, no ligaba una mierda, pero también era una vida estupenda a veces, cuando habías acabado los exámenes de la universidad y sabías que tenías dos meses de viaje por delante.
Recuerdo una conversación con un profesor argelino, en autobús, camino de Bruselas. Él me hablaba del integrismo de Argelia. Pero por entonces ninguno de los dos pensaba en un integrismo en Europa. Mi amigo vive en Molenbeek. La última vez que estuve allí, hace unos diez años, puede que alguno más, el integrismo no era ningún problema. Después de los atentados le envié un email. Estaban todos bien. Cuando los atentados de Madrid él hizo lo mismo. Estábamos todos bien. Las cosas siempre pueden ir a peor.
Me casé y prácticamente dejé de viajar. Son cosas que uno no piensa, porque uno piensa que su vida es inamovible, que siempre va ser igual o muy parecida, que sus hábitos fundamentales no van a cambiar nunca. Y nada de eso. Los gustos no cambian, pero la vida sí. “Todavía sigo mirando los mapas/pero sé que no los usaré nunca”, decía en uno de mis poemas. Esa era otra de mis derrotas. La derrota del viajero anclado a tierra.
Cuando trabajaba tenía dinero pero no tenía tiempo. O tenía tiempo pero los niños eran muy pequeños para viajes largos, había que pagar la hipoteca y viajar era visto como un lujo innecesario, y mi mujer tenía otros planes. Después llegó el paro y “viajar” se convirtió en una palabra prohibida. De viajar nada. Ni pensarlo.
Ya he contado que hace unos cuatro años mi mujer se tiró a la piscina sin flotador y pensó en hacer un viaje, un viaje de un fin de semana, un viaje caro porque además del alojamiento y la comida queríamos llevar a los niños a Dinópolis, en Teruel. En otros tiempos ese viaje a mí me había parecido muy poca cosa, algo “barato” y “nada especial”. En otros tiempos para mí viajar era salir de España o pasarse una semana de Paradores, o como mínimo, hoteles de cuatro estrellas. Pero en ese momento, cuando mi mujer me dijo, nos vamos a Dinópolis y luego hacemos noche en un Camping de Albarracín (en una cabañita que a los niños les iba a gustar mucho), yo di un salto de alegría. Para mí aquello era un regalo maravilloso. Y me vino muy bien. Fue respirar aire fresco. Sacar la cabeza del hoyo donde estaba metido. A veces gastar un poco de dinero extra te evita muchos psicólogos y muchos gritos.
Desde entonces tomé la costumbre de escapar de casa. No siempre. Nada de eso. Sólo algunos sábados, cuando mi mujer vuelve de trabajar (su horario de sábado es de 6 de la mañana a 10 de la mañana). Así que a las 10.30 yo estoy impaciente, esperando que llegue y me deje el coche. Salgo corriendo y me pongo a hacer kilómetros. Vuelvo el mismo sábado. Quedarse por la noche es pagar un hotel y dejar más tiempo a mi mujer con los niños. Ella está cansada y tiene que limpiar la casa. Yo entresemana hago lo que puedo. Pero el domingo solemos hacer una limpieza a fondo. He llegado a ir a Soria y volver en un mismo día. O ir a Toledo y volver en un mismo día. Es decir, me pego una auténtica paliza, pero voy parando para hacer fotos, y creo que me merece la pena. Son “días de permiso” porque así es como me siento, como un preso en su día de permiso.
Me he sentido culpable. Dinero en gasolina, en comida. Y tiempo que no estoy haciendo otras cosas supuestamente más útiles o necesarias, ni estoy ocupándome de mi familia. Otros se van al fútbol y gritan e insultan y ese es su desahogo. Yo hago fotos. Viajo. A veces en el coche se me ocurre alguna idea para escribir. No soy ni mejor ni peor que los demás. Sólo trato de aceptar la situación y adaptarme a ella. Nunca me iré a dar la vuelta al mundo en tren. Pero puedo, con tiempo, a base de fines de semana y muy extraordinariamente en vacaciones (esto es, cuando mi mujer tiene vacaciones y los niños no tienen colegio, porque yo nunca tengo vacaciones y siempre estoy de vacaciones) sí puedo viajar por España. Y eso no es poco…
¿Habéis ido a la playa en la noche de San Juan? Yo fui varias veces de estudiante, y he estado trabajando en la playa de la Malvarrosa de basurero. Dos años. Dos días. Te contratan para un día pero en realidad sólo trabajas por la noche. Empiezas a las tres de la mañana y acabas a las diez o las once, según lo sucio que esté todo. Además de eso he trabajado de basurero (o de limpieza, si se prefiere), en la Feria de Muestras de Valencia. También días sueltos. La noche antes de la feria, cuando se terminan de montar todos los stands, llegamos nosotros, el personal de limpieza, y dejamos los pabellones limpios y relucientes, para que al día siguiente vengan los políticos y los vendedores y la feria pueda empezar. Te contratan para un día, ya lo he dicho, o para dos o tres. No me voy a molestar en mirar mi “vida laboral” pero calculo que en dos años debí trabajar como máximo quince días. Ahora ya no trabajo. No estoy en la lista. Me metí allí por una persona que conocía (sí, mi mujer también encontró su trabajo por un conocido, esa parece ser la única manera, con lo cual todo lo demás sobra o no sirve para nada, al menos desde nuestra experiencia), y esa persona ahora no trabaja en ese puesto, con lo cual yo ya no estoy en la lista. Bueno, era un trabajo duro, muy duro, y sucio, muy sucio. El polvo y el serrín te caía literalmente por la cabeza. Pero en la Feria de Muestras lo peor no era eso, lo peor era que te cayera al pie una madera bien pesada, de esas que sobraban al montar los stands, y te jodiera dos dedos. A mí no me pasó por un pelo. Por eso lo cuento.
Trabajar en la playa también era muy pesado. Al principio bien, con aire freso, luego mucho calor. La gente borracha por ahí y tú intentando hacer tu trabajo. Desenterrando piedras y trozos de madera, botellas y basura y llenando los contenedores. Y más contenedores y más contendores y cuando lo tienes limpio salen los de las discotecas a las ocho de la mañana y te lo vuelven a ensuciar todo. ¿Y el sueldo? Cincuenta euros. Ese es todo el dinero que vas a cobrar hasta el próximo año, si hay suerte y te vuelven a llamar para la noche de San Juan, que nunca se sabe… Pero lo peor no era la paliza que te pagabas por cincuenta euros. Lo peor era que si te despistabas y no presentabas los papeles a tiempo perdías la ayuda. Porque en el momento que trabajabas, aunque sólo fuera un día, la ayuda quedaba paralizada y luego tenías que renovarla. Y eso suponía perder dos mañanas. Una mañana para que en la empresa te dieran los papeles y otra mañana para llevar al paro esos papeles. De todas maneras era un trabajo, era un trabajo legal, y todos estábamos contentos de ir a trabajar. Y todos, me refiero a “los nuevos”, no a los empleados fijos que eran otra categoría (y para eso estaba el uniforme), todos contábamos historias parecidas. Pronto se establecía una cierta camaradería, y lo mismo pasaba en la Feria de Muestras. El primer día eras más tímido y estabas más asustado. Luego ya te tomabas tu trabajo y tu relación con el grupo de otra manera.
Esa ha sido mi única experiencia con el trabajo físico, con el trabajo manual, con el trabajo “no cualificado”. Y debo decir que no ha sido una mala experiencia. Era algo que tenía que haber hecho a los 18 años. Me hubiera espabilado mucho. Hubiera entendido mejor a mis padres. Pero mis padres me decían “Tú estudia y luego ten un buen trabajo”. No me decían: “Hay trabajo muy malos, y tú eres un privilegiado por estar en la universidad y no tener casi obligaciones, pero la vida es muy dura y nunca se sabe lo que puede pasar”. Puede sonar una crítica y tal vez lo sea pero los padres no te enseñan cómo de malo es realmente el mundo. Te lo ponen todo muy bonito. Tendrás un buen trabajo, te casarás con una buena mujer, tendrás una buena vida… Bueno. Los padres quieren lo mejor para ti. Intentan que tu vida sea cómoda. Intentan ayudarte en lo que pueden. ¿Te miman? Sí, muchas veces. ¿Te sobreprotegen? Sí, desde luego. Son padres. O te pasas por defecto o te pasas por exceso. Es muy difícil encontrar el equilibrio justo. Yo soy padre ahora. Y no sé si mis hijos estudiarán en la universidad o se pondrán a trabajar de cualquier cosa cuando tengan la edad y encuentren un trabajo. No lo sé. Y casi no quiero saberlo. Ya hay muchas preocupaciones en el presente como para ir preocupándose por el futuro. En cualquier caso, yo no trabajé hasta después de terminar la universidad. Me fui varios veranos de monitor, y sí, eso era un trabajo, y estaba pagado como tal, pero para mí eran más unas vacaciones que un trabajo. Me lo pasaba tan bien que no me parecía un trabajo. Y además eso era un asunto de quince días, no un trabajo de meses o de años.

Después de la universidad estuve unos años sin saber bien hacía dónde tirar. Luego la vida decidió por mí y me salió un trabajo. Y digo trabajo y no beca ni prácticas laborales ni nada parecido. Fue un trabajo de “cuello blanco”. Y desde entonces hasta que me quedé en el paro todos los trabajos habían sido de “cuello blanco”. Trabajaba en el mundo de la cultura y de la educación. En bibliotecas publicas, en colegios, en institutos de enseñanza pública. Bibliotecario y profesor. Dos trabajos aparentemente tranquilos. Sobre todo el primero. Me gustaban. Me gustaban los libros, me gustaba mucho dar clase. Y no sé si lo volveré hacer algún día.
En las bibliotecas que trabajé, aunque eran públicas, tenía que ser autónomo. Es decir, yo me pagaba la Seguridad Social. Los funcionarios que estaban a mi lado hacían lo mismo exactamente que yo. Pero yo tenía menos sueldo, y encima tenía que pagarme la Seguridad Social y lo demás. Pero es que además yo no cobraba al final de mes, sino al final del contrato, mientras que la cuota de autónomo sí que era mensual y por tanto tenía que pagarla antes de cobrar. Y eso era antes de la crisis, de cuando la administración tenía dinero de sobra. De todas maneras lo peor fue mi segundo colegio. Y esto es algo que preferiría no contarlo. Pero tengo que contarlo.
Del primer colegio no tengo ninguna queja. Los profesores hacían lo que podían. Yo era nuevo, muy torpe, muy cobarde y asustadizo. Hacía lo que podía pero me costaba mucho. Los adolescentes son muy despiadados y más si el profesor es nuevo y no tiene las cosas claras. No me lo pusieron nada fácil, desde luego. Pero, como digo siempre, a los alumnos se les puede perdonar que hagan el imbécil, porque después de todo tienen 15 años. A los que no se les puede perdonar la imbecilidad es a sus padres. Ni tampoco se puede entender que otros profesores te apuñalen por la espalda sin ningún motivo o que la directora te meta en la lista negra porque no le ríes los chistes malos. Pero eso es lo que tiene el mundo del trabajo.
¿Qué una escuela es mejor que una mina o que una fábrica de embutidos? Pues yo no veo ninguna diferencia. Si es una escuela privada, aunque sea concertada, es un negocio, una empresa, y el dueño de la empresa lo que pretende es ganar dinero. En la escuela queda mal que se diga. Pero en algunos casos lo único que importa, repito: lo único que importa, es ganar dinero. Y cuanto más, mejor.
Yo estuve cinco años y medio trabajando en mi segundo colegio hasta que me despidieron. En esos cinco años vi salir de allí a otros cinco profesores. Dos fueron despedidos. Despido improcedente, como yo. Lo que significa que no faltaron a ninguna de sus obligaciones, que simplemente la directora decidió “prescindir de sus servicios”. Les pagó lo que les tenía que pagar (en algunos casos después de mucho jaleo) y los puso de patitas a la calle. Como yo le caía bien, según parece, me pagó lo que me tenía que pagar, sin discutir, y me puso alegremente de patitas en la calle. Otros dos profesores se fueron por su cuenta. Estaban en la lista negra. La directora les hacía un “mobbing” brutal. Ríete de los juicios de Stalin. Eso era una chiquillada en comparación con los métodos de nuestra querida directora. Sin ir más lejos, el año que me despidió, me dijo que “Estaba muy contenta con mi trabajo”. Pues bien, unos pocos meses después estaba en la puta calle. Una de estas profesoras cayó en la lista negra por un pecado imperdonable. Acababa de tener un hijo y no contenta con sus cuatro meses de baja la muy impresentable se atrevió a cogerse un mes de excedencia. A la directora eso le sentó como un tiro y en cuanto volvió al colegio fue quitada de su departamento y castigada con la peor tarea que se le ocurrió: la puso delante del ordenador todo el día haciendo un listado estúpido que no servía para nada. Le privó te todo contacto con sus alumnos, le quitó sus clases, le quitó un complemento económico que cobraba como jefa de su departamento y dejó claro delante de todo el mundo que era una apestada y que pobre que quien se pusiera de su lado. Los demás profesores bajaron la cabeza y no dijeron ni una palabra. Yo también. Todos allí sabíamos que cuanto más calladitos estuviéramos y menos llamáramos la atención, mejor nos iría. Esta profesora tuvo suerte. Encontró trabajo en otro colegio y pudo escapar dignamente.
La otra profesora que se fue, se fue sin nada, sin paro, con el culo al aire. Simplemente decidió que no aguantaba más. Y le dijo “Ahí te quedas” y se largó. Con dos cojones. Sí, pero sin cobrar un duro. Y sin paro, repito. Esa profesora era una buena profesora. En realidad todos los profesores que yo vi salir del colegio eran buenos profesores. Podían tener días mejores o días peores, podían tener fallos, pero se preocupaban por hacer bien su trabajo. Les gustaba su trabajo. Querían enseñar. Los quemaron y los machacaron. Les hicieron odiar su trabajo. Pero ellos, hasta el último día, quisieron dar sus clases, quisieron ayudar a sus alumnos, quisieron hacerlo todo bien. A veces los mediocres se salvan y los buenos, los que tienen talento, los que tienen vocación, son despedidos y humillados.
La ultima profesora que vi salir de ese colegio cogió una baja por depresión. Y la depresión no se la provocaron los alumnos, sino el acoso de la directora. Esta profesora también tuvo suerte. Tiempo después aprobó unas oposiciones. Me alegro por ella. Yo también podía haber aprobado unas oposiciones. La primera vez que me presenté, cuando llevaba un año en paro, saqué un 4,66. Fue una putada. Con un 5 posiblemente hubiera podido meterme de interino. Y ahora no estaría escribiendo esto.
Pero vamos a lo que vamos, por muy triste y odioso que sea recordar lo que tengo que recordar. A nadie le gusta que le despidan. Y menos con dos hijos muy pequeños, una hipoteca, una mujer en paro, y en medio de la peor crisis económica que ha pasado el país.
Puede parecer que lo que voy a contar ahora se basa en eso, en mi odio hacia mi antigua directora. Pero no, simplemente voy a contar algunas cosas que pasaron, para que alguien que lea esto (si alguien lee esto) y no sabe de qué va el tema, pueda entender como funcionaban las cosas en ese colegio.
Los dos primero años yo estuve de maravilla en ese colegio. Mi mujer me decía: “Te vas al trabajo feliz”. Y era cierto. Yo iba feliz al trabajo. No contento, sino feliz. En ningún momento de mi vida había sido tan feliz. Y era feliz porque estaba con mi mujer y no tenía problemas serios (los había tenido, pero estaban superados o parecían superados). Y sobre todo era feliz porque me encantaba mi trabajo. Me parecía el mejor trabajo del mundo. Las clases podían ser mejores o peores, algunos alumnos hacían en imbécil y otros eran muy buenos, pero yo iba feliz al colegio y volvía feliz a mi casa. Casi me fastidiaban los días de fiesta y las vacaciones. Porque no podía dar clase. Porque entonces echaba de menos las clases, echaba de menos a mis alumnos. En el patio, jugaba a baloncesto con ellos, y en general tenía una muy buena relación. El trabajo me había obligado a mudarme. De Valencia ciudad a un pueblo del norte de Alicante. Mi mujer, por entonces, trabajaba en Villareal, Castellón. Así que sólo nos veíamos el fin de semana. Eso era un fastidio, pero yo era tan feliz dando clases que por nada del mundo me planteaba cambiar de trabajo. De hecho, al final fue ella la que se vino a vivir conmigo. Yo pensé que me jubilaría en ese colegio. Que toda la vida que me quedaba por vivir la viviríamos allí. Por eso nos compramos una casa.
Un año la directora me nombro “subsecretario”. Podía hacerlo porque tenía unas horas libres a la semana. A partir de entonces tuve que trabajar junto a ella. Tuvimos que encargarnos de las matriculas, de los certificados, de todo el papeleo. Tuve que pasar muchas horas sentado en el ordenador a su lado. Será casualidad o no, pero ahí empezaron mis problemas.
Como subsecretario tuve que hacer cosas ilegales o casi ilegales. Por ejemplo: Suplantación de la personalidad. Esto es, hacerme pasar por alguien que no era. Según la directora no pasaba nada, se podía hacer perfectamente. “Cuando llamen de Consellería di que eres fulanito de tal”. A mí aquello no me parecía normal, por supuesto, pero para la directora no era nada del otro mundo. Pero también tuve que hacer muchas cosas que, si bien no eran ilegales, desde luego no eran muy éticas.
Por ejemplo las matriculas. Todos los años matriculaba a alumnos inexistentes. Rellenábamos los huecos de las listas con matriculas falsas. ¿Por qué? Ella misma me lo aclaró: “Si no lo hacemos los del ayuntamiento nos mandarán emigrantes”. Y sí, la directora no quería emigrantes en su colegio. Cuando enviábamos las listas al ayuntamiento y al inspector y pasaba el peligro, borraba a los alumnos falsos y dejaba sitio a los que la directora quería meter, o dejaba la plaza por ocupar, en espera que se presentara a medio curso algún candidato adecuado. Los alumnos debían ser de nivel económico medio o alto. Los alemanes y los suecos podían entrar, los colombianos y los marroquíes no. Los emigrantes del ayuntamiento no solían pagar las extraescolares, no solían apuntarse a la escuela de fútbol, ni solían quedarse al comedor. Y el comedor y las extraescolares (muchas se hacían a mediodía), eran una de las mayores fuentes de ingresos del colegio (que era concertado, hay que recordar). Por eso la directora estaba totalmente en contra de la jornada continúa. Si Consellería aprobaba la jornada continua le quitaban las extraescolares de mediodía y el comedor. Y eso era perder dinero.
Un día de junio yo pensé que ya habíamos terminado el trabajo y me fui a mi hora. Y juro por Dios que pensé que no hacía falta quedarse para nada. Tenía prisa. Quería llegar al banco antes de que cerraran. Se hizo la hora y me fui. Al día siguiente la directora me echó una bronca impresionante. “Te busqué y ya te habías ido”. Pues sí, se hizo la hora, nadie me dijo nada y me fui. No sabía que tenía que quedarme. Pensé que ya estaba todo hecho. Se lo dije. Yo no soy adivino. Daba igual. Había sido condenado y no había apelación posible. Mi delito: irme a mi hora. La semana anterior me había quedado todas las tardes, sin quejarme, sin cobrar de más (el cargo de subsecretario no llevaba asociada ninguna mejora económica). Eso no había servido para nada. Por error, por omisión, por ignorancia… Era muy fácil meter la pata y caer en la lista negra en ese colegio.
No voy a contar más cosas de ese colegio. Podría contar bastantes cosas más. Y mucho peores de las que he contado. Cosas que costarían de creer. Cosas que dan vergüenza ajena. Cosas que había que haber denunciado. Pero no quiero. Me duele hablar de ello. Es la primera vez que me pongo a recordarlo todo. Estuve allí cinco años y medio. No falté ni un día al trabajo. Fui a trabajar afónico porque no quería cogerme al baja. Le hice favores extraescolares a la directora, a otros profesores. Fui a trabajar los fines de semana que había jornada de convivencia o lo que fuera. No hablé jamás mal de ningún compañero. Y no perdí nunca, pese a todo, las ganas de dar clase. Cuando salí de allí lo que quería era olvidar. Irme lo más lejos posible. Olvidar los nombres y las caras de aquellas personas. Parece que quiera vengarme, o que quiera justicia. Pero no. Lo que me gustaría es olvidar. No tener que pensar cada día que cometí el error de entrar en ese colegio y que cometí el error de quedarme en ese colegio, cuando ya sabía que estaba en la lista negra y cuando ya había visto lo que les pasaba a los que estaban en la lista negra. Fui cobarde. Fui cómodo. Fui tonto.
En las encuestas anónimas los alumnos me valoraban muy bien. Eran encuestas serias. Las hacía el departamento de psicopedagogía y no le gustaban nada a la directora, porque no le servían para lo que ella quería, que era para ver qué profesores eran los menos valorados. Pero resultaba que los menos valorados eran los intocables, la camarilla que le reía las gracias. Y por el contrario resultaba que los más valorados eran los que la lista negra, vaya tú, ¡qué mala suerte! Con lo cual estas encuestas dejaron de hacerse el último año que yo estuve allí. Fue un año malo. Casi no me dejaron dar clase. Y no, no me refiero a los alumnos… Pese a todo la madre de una alumna me dijo que a su hija le gustaban mucho mis clases y que hasta que llegó a mí nunca le había gustado la historia y ahora le gustaba mucho. Me alegré, pero mi respuesta (le tenía bastante confianza a esa madre) fue: “¡Pues eso que no me han dejado hacer ni la mitad de lo que quería hacer!”. Era la pura verdad. Si la directora y sus perros de presa no hubieran estado todo el año tocándome las narices de mala manera (“Han ido a por ti descaradamente”, me dijo otro profesor, uno de los pocos con los que podía hablar sinceramente), esa alumna hubiera aprendido mucho más y se hubiera divertido mucho más en mis clases. Pero sí, yo estoy fuera, en el paro, y desde el 2009 no he vuelto a pisar una clase. Y todo lo más que he podido hacer es trabajar de basurero durante unos días al año. Y ahora ya ni eso.
Cuando estaba allí vi como se traficaba con las matriculas. Vi como entraban niños que no cumplían los requisitos y como otros sí los cumplían y se quedaban fuera. Vi como se traficaba con los libros de texto, vi como unos profesores traicionaban a otros simplemente para recibir una sonrisa de aprobación de su dueña, como perros obedientes. Vi cosas que se supone que uno no va a ver en un colegio. Y callé como una puta. Todos callamos como putas. No sé a cuantos habrán echado después de a mí. Sé que no seré el último. Y todo lo que yo diga no va a cambiar nada. Pero no es grave. Mi mujer ha trabajado en varias fábricas y empresas y puede contar historias muy tristes y lamentables. Jefes que no tienen dinero para pagar a sus trabajadores pero sí tienen dinero para poner cámaras para espiarles, porque están obsesionados con que todos sus trabajadores son unos vagos. Jefes que desconfían de un trabajador feliz. Que si ven a uno feliz, piensan: “Seguro que está robando material”. Me hace mucha gracia cuando en la tele hablan de conciliación laboral y familiar y cosas así. Yo no sé cuantos días me correspondían cuando nacieron mis hijos. En mi colegio sólo nos dejaban coger dos. La ley era una cosa que existía de puertas para fuera. De puertas para dentro la ley era un chiste, una broma de mal gusto. Y uno podía ser buen o mal profesor, pero lo importante era reírle las gracias a la directora. Yo no supe. Soy culpable.
Y además no era para tanto. Eso es lo peor. Que ahora pienso que reírle las gracias tampoco costaba tanto. Otros tuvieron que acostarse con alguna reina rancia y boba para llegar a ser ministros. Hijos míos, aprended. Así funciona el mundo.
Los problemas del colegio no se quedaban en el colegio. Los problemas del colegio me los llevaba yo a casa. Si antes iba a trabajar feliz y volvía de trabajar feliz. Ahora iba a trabajar preocupado y volvía de trabajar enfadado. “Si fueran los alumnos, si fueran las clases…”. Pero la situación era más complicada. Yo no quería quedarme en el paro. Ni siquiera quería irme de ese colegio. Había buenos alumnos. Se podía enseñar bien. A mí me gusta enseñar historia. ¡Qué le voy a hacer! Ya sé que eso es grave y tendría que ir al médico! A ver si me quita el vicio de querer hacer bien mi trabajo. Tener un trabajo que te gustaba mucho se puede convertir en la peor pesadilla. Lo sabemos. Hay ejemplos por todos lados.
Un año una madre enfadada con la directora escribió una queja en un periódico comarcal. La madre había intentado matricular a su hijo y no había podido. En el artículo, publicado en la sección “cartas al director” (si no recuerdo mal), la madre debía quejarse del enchufismo de la escuela y cosas así. Digo “debía quejarse” porque yo no leí el artículo. Intenté hacerme el loco. Hacerme el sordo. Hacerme el manco y el ciego. Y el cojo y todo lo que hiciera falta. Allí lo mejor era no saber, no escuchar, no ver. Pese a todo los alumnos se enteraron y se armó un buen lio. La directora cogió a una clase y los tuvo durante todo un recreo soltándoles un rollo, explicándoles lo mucho que hacía por ellos y lo mala, retorcida y vengativa que era la gente. No sé si se quejó al periódico, pero no me extrañaría nada. Los alumnos, escarmentados, dejaron de hablar del tema.
Yo intenté hacerme el loco, ya lo he dicho. No quise leer el artículo porque sabía perfectamente como funcionaba el sistema de las matriculaciones. ¡Cómo no iba a saberlo! Si era yo quien miraba las solicitudes y repasaba todo el papeleo. Si la familia del alumno interesaba, el alumno entraba. Si la familia del alumno no interesaba, el alumno no entraba. En aquel tiempo la puntuación la ponía el colegio. Y la puntación se basaba en una serie de requisitos. Pero esos requisitos podían ser interpretados según convenía. O podían ser directamente ignorados. “Ponle 4 puntos a éste, que tiene a su hermana dentro”. “¿Pero si su hermana no está dentro?”. Bueno, ese es un detalle sin importancia. Ella decía y yo ponía. Mal hecho por mi parte, desde luego. ¿Podía haber protestado? ¿Podía negarme a seguir sus instrucciones? Allí me pagaba Consellería pero me despedía la directora. Curioso sistema éste. Yo he tenido todos esos expedientes en la mano, esos y otros muchos peores. Todos los papeles estaba allí, en el archivo de secretaría, y yo o cualquier otro profesor podría cogerlos. No lo hice. No hice fotocopias, no me llevé nada. No quería líos. Quería hacer mi trabajo. Dar clases. Que me dejaran hacer mi trabajo. ¿Pero mi trabajo era dar clases o era reírle los chistes tus jefes? ¿Mi trabajo era hacer las cosas bien, o tratar de hacerlas, o simplemente obedecer mecánicamente?
Años después he lamentado no haberme puesto en contacto con esa madre que escribió al periódico. Que hizo algo. Muy poco. Pero hizo algo. Más de lo que yo hice.
La literatura es una droga muy dura. No voy a ser yo quien diga nada nuevo sobre el tema. Cuando veo que me estoy enganchando mucho, recurro a la fotografía. Pero la fotografía también es una droga muy dura. Y cuando veo que me estoy enganchando mucho la dejo de lado y vuelvo a la literatura. Puede parecer un círculo vicioso, y lo es, pero yo lo veo como una especie de ley del péndulo, o como el arte de buscar un equilibro entre dos actividades maravillosas y destructivas. Y también inútiles. ¿Pero acaso la vida es útil para algo? ¿Para ganarse el cielo? Yo no soy cristiano. Lo soy, pero sólo en los papeles de mi bautismo. Tampoco me meto en si Dios existe o no existe. Por desgracia es algo que averiguaré cuando me muera.
Lo malo es que a veces, estoy tan metido en la fotografía, o en la literatura, que me olvido de la realidad. Hasta que veo el telediario y me cuentan que otra vez otro pobre hombre se ha tirado por el balcón cuando lo iban a desahuciar. Y pienso: “Ese podría ser yo”. Nadie se mete a fondo en un problema hasta que lo vive. Mi mujer y yo tenemos conocidos y amigos que se han quedado en el paro bastante después de nosotros. Y siempre es lo mismo. Entonces, cuando uno se ve en el paro, cuando es él y no su amigo o su vecino el que está sentado en una oficina del INEM, entonces es cuando uno empieza a pensar que la crisis iba en serio. Sí, lo de Gil de Biedma. Soy un copión, lo siento. Pero es que la crisis sólo la entienden bien, y la entienden a su pesar, los que la viven.
Pero olvidemos la crisis por un momento y volvamos al tema de la escritura. En el 2013 escribí un artículo en dos partes en los que recopilaba citas de escritores. Lo llamé: “El escritor es un cazador solitario (los escritores hablan de su trabajo)”. Luego escribí otro artículo, también en el 2013, llamado: “Por qué escribir y a qué precio”. Si escribí esos artículos es porque yo mismo empezaba a verme realmente como un escritor. No como un jugador aficionado de la literatura, como un farsante o un actor disfrazado de escritor, sino como un escritor real, un escritor de la cabeza a los pies, un escritor sin máscaras y sin pieles postizas. Para bien o para mal escribir se convirtió en un asunto vital, un asunto casi de vida o muerte. Por supuesto que sabía que era muy difícil dedicarse profesionalmente a ello. Aún no lo he conseguido y no sé si lo conseguiré algún día. Pero la ambición es la misma. El deseo, la desesperación, la ansiedad es la misma. Le resultado será otra cosa. Eso ya lo dirá la vida.
“Te lo tomas como un trabajo”, me dijo un día mi mujer. No era una crítica. Muchas veces habíamos discutido por eso mismo, porque yo dedicaba “demasiado tiempo a escribir mis cosas” y por tanto, menos tiempo a los niños, a limpiar la casa, a buscar trabajo. Entonces, cuando discutíamos, yo solía contestar, y no era una amenaza pero sonaba como tal: “Tú ya sabes con quién te casaste, cuando me casé contigo ya escribía”. Es cierto. Para entonces incluso había ganado dos premios de poesía y tenía dos libros publicados. Pero también es cierto que entonces trabajaba. Y escribir se podía considerar una afición inofensiva (o inofensiva a simple vista) y poco más.
Los dos artículos que he mencionado son largos, especialmente el primero. Están publicados en dos revistas digitales. Y aún se pueden ver. Pero como sé lo que pasa con estas revistas, porque no es la primera vez que una desaparece y con ella desaparece un relato o un poema o un artículo mío, los voy a reproducir aquí. Y lo hago porque hay citas de escritores, de grandes escritores casi todos, que me parecen absolutamente imprescindibles. Son una especie de manual de supervivencia o de biblia y yo las releo poco, pero debería hacerlo más. Quien quiera leer estos artículos los tiene en el anexo del final de este libro. Los podría colocar aquí, a continuación, como he hecho con otros textos. Pero en este caso prefiero dejarlos para el final.
No voy repasando lo que escribo. Lo escribo de un tirón. Es la única manera. Pero me parece que he hablado bastante de mi segundo colegio y nada o casi nada de mi primer colegio y me parece que tampoco he hablado de mi vida de parado, del “día a día” de mi vida de parado. Voy a intentar rellanar los huecos.
Cada trabajador busca su beneficio particular. Como cada empresario busca su beneficio particular. En una empresa privada, donde la competición tiene recompensas claras, puedo entender la falta de solidaridad. Pero en un colegio, aunque sea un colegio privado concertado, donde todos tienen el mismo contrato, todos cobran lo mismo y todos tienen los mismos problemas, la competencia y la insolidaridad me cuesta más de entender. Y no digamos ya los cotilleos malpensados, las burlas que no vienen a cuento, las zancadillas crueles, las puñaladas por la espalda, la hipocresía, las mentiras, el “es tu problema, no el mío, jódete y baila”. Todo eso me cuesta mucho de entender. En mi primer colegio todos los profesores se ayudaban, y nadie hablaba mal de nadie. A lo mejor digo esto porque sólo estuve un año. En cualquier caso yo nunca tuve ningún problema con otro profesor. Es más, si hacía falta todos venían a ayudarme (yo era un novato, hacía lo que podía pero a veces, bastantes veces, metía la pala, y cuando yo metía la pata el problema también era para ellos, porque si una clase va mal, todo el colegio se resiente). En mi segundo colegio yo podía tener problemas porque otro profesor no hacía bien su trabajo, y me callaba y trataba de solucionarlos (si yo era el tutor de esa clase, por ejemplo). Pero eso no era lo normal. No, lo normal era culpar de tus problemas a otro. Lavarse las manos si era posible. Hacerse el sueco. Y eso en el mejor de los casos.
En mi primer colegio nadie se metía en mis clases. Cómo diera yo mis clases era asunto mío. Si había problemas con un alumno, entonces intervenía el tutor (discretamente) y, en lugar de desacreditarte, de humillarte, de hacerte sentir que toda la culpa era tuya porque no habías sabido manejar la situación, lo solucionaba o trataba de solucionarlo lo más pronto posible, para que el problema no fuera a más. Sólo los problemas muy graves llegaban a oídos del director y el director, que era una de las personas más competentes e inteligentes que yo he conocido, era discreto y eficaz. Nadie se enteraba de nada. Sólo los implicados directos. Los demás seguían a lo suyo. Ni se enteraban ni tenían que enterarse de tus problemas, o de lo que pasaba en tu clase.
En mi primer colegio las iniciativas individuales eran bien vistas. A veces algún experimento salía mal. Los resultados no eran los previstos, la clase iba peor. Nadie te culpaba por ello. Tú tratabas de innovar, de mejorar, de no caer en la rutina, de hacer que los alumnos tuvieran más interés por tu asignatura, o que su comportamiento fuera mejor. Eso no era malo, en principio. Otra cosa es el resultado, ya lo digo. Pero las ganas las ponías, y uno muchas veces aprende a base de errores y más aún en una clase, donde todos los días los alumnos a ti también te van enseñando, te van diciendo si vas por el buen camino o tienes que dar un cambio de orientación a tu método. Y sí, desde luego, si no están conformes con algo, te lo hacen saber de un modo ruidoso y directo. Pero si están contentos también te lo hacen saber. Y como ya he dicho antes, a veces pueden hacer muchas tonterías, o pueden estar muy equivocados, tienen doce años, trece años, catorce años, quince años, dieciséis años, diecisiete años, hasta yo he tenido alumnos de dieciocho años. Los ves crecer. Es una edad difícil. Los comprendes. Te puedes enfadar mucho con ellos, pero los comprendes. Para empezar sabes que la mayoría están allí obligados. Educación Secundaría OBLIGATORIA. Se nos suele olvidar eso de OBLIGATORIO, pero obligatorio es eso: que si pudieras estarías en cualquier otra parte menos ahí.
Una tarde que hacía muy buen tiempo, una tarde de primavera, cogí a mis alumnos y me los llevé al patio. Y dimos la clase sentados alrededor de un olivo centenario. Por supuesto siempre está el típico alumno molestón que tiene que hacer la gracia, el que disfruta llamando la atención y si puede te revienta la clase. Y te tienes que imponer, porque si no te impones estás muerto. Y ya digo, la experiencia puede salir mejor o peor pero es bueno hacer cosas nuevas, incluso, a veces, es bueno improvisar (siempre dentro de unos parámetros de seguridad). Eso en mi segundo colegio no podía hacerlo de ninguna de las maneras. Allí la iniciativa individual era penalizada por ley. Cualquier cosa tenía que ser consultada a dirección. Cualquier tontería era sometida a juicio de autoridad máxima. Y cuando la autoridad máxima no estaba (porque había ido a algún sitio, por ejemplo), pues no se hacía nada. Los profesores se quedan paralizados. Nadie se atrevía a actuar por su cuenta y riesgo.
En mi primer colegio la orientación pedagógica era muy clara. Era un colegio religioso. Tenía una línea muy definida. Te podía gustar o no, pero tú sabías muy bien donde estabas. Hay una palabra que parece que no importa, cuando está, pero que es fundamental cuando falta: coherencia. Para trabajar en un colegio, que es un proyecto donde tú coges a un niño y lo sueltas convertido en un hombrecito (hablo de colegios privados, donde un niño puede empezar en infantil y acabar en bachillerato, es decir, prácticamente toda la vida educativa de la criatura), hace falta coherencia. Mucha coherencia.
En mi segundo colegio la coherencia dependía de cómo se levantara la autoridad máxima. Y como me dijo una de las mejores alumnas que te tenido en mi vida (una de esas que sacan sobresaliente en todo, y que además son muy buenas personas): “Aquí todos sabemos cómo está la autoridad máxima”. No sé que le contesté. Porque yo tenía que ser diplomático y no decir lo que pensaba. La directora tenía una malísima relación con su madre. Yo las oía gritarse por teléfono desde la sala de profesores (que estaba junto al despacho de la directora). En esos momentos lo mejor era salir corriendo de la sala de profesores. La madre de la directora también había trabajado en ese colegio. Como ahora trabajaban el marido de la directora y los hijos de la directora. Muchas veces lo familiar y lo profesional se confundía. Si la directora había discutido con su madre, salía del despacho de muy mal humor y lo pagaba con el primero que pillaba. Y ese podía ser cualquier profesor o cualquier empleado (como el conserje o la administrativa) o incluso cualquier alumnos. Pero había algunas personas que lo pagaban menos que otras: los profesores de la camarilla, los aduladores y pelotas profesionales. Y también había algunos alumnos a los que trataba con más “sutileza” que otros alumnos. Y esos eran los alumnos “vip”.
Vamos por partes. Coherencia… ¡Qué bonita palabra!
Recuerdo una reunión donde la directora dijo: “NO se pueden hacer exámenes de dos temas”. El “NO” era rotundo. Menos de dos meses antes, en otra reunión, había dicho lo contrario, y con la misma rotundidad: “HAY QUE HACER EXÁMENES DE DOS TEMAS”. A mí me hizo gracia ese cambio, porque sabía que se debía a la queja de una madre, de la madre de un alumno “vip”. Yo no dije nada, pero ya tenía preparado el examen, de dos temas, y me tocó cambiarlo a toda prisa. Pero allí había un profesor que, el pobre, tenía graves problemas auditivos. Hizo un examen de dos temas. O no llegó a hacerlo, pero lo anunció como tal (y los alumnos, que no eran tontos, fueron a quejarse a la directora). El resultado: en la siguiente reunión la directora le echó una buena bronca. Sin mencionar su nombre. Pero no hacía falta. Todos sabíamos a quién iba dirigida la bronca. Pero resulta que el profesor no estaba tan sordo como parecía, porque se dio por aludido, y, intrépido él, se atrevió a protestar tímidamente. No recuerdo exactamente lo que dijo. Sí sé que dijo que él pensaba que se podían hacer exámenes de dos temas, que eso era lo que se había acordado en la anterior reunión. Tenía que haberlo grabado con el móvil, la verdad, porque ahora lo podría transcribir literalmente. Pero la cosa fue más o menos así. El profesor empezó a hablar y todos nos estremecimos de pavor. ¡Mierda, vamos a tener lío!, pensamos. Todos bajamos la cabeza y nos preparamos para lo que iba a suceder… Y llegó la tormenta. Durante minutos y minutos cayó un chaparrón terrible. Rayos, truenos, granizo, viento huracanado. Las palabras que caían sobre nosotros eran cada vez más violentas y despiadadas. La directora estaba hecha una furia. Todo iba mal. Todo lo hacíamos mal. Ella tenía que ocuparse de todo. “¿Cuándo se ha dicho eso de los dos temas?, eso es mentira, yo nunca he dicho eso”, recuerdo que gritó en medio de la bronca general y omnipotente. Nadie defendió a ese profesor. Yo estaba sentado a su lado. Y callé como una puta. Allí todos callábamos como putas. Los problemas auditivos se pagan muy caros. Ese profesor fue uno de los despedidos. Y yo pensé: “Bueno, espero que esto no me toque a mí”. Pero a mí también me llegó mi hora.

Dejemos ya el colegio. Yo quería hablar también de mi vida de parado. De lo que hago cada día. Estoy estudiando una oposición. ¿Es difícil sacarse una oposición? Desde luego. Tan difícil como publicar un libro de poesía. O una novela. Tan difícil como vender un piso. Tan difícil como encontrar cualquier otro trabajo.
En la tele escuché a uno de esos que vienen a darnos consejos, uno de esos enviados por alguna organización de esas que garantizan la paz mundial, el orden internacional, que traen el progreso y la felicidad a la humanidad. El buen señor soltó algo así (cito de memoria, perdonadme) como: “Los parados tienen que trabajar. Si no trabajan pronto se vuelven vagos”. Sí, una gran frase. Pero se quedó corto, tenía que haber añadido algo como: “Y encima luego quieren cobrar ayudas y subsidios, quieren vivir del Estado, quieren que les paguemos por no hacer nada”. Sí, sí, lo sabemos. Los parados son todos unos vagos. Se pasan todo el día en pijama. Si salen de casa es sólo para ir al bar a tomarse unas cañas, leer la prensa deportiva y contar chistes verdes con sus amigotes. Y todo eso subvencionado por el Estado, como si el Estado no tuviera nada mejor que ir pagando cervezas a los parados.
El otro día fui a una de esas oficinas de empleo (bueno, lo mismo ya les han cambiado el nombre y no se llaman así). Yo lo llamo simplemente “ir al paro”. Temía cita para una entrevista. Otra entrevista. Casi cada mes tengo una entrevista. Me volvieron a pedir unos papeles que ya me habían pedido unas cinco veces. “Ya los tenéis, se los di a una compañera tuya, una de esas de la otra habitación”, contesté (no lo dije así tal cual, fui todo lo correcto que pude). “No, ese otro lado es nacional, este lado es autonómico, no cruzamos los datos, las fotocopias, los certificados, todo el papeleo me lo tienes que volver a dar a mi”. Me contestó mi entrevistadora. En las oficinas municipales pasa lo mismo. Pero lo que yo no sabía era que la oficina donde yo iba estaba dividida por un muro invisible. Todos los días se aprende algo.
¿Y cómo fue la entrevista? Muy bien. Como siempre. Con mi tipo de ayuda tengo que demostrar que estoy buscando “activamente” empleo. Y yo lo demuestro. Por supuesto que lo demuestro. La conversación duró unos cinco minutos. Intentaré reproducirla:
–Ella (era una chica, una chica joven, hablaba con voz suave y neutral): ¿Y cómo estás?
–Yo: pues bien, bastante bien (no conviene decir “muy bien”, que es sospechoso, pero desde luego jamás, jamás de los jamases hay que decir “mal” o “jodido, si dices eso te meterán en una sala oscura y no volverás a ver la luz nunca).
–Ella: ¿Y has hecho algo? ¿Has mirado la página de internet que te dije?
–Yo: Claro, claro. Por supuesto. Está muy bien. Había cosas interesantes.
–¿Has enviado algún currículum?
–Sí, claro, por eso no será (¿Cuántos llevo enviados?, ¿mil?, ¿dos mil?, jamás nadie a contestado a ninguno).
–Bueno, pues te doy fecha para la próxima entrevista. ¿Te viene bien…?
–Sí, sí, me viene bien (Nota importante: siempre, siempre, te tiene que venir bien la fecha que te den, un parado no tiene excusas, está todo el día en casa tocándose los cojones, todo el mundo lo sabe).
Y ya está. Se acabó la entrevista. Firmo el papelito de turno (si no lo firmo no me pagan) y me vuelvo a casa. Andando tranquilamente. Un parado nunca tiene prisas.
¿Le explico a esa buena señora qué hago? ¿Le explico que me falta tiempo? Que tengo que llevar a los niños al colegio, que recoger a los niños del colegio y llevarlos a las revisiones médicas o al dentista o a donde sea. Que tengo que poner lavadoras y lavaplatos y limpiar la casa, y luego sentarme a estudiar oposiciones y luego escribir algún artículo (sobre todo para las revistas que pagan, los artículos para las revistas que no pueden pagar, aunque les gustaría, los tengo que dejar para otro día), y enviar los libros inéditos a las editoriales y los concursos. Y luego todo lo demás… Tengo que ir a ver a mis padres y hablar con mi mujer cuando ella vuelve del trabajo, y hacer otras muchas cosas insignificantes y sin importancia (como ir al banco, pagar mis impuestos, tirar la basura donde toca…), eso que los que trabajan también hacen, desde luego. Pero que quede una cosa clara: Estar en el paro no es estar parado. Yo estoy tan ocupado como cualquiera.
Cuando mi mujer y yo íbamos por los pueblos y ciudades del norte de Alicante a buscar un piso para comprar en las inmobiliarias siempre nos decían lo mismo: “si luego no podéis pagarlo no pasa nada, se vendé y ya está, hasta podéis ganar dinero con la venta”. Según ellos el plan era perfecto: compras sobre plano y cuando el piso ya está construido ha aumentado su valor una barbaridad. Porque los pisos siempre van a valer más. Porque el precio de los pisos no va a bajar nunca. Nunca. Nunca. Valer más. Inversión. Merece la pena. Todo ese rollo era el que escuchábamos en todas partes. Incluso si hablábamos con algún particular, de esos que ponían anuncios en internet, con pisos de segunda mano. Los pisos podían ser feos, viejos, pequeños. Y el precio era una salvajada. Lo vendían o lo pretendían vender carísimo. Pero ellos estaban convencidos: “Este piso, con una pequeña reforma, luego vale el doble”. Y dale que te dale. Que yo no quiero vender el piso, que no es una inversión, que yo sólo quiero un piso para vivir en él. Y para vivir en él toda la vida. Y más aún: para que mis hijos vivan en él toda la vida. Al final, después de mirar y mirar, encontramos un piso que no era muy caro, que era nuevo, que estaba bien situado. Y lo compramos. Entonces nos pareció algo lógico. Los alquileres en la zona eran casi tan caros como una hipoteca. Y con el dinero que entraba en casa todos los meses podíamos pagar la hipoteca sin demasiados problemas. Evidentemente la hipoteca se iba a llevar una parte importante del suelo. Pero podíamos pagarla. No vivíamos por encima de nuestras posibilidades. El banco que nos dio la hipoteca nos la dio porque podíamos pagarla.
Yo nunca me acabé de creer ese rollo de las inmobiliarias. Pero pensé que si algún día tenía que vender el piso, siempre podía recuperar lo invertido. No perder dinero, con eso me conformaba.
Todos los parados se sienten culpables. Será una sensación inquietante, molesta o angustiosa, será momentáneo o temporal según sus circunstancias personales, pero todos los parados, en algún momento, con mayor o menor intensidad, se sienten culpables. Todos repasan su vida. Todos piensan que hay algo que han hecho mal.
Yo figuro como interino en una comunidad autonómica que no es la mía. Me he ido a hacer oposiciones fuera porque aquí, en Valencia, no habían. Cuando entré en esa bolsa en la que estoy, me dijeron: “Te llamarán, llaman a todo el mundo, si no te llaman este año te llamarán al otro”. Estábamos a principios de la crisis. Entonces esa bolsa se movía rápido. Luego se paró. Se paró en seco. Aún no me han llamado. Pero tengo amigos a los que sí han llamado. Y se han ido a trabajar, a 600 kilómetros de su casa y perdiendo dinero. Repito: perdiendo dinero. Porque son sustituciones de pocas horas y pocos días y pagarte el hotel y la comida y el trasporte te sale más caro de lo que cobras. Y lo han hecho, se han dejado a su familia y lo han hecho. Uno de esos amigos me dijo: “después de dos años de interino, es la primera vez que no pierdo dinero en una sustitución”. Sí, cada vez te dan mejores plazas. Y al final te merece la pena. Eso sí, te puedes tirar semanas enteras sin ver a tu hija. Pero es un trabajo, y además un trabajo en lo tuyo, y un trabajo que puede darte una estabilidad, o algo parecido a una estabilidad.
Si a mí me llaman me iré sin pensarlo. Y mi mujer y mis hijos se quedarán aquí. Me iré porque pienso que debo hacerlo y porque quiero hacerlo. Pero no me iré huyendo, no me iré escapando me mi familia y de mi vida anterior, enfadado con la vida, rabioso. He oído más de una vez a alguno de esos sabios que conocen la solución a la crisis, que son los más honrados del mundo, los más inteligentes, los más decentes y que por eso se permiten dar lecciones al resto del país, y sobre todo, darnos consejos a nosotros, pobres parados ignorantes y vagos, decir que “hay que ir a trabajar donde haya trabajo, que no hay que ser cómodos, que no hay que querer que nos lo den todo hecho, que hay que trabajar en lo que salga y tener menos humos, menos orgullo, y no pedir buenos sueldos sino conformarse con lo que hay.” Pues bien. Yo me voy a trabajar fuera. Y me voy a trabajar perdiendo dinero. Y no me sobra, desde luego, pero mi familia me ayuda, mis padres me lo dicen: “Si hace falta te ayudamos”. Yo no quiero pedirles dinero a mis padres. Ellos ya me ayudan bastante. Pero sé que tengo una familia que me puede ayudar. Y eso es mucho. Lo que me alucina, lo que aún me sorprende (aunque no debería) es lo poco que comprenden la realidad los que se supone que tienen que sacarnos de esa realidad. Yo puedo tener mis ideas sobre lo que habría que hacer con la economía de este país, y con la sociedad de este país, pero yo soy “pueblo llano”, “tercer estado”, “chusma”, “clases populares”, “estratos sociales inferiores”, “populacho”, yo soy de los que pintan poco, en una palabra. Tengo capacidad de acción. Sí, la tengo. Limitada pero la tengo. Y no confió para nada en el gobierno, en la “élite”, en la “oligarquía”, en las “clases pudientes”, en el Estado. Me podría morir de frío debajo de un puente y a nadie le importaría una mierda. Yo he tenido esa sensación. No se la deseo a nadie. Bueno sí. A algunas personas sí que se la deseo. Que se pongan en mi piel por un día. Eso por lo menos.