UN CRIMEN IMPUNE
No
sé bien cómo pasó. Mejor dicho: sé perfectamente cómo pasó, lo que no entiendo
es cómo pudo pasar. Cómo pudo tener tan mala suerte. Yo no tenía nada contra
ese hombre. Era arrogante y vanidoso, y a ratos me caía mal, pero jamás había
deseado su muerte. Por lo demás era psicólogo, y ya se sabe que todos los
psicólogos son vanidosos y arrogantes, y encima yo era su cliente, o mejor
dicho, sí, supongo que cliente no es la palabra adecuada, yo era su paciente. Y
por tanto tenía que ser arrogante y vanidoso y tenía que decir y hacer cosas
que me molestaran, pues en eso consistía parte de su trabajo, en sacudirme, en
despertarme, en removerme por dentro, darme una paliza emocional y demostrarme
que él podía cobrar lo que cobraba porque era arrogante y vanidoso y que si yo
fuera tan arrogante y vanidoso como él, también podría tener un buen trabajo,
un trabajo como el suyo, que me permitiera mirar a los demás de arriba a abajo,
juzgando impunemente, diciendo qué está mal y qué está bien y cuál es el camino
a seguir. Sí. Era un buen psicólogo, eso es cierto, y yo estaba contento,
contento de haber caído en manos de un buen psicólogo, pero era caro, muy caro,
y yo estaba en el paro y no me podía permitir ningún psicólogo, por muy bueno
que fuera y por muy triste que fuera mi vida. Así que le había dicho que esa era
mi última sesión con él y él no se lo había tomado muy bien. Pero era muy buen
profesional. Un buen profesional que no decía nunca lo que pensaba, ni lo
expresaba, ni se permitía que nada le delatara. Y que, además, pensaba que su
trabajo era bueno, muy bueno, que se consideraba a sí mismo un buen psicólogo,
arrogante y vanidoso, pero muy buen psicólogo, de manera que no le faltaban
clientes, o pacientes, llamémoslo cómo se quiera, y por eso no le iba a
importar demasiado que yo dejara mi terapia por la mitad, qué digo por la
mitad, por el principio, porque él había programado un terapia larga, muy
larga, y es que yo tenía muchas cosas que arreglar.
Faltaban
unos veinte minutos. Estábamos haciendo uno de esos ejercicios para los que yo
tenía que estar medio desnudo, para medirme la respiración y las respuestas
corporales y todo eso, hay que decir que no era un psicólogo de esos típicos,
de mesa frente a ti, no, éste se sentaba en una silla sin mesa, a unos dos
metros de ti, y luego te hacía medio desnudarte y te hacía ejercicios como…, en
fin, no sé cómo decirlo, una especie de yoga o relajación, o casi como el diván
de un psicoanalista, pero sin diván, tumbado en una colchoneta en el suelo.
Bueno, en realidad yo no pensaba ir a un psicólogo de esos, sino a uno más
tradicional, a uno de los de toda la vida, pero me habían hablado muy bien de
él, y sí, lo cierto es que me gustó, más por lo que dijo que por lo que hacía,
pero lo cierto es que me gustó y estaba muy contento, a pesar que en seguida
noté que era un vanidoso y un arrogante, pero se lo pasé por alto, porque tenía
muy buen ojo clínico, porque me gustaba mucho lo que decía.
La
cuestión es que se empeñó en hacer un ejercicio para liberar tensión. O
ansiedad. O simple mala leche. Yo le insinué que no era buena idea, que yo
tenía mucha mala leche acumulada y que tenía miedo de hacerle daño sin querer.
“No te preocupes”, me respondió él, tajante. En fin, era su trabajo, sabía lo
que se hacía. Lo hacía con muchos otros pacientes-clientes, supongo, y supongo
que nunca le había pasado nada. Yo seguía con mis dudas, pero estaba ahí para
obedecer, no para tener dudas. Empecé a dar codazos hacia atrás. Él se protegía
con un cojín. Tenía que dar el codazo cuando él me diera la orden. Golpeaba el
cojín despacio, sin fuerza. “No te cortés, dale con ganas”, me ordenó. Yo tenía
mis dudas. Le dije que tenía miedo de golpearle sin querer. “No te cortes”,
repitió, “Y chilla, insulta, di lo que quieras, no te preocupes por los
vecinos, di lo que te salga, sin pensarlo, y golpea fuerte, pero cuándo yo te
diga, si viene la policía te doy una sesión gratis”. Eso último era una frase
que repetía mucho. “Puedes gritar si hace falta, tengo los vecinos comprados.
Si montas tanto escándalo que viene la policía a ver que pasa te doy una sesión
gratis”. Bueno, no sé si decía esto exactamente, pero si no era eso era muy
parecido.
Yo
empecé a golpear más fuerte. Y a gritar. “Mierda, joder…”, cosas así, lo que me
salía. Él me animaba a dar más fuerte, a gritar más. “Muy buen, muy bien”, decía.
Y yo pensé: “Pues bueno, si esto es lo que quieres….”. Y golpeé con todas mis
fuerzas. A su señal di un codazo terrible. A él le pareció estupendo. Me
preparé para dar otro. Entonces sonó el timbre. Él dijo “para” pero yo ya no
podía parar, mi brazo ya había iniciado el movimiento, mi codo ya estaba muy
cerca de su cara. Y le di. Sin querer, sin darse cuenta, él había bajado un
poco el cojín. Supongo que pensó que yo iba a detenerme. Supongo que pensó en
ir a abrir la puerta. Normalmente no llamaba nadie. Ni interrumpía la sesión
por un timbre de la puerta. Pero estaba esperando a los del aire acondicionado,
que se había estropeado, y hacía un calor terrible, así que era urgente reparar
el aire acondicionado. Bien, digo esto porque supongo que fue eso lo que pensó,
que los que llamaban eran los del aire acondicionado, que estaban al caer. Lo
cierto es que yo le golpeé, lo tiré hacia atrás, tropezó con la colchoneta y cayó
de espaldas, y entonces se golpeó contra una mesa, la mesa del rincón que tenía
un pequeño Buda y varias velas con incienso, no sé, cosas así, era un psicólogo
muy moderno, ya lo digo, la verdad que me quedé un poco desconcertado cuando vi
las velas y el Buda y noté el olor a incienso, pero luego habló y dijo cosas
muy sensatas y yo me quedé. Lo que nunca pensé es que acabaría matándolo
accidentalmente. Ni lo pensé ni me lo podía creer. Se quedó muy quieto,
mirándome sin verme, con los ojos abiertos y muertos y yo tardé en darme cuenta
de lo que había pasado, porque primero no quise darme la vuelta, porque pensé
que él golpe le habría dolido, y cuando me di la vuelta, preocupado porque él
no decía nada, y preocupado por el golpe que notaba en mi codo, que me dolía, y
el ruido de la mesa que había escuchado, el otro golpe, que había sido el que
le había matado, no yo, fue él al tropezar con colchoneta y darse con el canto
en el cuello, supongo, no estoy seguro, pero en todo caso fue un simple y
estúpido accidente, cuando escuché el ruido y vi que él no decía nada, que no
se quejaba, que no me insultaba ni me maldecía, pensé: “no mires, no te des la
vuelta, lárgate a toda prisa, echa a correr y no pares”.
Lo
hubiera hecho con mucho gusto, largarme a toda prisa, sin ver si él estaba bien
o qué le había pasado. Pero estaba medio en pelotas. No podía vestirme sin
darme la vuelta. Y me di la vuelta y lo vi muerto, mirándome sin verme, medio
sentado en el suelo, con la cabeza… ¿Cómo tenía la cabeza? No sabía cómo
explicar. Tenía una cabeza pequeña, pero entonces aún me pareció más pequeña,
me pareció que toda la cabeza eran unos ojos, pero es que sus ojos me parecían
más grandes de lo normal, y la cabeza le colgaba de una manera muy… , no sé
como decirlo, de una manera muy rara.
No
quise mirarlo más. En realidad tenía mucha prisa. No sé quien había llamado al
timbre. No sé si eran los del aire o era otro cliente adelantado. Aún faltaban
unos veinte minutos para que terminara mi sesión. Los clientes (o pacientes, da
igual cómo los llame) llegaban puntuales y entraban directamente a la sala
donde hacían las sesiones. No había sala de espera. Pensé que si fuera, en el
rellano, me encontraba con alguien, tendría que salir corriendo sin poder
explicar nada. Yo sabía que era un accidente. Pero no quería tener que
explicarle eso a nadie. Ni a nadie ni a la policía. Lo mejor era vestirme y
marcharme a toda prisa. Pero eso era imposible.
Lo
tiré por la ventana del deslunado porque eso fue lo único que se me ocurrió. Pensé
que, dado que eran las tres y media de la tarde de un muy caluroso día de
agosto, no habría muchos vecinos en la
finca. O estarían durmiendo la siesta… Por suerte era un hombre pequeño y flaco,
no pesaba tanto como para no poder arrastrarlo. La mesa no tenía ni sangre. Por
lo menos yo no vi. Lo llevé a la ventana arrastrándolo, miré al patio del
primer piso, lo levanté y saqué la cabeza, luego el cuerpo, eso me costó más,
pero soy fuerte, poco musculoso pero fuerte, lo tiré y lo vi caer. Luego volví
corriendo a la habitación, me vestí, cogí su agenda y su móvil, que él había
dejado en la silla donde se sentaba, y me marché.
Antes
de salir miré por la mirilla. Me pareció que no había nadie. Todo lo que hice
fue absolutamente estúpido, pero en ese momento sólo pensaba en salir de allí y
en no dejar ninguna huella de mi paso. Si me llevé el móvil y la agenda fue por
eso, sobre todo el móvil, porque allí estaba el mensaje que me había enviado
esa misma mañana para confirmarme la cita de la tarde. No pensé en leer lo que
había escrito de mí, ni de los demás pacientes, ni averiguar quiénes eran, no,
eso lo pensé luego.
En
el patio, a punto de salir, me di de morros con Andrés. Él era el compañero de
trabajo, bueno, el ex compañero de trabajo, aún no me acostumbro a esas cosas,
que me había recomendado este psicólogo. A Andrés lo trataba desde que se
divorció de su mujer, hacía más de dos años. Y estaba muy contento. Tan
contento que después de dos años seguía recibiendo dos sesiones al mes. Por lo
demás Andrés estaba perfectamente recuperado de su divorcio. De mis antiguos
compañeros de trabajo era prácticamente el único que tenía contacto conmigo.
Vivía en mi barrio. A veces quedábamos para tomar un café en un bar.
Me
quedé tan desconcertado que no supe que decir. Por suerte a él no le sorprendió
verme. Me preguntó si venía del psicólogo. Le dije que sí, porque era evidente
que no podía venir de otro sitio. Pero rápidamente reaccioné y añadí: “Pero no
le he visto, no sé qué pasa, he llamado todo el rato pero no me ha abierto, no
debe de estar”. Andrés tenía intención de llamar, pese a todo, no acababa de
entender lo que le había dicho. Si se hubiera parado a analizar mis palabras,
hubiera comprendido que yo llevaba una hora llamando a esa puerta, y no sólo
desde el timbre de la calle, sino desde su misma puerta del cuarto piso, y
hubiera comprendido que yo tenía la absoluta certeza de que, si mis palabras
eran ciertas, que no lo eran, claro está, el psicólogo no estaba en su
consulta. Antes de que la cosa se pusiera peor, porque me cabrea bastante que
la gente no escuché, dejé a Andrés llamando al timbre de la calle y yo salí a
toda prisa. Supongo que balbuceé alguna excusa, algo tipo “Tengo mucha prisa” o
algo así. Él levantó la mano en señal de despedida y yo hice lo mismo. Crucé la
calle y doblé la primera esquina que encontré. Entonces pensé en librarme de la
agenda y el móvil. Vi un contenedor y tiré la agenda. El móvil no. Me pareció
que tenía que tirarlo a un sitio mejor. O destruirlo.
Al
momento pensé en recuperar la agenda. No sé realmente por qué lo hice. O por
qué quise quedármela. Aquello era una tontería. De repente comprendí que era
inútil tratar de borrar las huellas de mi visita porque Andrés ya me había
visto. Pero de todas maneras quedarme esa agenda era muy temerario. Pero tenía
curiosidad. Desde siempre he sido muy curioso.
Sentí un enorme deseo de leer lo que el psicólogo había escrito de mí.
¿Me llevaría alguna sorpresa? Intenté coger la agenda. Metí la mano y estiré.
Pero no llegaba hasta ella. Con evidente fastidio, pensé en dejarla allí,
después de todo era lo más sensato. Entonces pensé que mejor taparla. Y me giré
para ver si alguien había dejado alguna caja o alguna bolsa fuera del
contenedor, para tirarla por encima. Entonces vi a una rumana joven, una de
esas rumanas gitanas que van husmeando por la basura. Estaba muy cerca de mí, y
me miraba con descaro. Supongo que se preguntaba qué carajo estaba haciendo.
“Se me ha caído la agenda, la puedes coger”. Esas gitanas llevan un palo largo
de metal, una especie de gancho. Yo las he visto muchas veces, y siempre que
puedo las evito, por ejemplo, si voy a tirar la basura y veo que están en mi
contendedor, continúo andando hasta el contendedor siguiente, pero lo cierto es
que en ese momento me pareció casi un milagro, o más que un milagro una señal
del destino, tropezarme con esa gitana. Ella miró el contenedor pero no se
movió. “Me hace falta esa agenda y no llego. Te doy diez euros…”. Eso era
mucho. Y además era un tontería. La gitana estaba muy buena, tenía una camiseta
ajustada, con muy buenas tetas, no llevaba sujetador, eso era evidente, y me
pregunté si debajo de esa falda larga, esas típicas faldas que llevan las
gitanas, llevaría bragas. Era joven. Y digo que era rumana porque muchas son de
allí. Pero lo cierto es que no lo puedo asegurar. No dijo ni una palabra. Lo
mismo era de aquí, y lo mismo ni siquiera era gitana. Pero tenía la piel
morena. Aunque los ojos no eran oscuros sino azules. Y el pelo tampoco era
negro sino castaño claro. Parecía bastante joven. Unos veinte años. Por ahí.
Tenía la cara agradable. Guapa. Sí. Me pareció guapa. Se la veía risueña.
Muchas veces me pasa eso, los veo riendo, a ellos y a ellas, caminan
alegremente, dando grandes zancadas, con energía, y se gastan bromas y ríen sin
parar, y me preguntó cómo cojones tienen ganas de reírse. Su vida no parece
mala. Pero sé que es mala. Que es peor que la mía. Pero se ríen. En otro
momento no me hubiera fijado tanto en ella. Ni la hubiera mirado como la miré,
me refiero que la miré a la cara, sin desviar la vista, sin esa especie de
vergüenza que me entra cada vez que, por lo que sea, tengo que mirar a un
mendigo o a gente así. Ella notó que yo la miraba demasiado pero no se inmutó.
No se puso nerviosa, quiero decir, que es cómo me pondría yo. Más bien al
contrario, me lanzó una mirada muy penetrante, una mirada que me analizó de
arriba abajo. Luego sonrió. Supongo que yo le parecí un idiota inofensivo. Me
pregunté cómo sería su vida. O mejor dicho: qué haría cada día de su vida,
desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Debía
tener novio o marido y debía tener algún niño, o lo tendría muy pronto, pero
pese a todo tenía la mirada alegre, y yo era un ser terriblemente patético y
miserable a su lado, y más ahora, y no sólo porque había matado accidentalmente
a mi psicólogo, sino porque no sabía qué hacer con mi vida, y en ese momento
estaba tratando de recuperar una agenda que me podía llevar a la cárcel, o por
lo menos me podía meter en muchos problemas, y ella no sabía eso, pero algo
debía notar. Y lo notó. Notó que era tan idiota que me iba a dejar robar,
porque eso fue lo que pasó, que la gitana rumana, o supuesta gitana rumana,
porque la verdad es que, ahora que lo pienso, lo di por sentado desde el
principio sin tener pruebas contundentes de ello, estiró su palo, pescó la
agenda, metió la mano en mi cartera abierta, que yo mismo había abierto para
mostrarle que podía pagarle diez euros por un minúsculo favor y que realmente
tenía ese dinero, que no era un farol, y antes de que yo pudiera reaccionar sus
dedos ágiles sacaron no uno sino varios billetes. Hizo todo eso sin dejar de
sonreír con descaro, casi diría que con picardía, y desapareció de mi vista a
toda velocidad. Cuando miré en mi cartera comprobé que había perdido 30 euros.
Pero tenía la agenda del psicólogo en mis manos. Aún la tengo. Sé que es una
tontería pero aún la tengo. Y el teléfono también. No lo he roto. Lo he tenido
en mis manos muchas veces. Está vacío. Quiero decir que saqué toda la
información que tenía dentro. Pero me resisto a destruirlo.
Por
lo demás han pasado cinco meses. Tuve suerte. El patio interior donde cayó el
psicólogo era un piso embargado. Como nadie vivía y como los vecinos no tienen
la fe costumbre de mirar hacia abajo, para espiar los patios de los primeros,
pasaron bastantes horas antes de que encontraran el cuerpo. Andrés me tuvo
informado. Parece que creen que fue un suicidio. Es evidente que si la policía
o cualquiera se molestara en investigar lo más mínimo, se darían cuenta de que
de suicidio aquello no tenía nada. Pero por lo visto a nadie le ha parecido que
hubiera nada que investigar. No sé nada de él. Si tenía familia. Nada. Andrés
ha encontrado otro psicólogo. Yo pienso que, a estas alturas, con el divorcio
tan superado, no necesita para nada un psicólogo. Yo tampoco he vuelto a ir a
ningún psicólogo. Parece mentira, pero me encuentro ahora mejor que antes. Al
principio lo pasé muy mal. Pensé que había hecho una tontería, que tenía que
haber llamado al teléfono de emergencias, o la policía, no sé, todo eso, pero
luego digo: “¿para qué?”. Él ya estaba muerto. El pobre había tenido muy mala
suerte. Yo no había deseado hacerle daño. A otras personas sí. Lo confieso.
Pero a él no. Fue un simple accidente. Y yo no quería problemas. Nunca he
querido problemas.
Sí…
Lo digo en serio. ¿Y entonces…. por qué quiero usar su teléfono, su agenda? ¿Acaso
no sé que eso me puede meter en un lío enorme? Sí, claro que lo sé… ¡Pero es
tan tentador! Tengo el nombre de otros pacientes, sé lo que les pasa, conozco
algunos de sus secretos… Y tengo sus teléfonos…. Se me ocurren muchas cosas.
Todas son peligrosas, estúpidas… Y probablemente no haré nada. Pero me gusta
acostarme pensando en lo que voy a hacer, en lo que puedo hacer… Eso me
distrae. Me da algo que hacer con mi vida. No sé si me explico.