viernes, 29 de enero de 2016











Un adelanto (dos artículos que vienen):


1. Arte.

(...) Curiosamente estamos en una región sin montañas, y por tanto sin canteras. La Tierra de Campos es una tierra llana, alta y fría, pero llana. Es cierto que hay unos pocos cerros, pero de carácter sedimentario, que no se diferencian mucho de los suelos arcillosos que los rodean. Las piedras, las piedras de las iglesias, las piedras de los palacios, las piedras del Canal de Castilla, hubo que traerlas de lejos. Cuando uno entra en Frómista, lo primero que ve es las torres de las iglesias que sobresalen de los tejados bajos de las casas.  En realidad desde hace ya un rato, por la carretera, lo único que rompe el paisaje son las masas oscuras y borrosas de las choperas y los bosques de ribera y las diáfanas y puntiagudas formas de los campanarios y torres de las iglesias. La principal de todas, la que uno no puede dejar de ver, la que le da fama al lugar y aparece en todos los manuales de arte románico, es la iglesia de San Martín. Cuando el viajero la ve en persona, después de haber leído todo lo que se debe leer sobre ella, comprende el motivo de tanta fama. Entonces uno hasta llega a perdonar al arquitecto que la restauró entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX   (...) 




2. Historia.

(...) Lo cierto es que los fusilamientos de obreros en Valladolid no quitaban apoyos a la España nacional, pero las muertes de curas, los incendios y los saqueos sí quitaban apoyo a la república, dentro y fuera de nuestras fronteras. Muchos republicanos moderados se lo empezaban a pensar seriamente. El caso de los burgueses vascos es paradigmático. Por un lado su nacionalismo les hacía estar con la república. Por otro lado su catolicismo y su condición social les hacía repeler la república, o la situación de debilidad en que había quedado la república, pero al final el resultado era el mismo: no sabían si pasarse de bando o qué puñetas hacer.
Hay una novela, Cambio de Bandera, de Félix de Azua, que aborda muy bien el tema del nacionalismo vasco en la Guerra Civil. (...)




PROXIMAMENTE...


(foto: El Canal de Castilla a su paso por Frómista. Fotografía del autor)





miércoles, 13 de enero de 2016









UN CRIMEN IMPUNE












No sé bien cómo pasó. Mejor dicho: sé perfectamente cómo pasó, lo que no entiendo es cómo pudo pasar. Cómo pudo tener tan mala suerte. Yo no tenía nada contra ese hombre. Era arrogante y vanidoso, y a ratos me caía mal, pero jamás había deseado su muerte. Por lo demás era psicólogo, y ya se sabe que todos los psicólogos son vanidosos y arrogantes, y encima yo era su cliente, o mejor dicho, sí, supongo que cliente no es la palabra adecuada, yo era su paciente. Y por tanto tenía que ser arrogante y vanidoso y tenía que decir y hacer cosas que me molestaran, pues en eso consistía parte de su trabajo, en sacudirme, en despertarme, en removerme por dentro, darme una paliza emocional y demostrarme que él podía cobrar lo que cobraba porque era arrogante y vanidoso y que si yo fuera tan arrogante y vanidoso como él, también podría tener un buen trabajo, un trabajo como el suyo, que me permitiera mirar a los demás de arriba a abajo, juzgando impunemente, diciendo qué está mal y qué está bien y cuál es el camino a seguir. Sí. Era un buen psicólogo, eso es cierto, y yo estaba contento, contento de haber caído en manos de un buen psicólogo, pero era caro, muy caro, y yo estaba en el paro y no me podía permitir ningún psicólogo, por muy bueno que fuera y por muy triste que fuera mi vida. Así que le había dicho que esa era mi última sesión con él y él no se lo había tomado muy bien. Pero era muy buen profesional. Un buen profesional que no decía nunca lo que pensaba, ni lo expresaba, ni se permitía que nada le delatara. Y que, además, pensaba que su trabajo era bueno, muy bueno, que se consideraba a sí mismo un buen psicólogo, arrogante y vanidoso, pero muy buen psicólogo, de manera que no le faltaban clientes, o pacientes, llamémoslo cómo se quiera, y por eso no le iba a importar demasiado que yo dejara mi terapia por la mitad, qué digo por la mitad, por el principio, porque él había programado un terapia larga, muy larga, y es que yo tenía muchas cosas que arreglar.
Faltaban unos veinte minutos. Estábamos haciendo uno de esos ejercicios para los que yo tenía que estar medio desnudo, para medirme la respiración y las respuestas corporales y todo eso, hay que decir que no era un psicólogo de esos típicos, de mesa frente a ti, no, éste se sentaba en una silla sin mesa, a unos dos metros de ti, y luego te hacía medio desnudarte y te hacía ejercicios como…, en fin, no sé cómo decirlo, una especie de yoga o relajación, o casi como el diván de un psicoanalista, pero sin diván, tumbado en una colchoneta en el suelo. Bueno, en realidad yo no pensaba ir a un psicólogo de esos, sino a uno más tradicional, a uno de los de toda la vida, pero me habían hablado muy bien de él, y sí, lo cierto es que me gustó, más por lo que dijo que por lo que hacía, pero lo cierto es que me gustó y estaba muy contento, a pesar que en seguida noté que era un vanidoso y un arrogante, pero se lo pasé por alto, porque tenía muy buen ojo clínico, porque me gustaba mucho lo que decía.
La cuestión es que se empeñó en hacer un ejercicio para liberar tensión. O ansiedad. O simple mala leche. Yo le insinué que no era buena idea, que yo tenía mucha mala leche acumulada y que tenía miedo de hacerle daño sin querer. “No te preocupes”, me respondió él, tajante. En fin, era su trabajo, sabía lo que se hacía. Lo hacía con muchos otros pacientes-clientes, supongo, y supongo que nunca le había pasado nada. Yo seguía con mis dudas, pero estaba ahí para obedecer, no para tener dudas. Empecé a dar codazos hacia atrás. Él se protegía con un cojín. Tenía que dar el codazo cuando él me diera la orden. Golpeaba el cojín despacio, sin fuerza. “No te cortés, dale con ganas”, me ordenó. Yo tenía mis dudas. Le dije que tenía miedo de golpearle sin querer. “No te cortes”, repitió, “Y chilla, insulta, di lo que quieras, no te preocupes por los vecinos, di lo que te salga, sin pensarlo, y golpea fuerte, pero cuándo yo te diga, si viene la policía te doy una sesión gratis”. Eso último era una frase que repetía mucho. “Puedes gritar si hace falta, tengo los vecinos comprados. Si montas tanto escándalo que viene la policía a ver que pasa te doy una sesión gratis”. Bueno, no sé si decía esto exactamente, pero si no era eso era muy parecido.
Yo empecé a golpear más fuerte. Y a gritar. “Mierda, joder…”, cosas así, lo que me salía. Él me animaba a dar más fuerte, a gritar más. “Muy buen, muy bien”, decía. Y yo pensé: “Pues bueno, si esto es lo que quieres….”. Y golpeé con todas mis fuerzas. A su señal di un codazo terrible. A él le pareció estupendo. Me preparé para dar otro. Entonces sonó el timbre. Él dijo “para” pero yo ya no podía parar, mi brazo ya había iniciado el movimiento, mi codo ya estaba muy cerca de su cara. Y le di. Sin querer, sin darse cuenta, él había bajado un poco el cojín. Supongo que pensó que yo iba a detenerme. Supongo que pensó en ir a abrir la puerta. Normalmente no llamaba nadie. Ni interrumpía la sesión por un timbre de la puerta. Pero estaba esperando a los del aire acondicionado, que se había estropeado, y hacía un calor terrible, así que era urgente reparar el aire acondicionado. Bien, digo esto porque supongo que fue eso lo que pensó, que los que llamaban eran los del aire acondicionado, que estaban al caer. Lo cierto es que yo le golpeé, lo tiré hacia atrás, tropezó con la colchoneta y cayó de espaldas, y entonces se golpeó contra una mesa, la mesa del rincón que tenía un pequeño Buda y varias velas con incienso, no sé, cosas así, era un psicólogo muy moderno, ya lo digo, la verdad que me quedé un poco desconcertado cuando vi las velas y el Buda y noté el olor a incienso, pero luego habló y dijo cosas muy sensatas y yo me quedé. Lo que nunca pensé es que acabaría matándolo accidentalmente. Ni lo pensé ni me lo podía creer. Se quedó muy quieto, mirándome sin verme, con los ojos abiertos y muertos y yo tardé en darme cuenta de lo que había pasado, porque primero no quise darme la vuelta, porque pensé que él golpe le habría dolido, y cuando me di la vuelta, preocupado porque él no decía nada, y preocupado por el golpe que notaba en mi codo, que me dolía, y el ruido de la mesa que había escuchado, el otro golpe, que había sido el que le había matado, no yo, fue él al tropezar con colchoneta y darse con el canto en el cuello, supongo, no estoy seguro, pero en todo caso fue un simple y estúpido accidente, cuando escuché el ruido y vi que él no decía nada, que no se quejaba, que no me insultaba ni me maldecía, pensé: “no mires, no te des la vuelta, lárgate a toda prisa, echa a correr y no pares”.
Lo hubiera hecho con mucho gusto, largarme a toda prisa, sin ver si él estaba bien o qué le había pasado. Pero estaba medio en pelotas. No podía vestirme sin darme la vuelta. Y me di la vuelta y lo vi muerto, mirándome sin verme, medio sentado en el suelo, con la cabeza… ¿Cómo tenía la cabeza? No sabía cómo explicar. Tenía una cabeza pequeña, pero entonces aún me pareció más pequeña, me pareció que toda la cabeza eran unos ojos, pero es que sus ojos me parecían más grandes de lo normal, y la cabeza le colgaba de una manera muy… , no sé como decirlo, de una manera muy rara.
No quise mirarlo más. En realidad tenía mucha prisa. No sé quien había llamado al timbre. No sé si eran los del aire o era otro cliente adelantado. Aún faltaban unos veinte minutos para que terminara mi sesión. Los clientes (o pacientes, da igual cómo los llame) llegaban puntuales y entraban directamente a la sala donde hacían las sesiones. No había sala de espera. Pensé que si fuera, en el rellano, me encontraba con alguien, tendría que salir corriendo sin poder explicar nada. Yo sabía que era un accidente. Pero no quería tener que explicarle eso a nadie. Ni a nadie ni a la policía. Lo mejor era vestirme y marcharme a toda prisa. Pero eso era imposible.
Lo tiré por la ventana del deslunado porque eso fue lo único que se me ocurrió. Pensé que, dado que eran las tres y media de la tarde de un muy caluroso día de agosto,  no habría muchos vecinos en la finca. O estarían durmiendo la siesta… Por suerte era un hombre pequeño y flaco, no pesaba tanto como para no poder arrastrarlo. La mesa no tenía ni sangre. Por lo menos yo no vi. Lo llevé a la ventana arrastrándolo, miré al patio del primer piso, lo levanté y saqué la cabeza, luego el cuerpo, eso me costó más, pero soy fuerte, poco musculoso pero fuerte, lo tiré y lo vi caer. Luego volví corriendo a la habitación, me vestí, cogí su agenda y su móvil, que él había dejado en la silla donde se sentaba, y me marché.
Antes de salir miré por la mirilla. Me pareció que no había nadie. Todo lo que hice fue absolutamente estúpido, pero en ese momento sólo pensaba en salir de allí y en no dejar ninguna huella de mi paso. Si me llevé el móvil y la agenda fue por eso, sobre todo el móvil, porque allí estaba el mensaje que me había enviado esa misma mañana para confirmarme la cita de la tarde. No pensé en leer lo que había escrito de mí, ni de los demás pacientes, ni averiguar quiénes eran, no, eso lo pensé luego.
En el patio, a punto de salir, me di de morros con Andrés. Él era el compañero de trabajo, bueno, el ex compañero de trabajo, aún no me acostumbro a esas cosas, que me había recomendado este psicólogo. A Andrés lo trataba desde que se divorció de su mujer, hacía más de dos años. Y estaba muy contento. Tan contento que después de dos años seguía recibiendo dos sesiones al mes. Por lo demás Andrés estaba perfectamente recuperado de su divorcio. De mis antiguos compañeros de trabajo era prácticamente el único que tenía contacto conmigo. Vivía en mi barrio. A veces quedábamos para tomar un café en un bar.
Me quedé tan desconcertado que no supe que decir. Por suerte a él no le sorprendió verme. Me preguntó si venía del psicólogo. Le dije que sí, porque era evidente que no podía venir de otro sitio. Pero rápidamente reaccioné y añadí: “Pero no le he visto, no sé qué pasa, he llamado todo el rato pero no me ha abierto, no debe de estar”. Andrés tenía intención de llamar, pese a todo, no acababa de entender lo que le había dicho. Si se hubiera parado a analizar mis palabras, hubiera comprendido que yo llevaba una hora llamando a esa puerta, y no sólo desde el timbre de la calle, sino desde su misma puerta del cuarto piso, y hubiera comprendido que yo tenía la absoluta certeza de que, si mis palabras eran ciertas, que no lo eran, claro está, el psicólogo no estaba en su consulta. Antes de que la cosa se pusiera peor, porque me cabrea bastante que la gente no escuché, dejé a Andrés llamando al timbre de la calle y yo salí a toda prisa. Supongo que balbuceé alguna excusa, algo tipo “Tengo mucha prisa” o algo así. Él levantó la mano en señal de despedida y yo hice lo mismo. Crucé la calle y doblé la primera esquina que encontré. Entonces pensé en librarme de la agenda y el móvil. Vi un contenedor y tiré la agenda. El móvil no. Me pareció que tenía que tirarlo a un sitio mejor. O destruirlo.  
Al momento pensé en recuperar la agenda. No sé realmente por qué lo hice. O por qué quise quedármela. Aquello era una tontería. De repente comprendí que era inútil tratar de borrar las huellas de mi visita porque Andrés ya me había visto. Pero de todas maneras quedarme esa agenda era muy temerario. Pero tenía curiosidad. Desde siempre he sido muy curioso.  Sentí un enorme deseo de leer lo que el psicólogo había escrito de mí. ¿Me llevaría alguna sorpresa? Intenté coger la agenda. Metí la mano y estiré. Pero no llegaba hasta ella. Con evidente fastidio, pensé en dejarla allí, después de todo era lo más sensato. Entonces pensé que mejor taparla. Y me giré para ver si alguien había dejado alguna caja o alguna bolsa fuera del contenedor, para tirarla por encima. Entonces vi a una rumana joven, una de esas rumanas gitanas que van husmeando por la basura. Estaba muy cerca de mí, y me miraba con descaro. Supongo que se preguntaba qué carajo estaba haciendo. “Se me ha caído la agenda, la puedes coger”. Esas gitanas llevan un palo largo de metal, una especie de gancho. Yo las he visto muchas veces, y siempre que puedo las evito, por ejemplo, si voy a tirar la basura y veo que están en mi contendedor, continúo andando hasta el contendedor siguiente, pero lo cierto es que en ese momento me pareció casi un milagro, o más que un milagro una señal del destino, tropezarme con esa gitana. Ella miró el contenedor pero no se movió. “Me hace falta esa agenda y no llego. Te doy diez euros…”. Eso era mucho. Y además era un tontería. La gitana estaba muy buena, tenía una camiseta ajustada, con muy buenas tetas, no llevaba sujetador, eso era evidente, y me pregunté si debajo de esa falda larga, esas típicas faldas que llevan las gitanas, llevaría bragas. Era joven. Y digo que era rumana porque muchas son de allí. Pero lo cierto es que no lo puedo asegurar. No dijo ni una palabra. Lo mismo era de aquí, y lo mismo ni siquiera era gitana. Pero tenía la piel morena. Aunque los ojos no eran oscuros sino azules. Y el pelo tampoco era negro sino castaño claro. Parecía bastante joven. Unos veinte años. Por ahí. Tenía la cara agradable. Guapa. Sí. Me pareció guapa. Se la veía risueña. Muchas veces me pasa eso, los veo riendo, a ellos y a ellas, caminan alegremente, dando grandes zancadas, con energía, y se gastan bromas y ríen sin parar, y me preguntó cómo cojones tienen ganas de reírse. Su vida no parece mala. Pero sé que es mala. Que es peor que la mía. Pero se ríen. En otro momento no me hubiera fijado tanto en ella. Ni la hubiera mirado como la miré, me refiero que la miré a la cara, sin desviar la vista, sin esa especie de vergüenza que me entra cada vez que, por lo que sea, tengo que mirar a un mendigo o a gente así. Ella notó que yo la miraba demasiado pero no se inmutó. No se puso nerviosa, quiero decir, que es cómo me pondría yo. Más bien al contrario, me lanzó una mirada muy penetrante, una mirada que me analizó de arriba abajo. Luego sonrió. Supongo que yo le parecí un idiota inofensivo. Me pregunté cómo sería su vida. O mejor dicho: qué haría cada día de su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Debía tener novio o marido y debía tener algún niño, o lo tendría muy pronto, pero pese a todo tenía la mirada alegre, y yo era un ser terriblemente patético y miserable a su lado, y más ahora, y no sólo porque había matado accidentalmente a mi psicólogo, sino porque no sabía qué hacer con mi vida, y en ese momento estaba tratando de recuperar una agenda que me podía llevar a la cárcel, o por lo menos me podía meter en muchos problemas, y ella no sabía eso, pero algo debía notar. Y lo notó. Notó que era tan idiota que me iba a dejar robar, porque eso fue lo que pasó, que la gitana rumana, o supuesta gitana rumana, porque la verdad es que, ahora que lo pienso, lo di por sentado desde el principio sin tener pruebas contundentes de ello, estiró su palo, pescó la agenda, metió la mano en mi cartera abierta, que yo mismo había abierto para mostrarle que podía pagarle diez euros por un minúsculo favor y que realmente tenía ese dinero, que no era un farol, y antes de que yo pudiera reaccionar sus dedos ágiles sacaron no uno sino varios billetes. Hizo todo eso sin dejar de sonreír con descaro, casi diría que con picardía, y desapareció de mi vista a toda velocidad. Cuando miré en mi cartera comprobé que había perdido 30 euros. Pero tenía la agenda del psicólogo en mis manos. Aún la tengo. Sé que es una tontería pero aún la tengo. Y el teléfono también. No lo he roto. Lo he tenido en mis manos muchas veces. Está vacío. Quiero decir que saqué toda la información que tenía dentro. Pero me resisto a destruirlo.
Por lo demás han pasado cinco meses. Tuve suerte. El patio interior donde cayó el psicólogo era un piso embargado. Como nadie vivía y como los vecinos no tienen la fe costumbre de mirar hacia abajo, para espiar los patios de los primeros, pasaron bastantes horas antes de que encontraran el cuerpo. Andrés me tuvo informado. Parece que creen que fue un suicidio. Es evidente que si la policía o cualquiera se molestara en investigar lo más mínimo, se darían cuenta de que de suicidio aquello no tenía nada. Pero por lo visto a nadie le ha parecido que hubiera nada que investigar. No sé nada de él. Si tenía familia. Nada. Andrés ha encontrado otro psicólogo. Yo pienso que, a estas alturas, con el divorcio tan superado, no necesita para nada un psicólogo. Yo tampoco he vuelto a ir a ningún psicólogo. Parece mentira, pero me encuentro ahora mejor que antes. Al principio lo pasé muy mal. Pensé que había hecho una tontería, que tenía que haber llamado al teléfono de emergencias, o la policía, no sé, todo eso, pero luego digo: “¿para qué?”. Él ya estaba muerto. El pobre había tenido muy mala suerte. Yo no había deseado hacerle daño. A otras personas sí. Lo confieso. Pero a él no. Fue un simple accidente. Y yo no quería problemas. Nunca he querido problemas.
Sí… Lo digo en serio. ¿Y entonces…. por qué quiero usar su teléfono, su agenda? ¿Acaso no sé que eso me puede meter en un lío enorme? Sí, claro que lo sé… ¡Pero es tan tentador! Tengo el nombre de otros pacientes, sé lo que les pasa, conozco algunos de sus secretos… Y tengo sus teléfonos…. Se me ocurren muchas cosas. Todas son peligrosas, estúpidas… Y probablemente no haré nada. Pero me gusta acostarme pensando en lo que voy a hacer, en lo que puedo hacer… Eso me distrae. Me da algo que hacer con mi vida. No sé si me explico.